lunes, 29 de marzo de 2010

Wolff, Tresguerres y Mosterín

El Catoblepasnúmero 97 • marzo 2010 • página 11
Wolff, Tresguerres y Mosterín


Una terna de filósofos frente al debate taurino

«No me considero un asesino, sí que mato toros, pero no soy un asesino.Soy un sumo sacerdote que hace un rito sacrificial...No soy un descuartizador.»
José Miguel Arroyo, Joselito

Coincidiendo con el intenso debate surgido a raíz del proyecto de prohibición de las corridas de toros que se celebran en Cataluña, impulsado por un amplio espectro del Parlamento de esta región española, la traducción al español del libro del catedrático de filosofía de la Escuela Normal Superior de la Universidad de París, Francis Wolff, Filosofía de las corridas de toros (Ed. Bellaterra, Barcelona 2009, 270 págs.), no puede ser más oportuna, máxime cuando, recientemente, Wolff ha publicado otra pequeña obra de elocuente título: Cinquante raisons de défendre la corrida, pendiente aún de traducción, donde abunda en los argumentos reivindicativos de la fiesta nacional. En ambas obras, el francés se muestra como un apasionado defensor de las corridas de toros y el mundo en el que éstas se inscriben.
Por lo que respecta a Filosofía de las corridas de toros, se trata de un libro cuya estructura está condicionada por los argumentos esgrimidos por los antitaurinos, frente a los que Wolff sale al paso, resultando de ese modo, una obra dialéctica que da comienzo precisamente por un remedo de diálogo platónico, en el cual se plantea qué es la corrida de toros. Durante el diálogo, irán apareciendo las diversas definiciones que gravitan sobre este asunto. De este modo, los personajes se plantean, sucesivamente, si se hallan ante un combate entre un hombre y un animal, ante un deporte, un arte o un espectáculo. También, la definición de la tauromaquia como un rito se asoma a las páginas de Filosofía de las corridas de toros. Así, en la página 34, se conecta rito y religión a través de uno de los personajes que Wolff pone en escena:
«—Un rito –respondió Sacerdos y repitió–: Un rito. –Acabó calmándose y accedió a explicarse–. Sí, un rito, que, como todos los ritos de todas las religiones instituidas y todos los mitos de los pueblos de la Tierra, vuelve a contar indefinidamente un mismo relato arcaico, el combate entre la Naturaleza y la Cultura.»
Tras extenderse en explicaciones, Sacerdos alude, abundando en sus argumentos, a las ceremonias de iniciación, conectando éstas con la conocida como toma de alternativa. A lo cual, el Sócrates de Wolff, tras proferir una sonora carcajada, responde:
«—¡Extraño ritual sin más allá! Ni dios ni transcendencia. Extraña ceremonia en la que los participantes comulgan aplaudiendo y extraño ritual en el que los sectarios pagan su localidad de espectadores….»
Es en este punto, donde, a la manera de un quite taurino, debe aparecer en escena otro filósofo, el asturiano Alfonso Fernández Tresguerres, autor de la obra
Los dioses olvidados. Caza, toros y filosofía de la religión (Pentalfa Ediciones, Oviedo 1993), en la cual encontramos respuestas mucho más profundas que la ofrecida por el pseudo Sócrates construido por Wolff.
En efecto, la obra del francés es incapaz de relacionar toros y religión porque parece partir de una religión ya desarrollada, no numinosa, con unos dioses humanizados y pertrechados de los atributos que la filosofía clásica les otorgó. A pesar de todo, Wolff se refiere a los animales en tanto que dioses, si bien de forma tangencial, sin entrar de lleno en la cuestión:
«En todas las civilizaciones en que se ha combatido con el toro y se lo ha ejecutado de modo formalizado, alabado, celebrado y más cantado como un dios que tratado como un animal.»
{1}
En la obra de Tresguerres, por el contrario, la conexión toros-religión, viene dada desde el momento en el que el autor, reconociéndolo abiertamente desde su prólogo, se acoge a la filosofía materialista de la religión fundada por Gustavo Bueno y recogida en obras ya clásicas como El animal divino o Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión.
