viernes, 24 de agosto de 2012


Artículo correspondiente el número de Julio de 2012 de Junio7, págs. 26 y 27.

Del útero como ámbito político
En más de una ocasión, dentro de este periodístico espacio que nos ofrece Junio7, hemos subrayado la influencia que la política española tiene en la mexicana. No es extraño, por lo tanto, que en México, donde también las diferencias políticas entre izquierda y derecha tienden a diluirse, las formaciones políticas traten de hallar sus diferencias, esas que les permiten ofrecer su mercancía diferenciada en el mercado electoral, en terrenos periféricos, en concreto en todo aquello que tenga que ver con cuestiones sociales y/o éticas.
Ello explica la incursión de los dirigentes elegidos urnas mediante, en terrenos antes no hollados por ellos, como pueda ser la regulación del matrimonio, institución antropológica cuya ceremonia era perfectamente asumida por la Iglesia católica que, de este modo, contribuía a la necesaria regulación y ordenación de la propagación de unos individuos integrados en estructuras estatales.
Y si durante siglos el matrimonio era la institución que servía para formalizar el ayuntamiento, doméstico y carnal –domicilio y prole eran el resultado de la ceremonia nupcial-, entre un hombre y una mujer, el desdibujamiento de tal matrimonio, por la vía de ampliar su radio a parejas del mismo sexo, se ha situado en el centro del debate que continuamente mantienen quienes hacen descansar sus posaderas en los curules parlamentarios. De este modo, hoy existe lo que se da en llamar «matrimonio homosexual», nueva variedad nupcial emanada o, cuando menos, amparada por la autodenominada izquierda, una izquierda a la que los calificativos de jacobina, liberal, comunista, anarquista o socialista, empiezan a resultarle molestos. En esta situación, los atributos de la «izquierda», a ambos lados del Océano, se darán por sabidos pese a la imprecisión envolvente.
Parece evidente, pues, que el debate político se ha deslizado en gran medida al ámbito de la ética, como demuestra la regulación del aborto llevada a cabo en ambos países y, más en particular la aprobación de la Ley de Maternidad Subrogada del Distrito Federal, por la cual una pareja puede alquilar el útero de una mujer para tener descendencia.
La medida, que desde algunas filas del progresismo se entenderá como un paso adelante, ofrece interesantes perspectivas de análisis que van más allá de ese pretendido avance que conduciría a no se sabe qué final. En efecto, tras esta ley se ocultan interesantes datos que deben mover a reflexión. La nueva posibilidad abierta legalmente, pretende aumentar o mantener el crecimiento demográfico de México, la propagación de su población, medida que empieza a ser necesaria si tenemos en cuenta que el país norteamericano tiene un índice de natalidad algo inferior a la tasa de reposición de la misma, establecida en 2.1 hijos por mujer. Las mexicanas entre 15 y 49 años han pasado de tener una media de 5.7 hijos en 1976 a quedarse en 2 en la actualidad. Una cifra que, en todo caso, es envidiable desde España, nación cuyas mujeres exhiben una exigua media de fecundidad que no llega a 1.4 hijos por fémina, alarmantes dígitos cuyos resultados se pagarán muy caros cuando el envejecimiento de la población española empiece a mostrar los muchos problemas que acarrea una nación de viejos.
La nueva Ley, pese a estos aspectos eminentemente positivos, oculta también importantes contradicciones, aquellas que se derivan de su concatenación con otras disposiciones legales, en particular, la aludida ley del aborto. Sabido es que desde el año 2007, el aborto está despenalizado hasta las 12 semanas en México D.F., ciudad que en muchos aspectos, y también en este, se tiene por punta de lanza del progresismo mexicano. La medida, los plazos en particular, fueron duramente condenados por la Iglesia católica, quien llegó a caracterizar a la capital como «ciudad homicida», etiqueta que se puede suscribir desde posturas ateas y materialistas, por entender que a las 12 semanas, lo que hay en el vientre de la mujer, no es precisamente lo que afirmó la tristemente célebre Ministra de Igualdad de España, la socialdemócrata Bibiana Aído, quien no tuvo rubor en declarar, contra toda evidencia médica, que lo que se destruía con el aborto –llamado eufemísticamente «interrupción voluntaria del embarazo»- «no era un ser humano sino un ser vivo»…
Es, pues, la trabazón entre la Ley de Maternidad Subrogada del Distrito Federal con la Ley del Aborto, por no hablar de la nueva complejidad que abre la posibilidad de adopción de hijos por parte de los ya oficiales «matrimonios homosexuales», el escenario ideal de una fuerte controversia que se aviva al tener en cuenta que el movimiento del embarazo por parte de la madre contratada, supondría una ruptura de contrato que haría las delicias de los más rigoristas leguleyos.
Finalicemos. Parece evidente que es en estas cuestiones donde en gran medida se decide la coloración de unos gobiernos cuyas diferencias en materia económica son casi irrelevantes. Por otro lado, la aprobación de tan controvertidas leyes, encuentra una acrítica justificación al calor del fundamentalismo democrático, único hábitat que conocen muchos políticos cuya vida ha transcurrido encapsulada en un mundo circularista y a menudo desconectado de la realidad más prosaica.
México, en efecto, se mira en el espejo español, pero, por lo que a estos temas se refiere, es muy probable que la imagen reflejada le muestre un rostro tan desfigurado y traslúcido que termine siendo irreconocible.
Iván Vélez

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