Artículo publicado en El Obstinado Rigor, n. 2, febrero 2016, pp. 11-12, Ciudad de México.
Barcelona, sus cosos y la reconversión
La barcelonesa plaza de Las Arenas
inaugurada en 1900, la Monumental de Barcelona abierta desde 1914, la de las
Ventas en Madrid desde 1929... Todas ellas tienen un denominador común
estilístico: el neomudéjar.
Un estilo que puede resultar chocante si
comparamos tales cosos con otros de gran clasicismo como los de Ronda o la
Maestranza en Sevilla, ambos enclavados en Andalucía. La explicación, tal nos
parece, puede venir aparejada al influjo que cierto pintoresquismo proyectó
sobre la arquitectura española. Tal y como expusimos en nuestro anterior
artículo publicado en El Obstinado Rigor,
España asumió durante el siglo XIX muchos elementos propios de la visión que,
distorsionada por el prisma orientalizante, los a menudo impertinentes viajeros
proyectaron sobre una nación que conservaba en su paisaje y ciudades, reliquias
del periodo islámico, marcado en gran medida por el iconoclasmo y la geometría
epitelial y cerámica.
El contagio estilístico alcanzaría también
a unos edificios inconcebibles en la España musulmana, aquellos en los que los
dioses animales habían de recibir la muerte de la mano de los hombres. Con gran
variedad formal, los cosos, efímeros o cimentados, proliferaron por todo el
Imperio español, al menos desde principios del siglo XII, no sin dar pie a
controversias que han reverdecido, en favor del toro que no del torero, tras la
irrupción de determinadas nematologías vinculadas, entre otros, al Mito de la
Naturaleza o al de la denominada Madre Tierra, que ya no tendrá el aspecto de
un inagotable cuerno de la abundancia, sino el de un planeta amenazado por una
especie particularmente hostil: los hombres que habrían dado la espalda a tan
desdichada madre.
Es así como, en la parte del mundo en la
cual se han ido celebrando corridas de toros, la ocupada por el orbe católico, han
ido surgiendo movimientos contrarios a tales ceremonias amparados, entre otras ideologías,
en un ecologismo que, de forma más específica, se bifurca en tendencias que
oscilan entre el animalismo –la defensa del animal-, y el ambientalismo
–aquellas más ambiciosas que pretenden conservar los hábitats-.
El citado movimiento ecologista, que en
México abanderan facciones políticas abolicionistas de la tauromaquia como el
Partido Verde, se compondrá con otras corrientes que resultarán de la
ampliación de la ética a un reino animal, entendido como un anacrónico predio, dando
como resultado una extendida ética, Declaración universal de los derechos del
animal mediante, que obligará a proteger en este caso al toro una vez ha sido borrada esa línea que
separaba al hombre de la megafauna.
Las contradicciones, no obstante,
aflorarán de modo inmediato, pues el toro de lidia es un animal fabricado para
el sacrificio, y para su confección, para la cristalización de sus hechuras, es
imprescindible disponer de un espacio muy concreto: la dehesa. Toro y dehesa,
por lo tanto, se codeterminan.
Tan importantes condicionantes resultan, no
obstante, imperceptibles para quienes, desplegando recursos propios de los
artistas plásticos posteriores a las vanguardias, las célebres performances, suelen
escenificar su rechazo a las corridas de toros en las puertas de tales arenas apelando
a un lenguaje corporal y alegórico que cada vez con mayor frecuencia se emplea en
toda protesta política que se reclame popular.
La ola eticista sataniza las corridas de
toros por lo que tienen de maltrato animal, y señalará como sádicos a los
aficionados, insensibles a la sangre derramada por el toro. El torero,
difuminados los límites entre lo humano y lo animal, quedará convertido en un
vulgar asesino que pagará un justo precio por su crueldad en el caso de ser
embestido.
Vista de ese modo, la tauromaquia quedará
desconectada de su trascendencia al menos de dos modos. En primer lugar aquella
que comunica las actuales corridas de toros con formas pretéritas de
religiosidad en cuyo núcleo se sitúa el astado–acuda el lector a El animal divino de Gustavo Bueno-, pues
desde nuestra perspectiva, la religión brotó de la relación entre animales,
cuerpos vivientes dotados de voluntad entre los que destacan los toros tan
representados en el arte parietal, y unos hombres que mantenían asimétricas relaciones
con ellos. La corrida de toros conserva
ciertos componentes de esa ancestral forma de religiosidad, que podríamos
resumir en la frase: «el hombre hizo a los dioses a imagen y semejanza de los
animales», decantados de tal modo por la tradición, que han configurado una
institución tan rigurosamente pautada que frecuentemente, y no por casualidad,
es concebida como una liturgia. Superada la etapa primigenia, los dioses se
compondrán para dar lugar a deidades híbridas como el propio Quetzalcóatl o se
desmaterializarán para proyectarse sobre la bóveda celeste en la que se halla
el zoo-diaco. Incluso las vírgenes de la religión de uno de los libros, la
Biblia, se hallarán rodeadas de atributos animales…
Por otro lado, la abolición de las
corridas de toros llevará aparejada otra desconexión en los países en los que
se cría el toro de lidia, la que conlleva cierta ruptura con el territorio, con
la capa basal, fuente de recursos que se desvirtúa tras la desaparición del
toro de su entorno al convertirse este, tales son los planes finales del
rigorismo ecologista, en una suerte de nuevo paraíso en el que el hombre es un
intruso pues su sola huella contamina el inmarcesible orden natural.
Hechas estas consideraciones es momento de
regresar a Barcelona. Con una afición decreciente, la otrora taurina ciudad
convirtió el coso de Las Arenas en un parque temático diseñado por el exitosos
arquitecto Richard Rogers, que en su reforma respetó los lienzos neomudéjares
dejándolos suspendido sobre una estructura metálica. Tiempo hacía que en
Cataluña, la llamada fiesta nacional, designación en la que debemos buscar el
oculto punto de apoyo de la mala conciencia que subyace en una prohibición que
se discutió, con el debido escrúpulo democrático, en las instituciones locales
marcadas por el secesionismo, había retrocedido para dar paso a otros
espectáculos que conservan algunos de los atributos propios del ceremonial
religioso: los grandes conciertos de las sacerdotiles estrellas del pop, muchos
de ellos oficiados en las plazas de toros.
Cerrada también la
Monumental, llama poderosamente la atención el proyecto que la Generalidad
lleva tiempo valorando: su conversión en una gran mezquita. De llevarse a cabo,
se trataría, en lo formal, de una reconversión peculiar, pues la mezquita,
marcada por su direccionalidad y la referencia del muro o quibla para orientar
el rezo, se inscribiría dentro de un círculo o ruedo. Es en esa composición de
figuras donde, presumiblemente, se completaría la transformación comenzada por
los prohibicionistas, que habrían salvado a los toros de morir en la plaza a
fuerza de hacerlos desaparecer. Sobre esa misma arena, atravesados por el
entendimiento agente, los hombres islamizados, despreciando su cuerpo, estarían
prestos para el sacrificio.
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