De este modo, y según dicho sistema, las religiones tendrían un curso dividido en tres fases: primaria, secundaria y terciaria, que se desplegarían a partir de un núcleo numinoso y corpóreo, un animal en definitiva, como es el propio toro que sale al ruedo. Nos hallamos, por tanto, ante ancestrales relaciones entre hombres y toros. Será, pues, en estas relaciones, donde habremos de buscar las primeras ceremonias religiosas, dentro de operaciones de sumisión, asechanza, temor, y donde incluso se prefiguran las virtudes teologales –fe, esperanza y caridad– inscritas a menudo dentro de cacerías.
Según lo expuesto, Wolff se sitúa en la perspectiva de las religiones terciarias, lo cual dificulta su percepción del sustrato religioso primario que persiste en la tauromaquia.
Pero La filosofía de las corridas de toros no se detendrá en escrutar la esencia de tal institución, sino que abordará otros aspectos conectados con el toreo, entre los que destaca la vieja querella entre taurinos y antitaurinos. Este debate, que casi siempre gira en torno a cuestiones de ética animal, queda apuntado en las primeras páginas de la obra, cuando Wolff arremete de forma velada contra la concepción que de la Naturaleza ofrece el krausismo que sopla a través de diversos colectivos antitaurinos. Concretamente, en la página 41, Wolff exclama:
«¡Id a pedir a los mosquitos o a los leones que dejen de hacer daño a las otras especies!¡Id a pedir a los toros de lidia que dejen de combatir entre sí!»
Esta Naturaleza «filtrada» propuesta en el siglo XIX por los filósofos alemanes, y a la que se han sumado de forma entusiasta, y no solo en lo referido a cuestiones animalistas, diversas facciones ideológicas y políticas españolas, debemos situarla en la base del movimiento ecologista que se opone de forma beligerante y por medio de diversas acciones –nudismo, simulación de torturas, «performances», manifiestos y manifestaciones, irrupción de activistas en los ruedos– a las corridas de toros.
El propósito de los citados grupos supone la extensión de la ética al mundo animal, cuyo mayor logro hasta la fecha, sería la puesta en marcha del Proyecto Gran Simio, al que los diputados españoles se adhirieron, a despecho de su maniqueo antagonismo, en sesión parlamentaria, dislate que el filósofo bilbaíno Iñigo Ongay, ha tratado con gran acierto en diversas publicaciones
{2}.
Wolff, como queda dicho, se aleja rápidamente de la esencia del toreo, entrando de lleno en el terreno de la «ética animal», y aunque en la página 44 se aproxima bastante a las tesis sostenidas por el Materialismo Filosófico, recurriendo, de manera implícita, a la idea de institución: «Sólo los hombre formulan leyes éticas, enuncian reglas, se someten a deberes, experimenten o no respeto», el filósofo francés confunde constantemente los planos moral y ético.
Antes, sin embargo, de plantear este debate, Wolf ha establecido ya una fértil clasificación entre los propios antitaurinos, distinguiendo entre aquellos que quieren conservar los ecosistemas en el cual estaría inserto el toro, los ambientalistas, que tendrán que enfrentarse a la paradoja de que la conservación de las dehesas sería, en gran medida, a él debida; y la de los animalistas, que sólo podrían disfrutar del toro en el caso de que éste subsistiera, propósito para el cual, las corridas de toros, necesitadas de este animal cuyo único destino es morir en la plaza, suponen una garantía de existencia de una raza «construida» por el hombre.
Hecha esta clasificación, los principales postulados de la llamada ética animalista, más cerca de los «animalistas» que de los «ambientalistas», consistirían en la evitación de todo sufrimiento por parte de los mismos, propósito que, con gran acierto, Wolff conecta con el creciente gusto de las modernas aficiones taurinas por el indulto, tendencia que habría llegado a su extremo en los festejos incruentos celebrados en California hace unos años, en los cuales se llegó a lidiar toros que, aunque «afeitados», iban provistos de un trozo de velcro en su lomo, donde se «clavaban» banderillas sin arpón.
Hasta aquí hemos presentado las líneas maestras de lo que, a nuestros propósitos, interesa dentro de Filosofía de las corridas de toros. La obra continúa tratando aspectos relacionados con la estética del toreo, asunto que excede el alcance de este breve artículo, insistiendo, de forma confusa, y a menudo inadecuada desde nuestras coordenadas, en el uso de las palabras filosofía y ética.
La irrupción de la «ética animal» es, lógicamente, el mayor obstáculo al que han de enfrentarse tanto los taurinos como sus antagonistas. Antagonismo, dicho sea de paso, que tiene ya una larga tradición, y en el cual se han involucrado monarcas y Pontífices. Tal es el caso del Papa Pío V –citado oportunamente por Tresguerres– preocupado, no por la integridad del bóvido, sino por la de otros animales, los lidiadores, que expondrían innecesariamente su vida, pecando de este modo, a los ojos de Dios.
Pese a los intentos de prohibición, algunos de ellos apoyados en argumentos económicos ligados a la capa basal de la sociedad política española, el auge de las corridas de toros, su institucionalización, terminaría cuajando en pleno siglo XVIII, momento en el cual, la inversión teológica ha colocado al hombre en el lugar antes destinado a los dioses, cuando la teoría del automatismo de las bestias muestra toda su fortaleza. Será a partir de ese instante, cuando el toreo a pie, el cuerpo a cuerpo entre torero y res, adquiera todo su esplendor. Pese a todo, el desmoronamiento de la teoría inaugurada por Gómez Pereira, sobre todo a partir del despegue y «secularización» de la Etología, operará en el sentido de una sensibilización del público frente al sufrimiento del toro en la plaza
{3}.
Por último, en lo que respecta al intento de la implantación de la llamada «ética animal», dos son los hitos más destacados en este sentido, por una parte la Declaración Universal de los Derechos de los Animales, firmada en 1978 y, posteriormente, con un alcance más concreto, el Proyecto Gran Simio, de 1993, al que nos referimos más arriba. Ambos proyectos, sin embargo, deben responder a la pregunta de si se puede considerar a los animales como sujetos éticos que puedan incorporarse a un gran conjunto delimitado por la idea de ética, que si bien se plantea desde la perspectiva del Género Humano, con el objetivo de mantener la vida o la fortaleza de sus integrantes, se enfrenta a la realidad de la inexistencia efectiva de la Humanidad, dado que ésta se hallaría «fracturada» en estados, en sociedades políticas que, incluso, envuelven a primitivos contemporáneos, confinados en reservas donde, apelando al relativismo cultural, queda suspendido el juicio sobre su particular «ética interna».
La extensión de la ética a los animales, emplearía a los primates como puente tendido hacia otras especies, dadas las semejanzas formales entre aquéllos y los hombres. No obstante, las semejanzas pueden ser mucho más profundas si nos atenemos a criterios genéticos, como quedó probado al descrifrar el genoma de la mosca del vinagre, Drosophila melanogaster ¿Dónde se pueden, entonces, fijar las «líneas rojas» de la ética animal? En principio, si seguimos el curso descrito por las organizaciones humanas que tratan de realizar los citados proyectos, parece oportuno comenzar por aquellos animales que puedan interactuar con los hombres, lo cual excluye a la microfauna. De nuevo las relaciones angulares vuelven a aparecer ligadas inevitablemente a una escala antrópica. Pero si estas son las innegociables condiciones de los animalistas, desde el Materialismo Filosófico, la cosa no parece tan clara, por cuanto los derechos éticos, se conjugan con los deberes éticos, cuya realización por parte de los animales es más que discutible. Dicho de otro modo, cuando una hembra de gorila cuida a su cría, no lo hace apelando a ética alguna, por lo que la ética animal resultaría ser una proyección, hecha en principio a los primates, por las citadas semejanzas que encontramos en ellos. En el caso del toro que salta al ruedo, su renuncia a la embestida, percibida por los taurinos como falta de bravura o de codicia, tampoco puede calificarse de conducta ética. En definitiva, la llamada ética animal difícilmente puede equipararse con la ética a la que se acoge el Materialismo Filosófico, sustentada –con Espinosa–, no en dos derechos, sino en dos deberes: la firmeza y la generosidad referida a sujetos corpóreos humanos. La ética, por tanto, debe situarse en el eje circular del espacio antropológico, no en el angular del que forman parte las relaciones de los humanos con los bóvidos, y ello a pesar de que los toros tengan nombre e, incluso, «libro de familia».
Los dioses olvidados, de Tresguerres, así como toda la filosofía de la religión en que se sustenta la obra, al margen de tratar los citados aspectos éticos entre hombre y animal, vendrán a solventar una de las cuestiones a las que, problemáticamente, se enfrenta Wolff, la cuestión sobre qué es la corrida de toros. La respuesta pasa por reconocer en la tauromaquia, los inequívocos restos de religiosidad primaria que atesora. De este modo, el torero, lejos de ser un mero matarife, por más que se le asigne, e incluso reclame para sí, el vocablo de matador, actuará de manera muy diferente a como lo hace el operario de un matadero, desplegando precisas ceremonias en las cuales el toro se encuentra muy lejos de ser tratado como una «cosa». Es precisamente su no caracterización como cosas, lo que habría permitido a ciertos animales, entre los que el toro figura en un lugar de relevancia, adquirir su dimensión religiosa, aun a través de su propio sacrificio.
Establecida esta crítica libresca, debemos ahora fijar nuestra mirada en un hecho relevante que tiene a los toros como protagonistas. En efecto, durante el mes de marzo de este 2010, dos grupos antagónicos: taurinos y antitaurinos, han pasado por el Parlamento de Cataluña para exponer sus argumentos en pro y en contra de la llamada «Fiesta Nacional», sobre la cual pesa la amenaza de abolición debido a una propuesta orientada en este sentido, e impulsada por Iniciativa Legislativa Popular (ILP), organización que ha llegado a recoger 180.000 firmas favorables a la prohibición de las corridas de toros en Cataluña. Sus señorías, han tenido la ocasión de escuchar a ambos grupos durante tres sesiones que han obtenido gran repercusión mediática.
Por el bando de los prohibicionistas, se ha significado un grupo heterodoxo formado por escritores, en rigor novelistas, es el caso de Espido Freire, físicos como Jorge Wagensberg, profesores universitarios como Pablo de Lora, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid o Javier de Lucas, catedrático de la Universidad de Valencia, filósofos, Jesús Mosterín, Norbert Bilbeny y Josep María Terricabras, y otras personas cuyo trabajo gira en torno a los animales: el etólogo Jordi Casamitjana, Enrique Zaldívar, vicepresidente de la Asociación de Veterinarios Abolicionistas de la Tauromaquia o el biólogo Jordi Portabella, además de un representante de la abolicionista Plataforma Prou o la presidenta del Partido Verde Europeo, Monica Frassoni.
Por el lado opuesto, han pasado, entre otros, por sede parlamentaria, el apoderado de José Tomás, Salvador Boix, el empresario Balañá; los toreros Joselito, Esplá y Serafín Marín, escritores como Natalia Molero, junto con diversas personalidades relacionadas con el mundo del toro procedentes de Tarragona, Francia y Portugal. A este grupo hemos de añadir un nutrido contingente francés formado por Christian Bourquin, presidente del Consejo General de los Pirineos Orientales y Hervé Schiavetti, alcalde de Arles y presidente de la Unión de Villas Taurinas de Francia, junto al propio Francis Wolff, a los que hemos de sumar al biólogo y miembro de la Plataforma por la Promoción y Difusión de la Fiesta, Jaume Josa, o el citado director del departamento de Fisología Animal de la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de Madrid, Juan Carlos Illera.
Como se puede observar, los dos grupos que han comparecido en el Parlamento de Cataluña son casi simétricos en lo que respecta al desempeño profesional de sus integrantes, excepción hecha de los toreros, pues, como es lógico, ningún matador de toros ha desfilado por la citada sede con el propósito de alimentar la abolición de su profesión.
Dejaremos de lado ciertas intervenciones basadas en argumentos sentimentales o en experiencias autobiográficas. Comenzaremos nuestra crítica, pues, por la pintoresca intervención de la escritora bilbaína Laura Espido Freire, quien, respondiendo punto por punto al comportamiento propio de quien se halla dentro del «mundo de la cultura», hizo gravitar su intervención en torno a la atracción que ciertos escritores, con Hemingway a la cabeza, sintieron por la lidia. Cautiva de su particular reduccionismo psicologista, la autora de Melocotones helados, no tuvo reparos en explicar que la afición taurina de don Ernesto, fue debida a su carácter violento y depresivo. Pero la Freire iría más allá del mundo literario. De este modo, afirmaría, conectando lidia y violencia, que «la catarsis que se produce en los toros es similar a cuando dos niñas acorralan a una chica para pegarle». Doña Laura, muy astuta, empleó la fórmula de las dos niñas, sin duda para huir de posturas adscribibles al feminismo militante que exhibiría sin pudor Monica Frassoni durante la última jornada. La presidenta del Partido Verde Europeo, afirmaría que defender la Fiesta por amor al toro «tiene la misma lógica que el señor que mata a patadas a su mujer y dice que la quería mucho».
En cualquier caso, y sin entrar en los pormenores de cada intervención, varias fueron las líneas en las que se movieron tanto taurinos como antitaurinos, bien que en sentidos opuestos. Líneas a las que se acogerían los diversos políticos profesionales que escuchaban las sucesivas intervenciones que, al menos intencionalmente, deberían tener un peso en su decisión final similar al que suelen tener las conclusiones que los diversos «comités de sabios», por ellos elegidos, redactan en torno a los temas más diversos.
Por el lado de los abolicionistas, destacó, en la primera jornada, el discurso de Jorge Wagensberg, quien, contando con la efectista ayuda de un estoque y otros instrumetnos propios de la lidia, apuntó a uno de los argumentos más empleados por los antitaurinos: el sufrimiento que el toro padece durante la lidia y en el que abundarían Casamitjana y Zaldívar. Con la tizona en la mano, el físico catalán preguntó: «¿Esto no duele?», pregunta que de modo indirecto contestaría en la última jornada el profesor Illera, quien, sin negar el dolor que causan los hierros en el toro, ofreció datos basados en el estrés animal, muy superior, al parecer, durante los traslados en camión, al que deben soportar los astados durante su presencia en el ruedo. La afirmación de Illera, ampliaba de este modo la escala del debate, pues la sociedad urbanita y de mercado pletórico, necesita nutrir sus frigoríficos de la carne de los animales que se someten diariamente a ese sufrimiento camino del aséptico matadero que pone punto final a su viaje.
Interesante, también, por su exhibición de fundamentalismo democrático, y de falsa conciencia, resultaría la intervención de Leonardo Anselmi, portavoz de la Plataforma Prou, responsable de la recogida de las 180.000 firmas que permitieron presentar en el Parlamento catalán la Iniciativa Legislativa Popular (ILP) que ahora se discute. Anselmi, primer firmante, calificó el trámite de esta proposición como un de «acto de democracia», para después negar que exista una contradicción en no haber incluido los correbous, o encierros celebrados en territorio catalán, en la ILP porque, según sus propias palabras: «no contábamos con una mayoría que la respaldara».
No faltarían, durante las sesiones, curiosas posturas en torno a esta vieja querella. De entre todas destacamos la breve alusión al innecesario peligro al que se exponen los toreros durante la lidia. Argumento que conecta a su sostenedora en el Parlamento, la diputada de ERC, Patricia Gomà, con la actitud mantenida por el Papa Pío V, contrario a la Tauromaquia hasta el extremo de amenazar con graves penas a sus practicantes. A estos inesperados compañeros de viaje, se les da cumplida respuesta en el Compendio Moral Salmanticense.
{4}
Pero si interesantes fueron las presencias mencionadas, de entre todos destaca Jesús Mosterín, quien, tras su intervención parlamentaria ha publicado un artículo en el diario El País que más adelante comentaremos. Mosterín, manifestaría, en torno a las corridas de toros, lo que sigue: «Es cierto que las corridas son tradicionales, pero en España se toman medidas para combatir la violencia contra las mujeres, y eso es más tradicional aún que las corridas de toros», para proseguir abundando en cuestiones identitarias, recurriendo a ejemplos como la lapidación, la ablación del clítoris o el maltrato a las mujeres. La confusión entre ejes del espacio antropológico es flagrante, por cuanto el así llamado filósofo, mezcla relaciones entre humanos con las que éstos mantienen con animales.
Su comentado discurso tendría, como corolario, un artículo de prensa titulado «La España negra y la tauromaquia»
{5}. En el texto citado, Mosterín desgranará los diversos fundamentos de su discurso antitaurino, de entre los que destaca el inscrito en el propio título. En efecto, el artículo se alimenta de los manidos argumentos constitutivos de la Leyenda Negra, rótulo acuñado por Emilia Pardo Bazán allá por 1899 durante una conferencia celebrada en París. En las invectivas de don Jesús contra los toros, no falta la alusión a los ingredientes imprescindibles de dicha Leyenda. Citamos textualmente:
«En España no hubo Ilustración ni pensamiento científico, ético y político modernos. Muchos de nuestros actuales déficits culturales proceden de esa carencia.»
Para, inmediatamente, proseguir:
«La tortura pública y atroz de animales inocentes (sic) (y además rumiantes, los más miedosos, huidizos y pacíficos de todos) es una salvada injustificable, y como tal es tenida por la inmensa mayoría de la gente y de los filósofos, científicos, veterinarios y juristas de todo el mundo.»
Para el filósofo vascongado, parecen no haber existido, ni el fundador del ensayo en español: Benito Jerónimo Feijoo, ni uno de los referentes de la Revolución Francesa, el padre Mariana, quien llegaría a justificar el magnicidio en determinados casos llegando a inspirar la figura de la simbólica heroína de la Revolución Francesa, la no por casualidad llamada Marianne. Las omisiones, acaso estén motivadas por la condición de clérigos de ambas figuras. El artículo de Mosterín, fuertemente ideologizado –su autor no pierde la oportunidad de criticar al Partido Popular conectándolo de forma sutil con la España Negra–, no renuncia a emplear otro tópico: la inferioridad de España con respecto a otras naciones más avanzadas. En esta ocasión, pues es sabido que en el sur de Francia la tauromaquia goza de excelente salud, el referente será la avanzada Inglaterra.
Al margen de las razones histórico-políticas esgrimidas por Mosterín, el empleo de la palabra «inocente», contrapuesta a «culpable», es el resultado de una proyección de un atributo humano sobre los animales, maniobra que operaría en el sentido de la extensión de la ética a dicho mundo animal, estrategia seguida por numerosos movimientos ecologistas o «verdes». La confusión aludida más arriba, sigue alimentándose.
En cuanto al carácter «salvaje» que Mosterín percibe en las corridas de toros, los argumentos de Wolff y Tresguerres son convergentes y se enfrentan, al alimón, con los de aquél, pues si bien Wolff no lo hace de manera nítida, el filósofo asturiano dará con una clave que desconecta las suertes taurinas con las propias de la mera tortura atroz. Esta clave no es otra que el aludido carácter institucionalizado de las operaciones, ceremonias, llevadas a cabo por los matadores. Como bien sabe cualquiera que haya asistido a una corrida de toros, el torero dista mucho de ser un torturador, pues todas sus acciones están pautadas, y los errores son reprobados con gran dureza por el público asistente. De este modo, una estocada desprendida o un bajonazo, recibirán una sonora pitada, algo impensable si el público, formado acaso por un colectivo de sádicos, asistiera a los cosos a presenciar una tortura. La miopía filosófica de Mosterín, le impide percibir, entre otras cuestiones, estas importantes diferencias que separan al matarife del matador, razón por la cual es incapaz de percibir la esencia del toreo. Algo que no le ocurre a Tresguerres, quien establece claras diferencias entre la muerte del toro en la plaza y la del ganado vacuno en los mataderos y las salas de despiece a las que el toro de lidia accede una vez muerto según los particulares cánones de la Tauromaquia. En la obra del filósofo asturiano, deudora de la de Bueno, los restos de religiosidad primaria persistentes en las corridas de toros que tanto entusiasman a Wolff, son puestos de relieve gracias al sistema filosófico al que se acoge, sistema del que carece Mosterín.
Sea como fuere, los diputados catalanes, tras escuchar con escrupuloso respeto democrático a este heterogéneo conjunto escogido y formado desde una perspectiva «plural», se pronunciarán en torno a la propuesta de prohibición en un plazo de alrededor de tres meses. La decisión, tomada mediante votación, contará con las garantías propias de la democracia procedimental. No obstante, en la toma final de decisión, a los argumentos éticos, humanos o animales, les acompañarán materiales muy diversos e incluso ajenos al debate en sentido estricto, se trata de la inexcusable nematología que acompaña a toda democracia, a la que no es en absoluto ajena, la democracia realmente existente en Cataluña.
Notas
{1} Op. Cit., pág. 62{2} En relación con dicho proyecto, recomendamos encarecidamente la lectura del artículo del filósofo vizcaíno, titulado «El Proyecto Gran Simio desde el Materialismo Filosófico» (El Catoblepas, nº 64, junio 2007, pág 1, http://www.nodulo.org/ec/2007/n064p01.htm){3} Wolff, no obstante, se refiere en su libro a estudios según los cuales, el toro sufriría muy poco durante la corrida, debido a sus particulares condiciones hormonales, citando un estudio llevado a cabo por el profesor Juan Carlos Illera (págs. 77-78). Durante su intervención parlamentaria, Illera ha mostrado un estudio realizado sobre 980 toros y 620 novillos lidiados en la plaza de Las Ventas de Madrid, la de Córdoba, la de Lyon y la de Navarra, según el cual los toros sufren mucho más estrés durante el proceso de transporte que en la lidia.{4} Los autores del monumental Compendio, del cual el carmelita Marcos de Santa Teresa realizaría a principios del siglo XIX un resumen al que remitimos al curioso lector (http://www.filosofia.org/mor/cms/cms.htm), al analizar la Fiesta Nacional, tratan con gran detalle diversas cuestiones que no nos resistimos a reproducir. Las respuestas, sin duda, habrían de escocer a la antitaurina e hispanófoba diputada catalana en el improbable caso de que ésta llegara a leerlas, dado, además, el acusado carácter anticlerical que impregna a la mal llamada izquierda catalana:
«P. ¿Las corridas de Toros como se usan en España son prohibidas por derecho natural? R. Que no lo son; porque según en nuestra España se acostumbran, rara vez acontece morir alguno, por las precauciones que se toman para evitar este daño, y si alguna vez sucede es per accidens. No obstante el que careciendo de la destreza española y sin la agilidad, e instrucción de los que se ejercitan en este arte, se arrojare con demasiada audacia a torear, pecará gravemente, por el peligro de muerte a que se expone.P. ¿Están prohibidas las corridas de Toros por derecho eclesiástico? R. Que aunque Pío V prohibió las corridas de Toros con penas gravísimas, las permitieron después para los seglares Gregorio XIII, y Clemente VIII, quitando las penas impuestas por aquel Sumo Pontífice, pero mandando fuesen con estas dos condiciones; es a saber, que no se tuviesen en día festivo, y que se [432] tomasen por aquellos a quienes incumbe, todas las precauciones necesarias, para que no sucediese alguna muerte. Por lo que con estas dos condiciones son en España lícitas para los seglares las corridas de Toros. A los Clérigos, aunque se les prohiba el torear, no se les prohibe la asistencia a las corridas. Con todo les amonesta su Santidad se abstengan de tales espectáculos, teniendo presente su dignidad y oficio para no ejecutar cosa indigna de aquella, y de éste.P. ¿Pecan gravemente los regulares que asisten a la corrida de Toros? R. Que sí; porque obran en materia grave contra el precepto impuesto por Pío V. Los Caballeros de los Ordenes Militares no son comprehendidos en este precepto por no ser verdaderos religiosos, y así quedan excluidos por Clemente VIII. La excomunión impuesta contra los regulares que asisten a dichas corridas, según la opinión más probable, sólo es ferenda.P. ¿Está prohibida a los regulares la asistencia a las corridas de novillos? R. Que no; porque sólo se les prohibe la asistencia a las de Toros, y por este nombre no se entienden los novillos; y también porque en la corrida de éstos el peligro de muerte es muy remoto. Mas no pecarán los regulares si vieren torear desde las ventanas de sus casas; o de otra parte pasando por ella casualmente; pues esto no es asistir a la corrida. Pecarán, por el contrario, si asisten desde alguna ventana del circo aunque sea entre celosías, y no haya peligro de muerte; porque siendo la prohibición absoluta, debe absolutamente observarse.P. ¿Son lícitas fuera de España las corridas de Toros? R. Que no; lo uno porque la moderación hecha por Gregorio XIII, y Clemente VIII, sólo habla con los seculares y clérigos existentes en España. Lo otro, porque los de otras naciones, o ya sea por no tener la agilidad de los Españoles, o por no ser tan diestros en este ejercicio están expuestos al peligro a que no están estos. Como quiera que sea, la prohibición de Pío V debe regir fuera de España.
{5} El País, jueves 11 de marzo de 2010, página 27

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