lunes, 24 de junio de 2019

Iberofonía y paniberismo

Libertad Digital 23 de mayo de 2019
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Iberofonía y paniberismo

El español y el portugués constituyen, pues, un caso de interinteligibilidad recíproca singular y único. Se trata del único ejemplo de dos grandes lenguas –grandes en términos cuantitativos- habladas ambas por más de cien millones de personas, que son, al mismo tiempo y en líneas generales, recíprocamente comprensibles; aunque esta intercomprensibilidad no sea perfectamente simétrica por razones esencialmente fonológicas, que hacen del español una lengua más fácilmente comprensible para el hablante lusófono que el portugués para el hispanoparlante. Esta característica, sumada al peso cuantitativo del español en el mundo, sitúa a este idioma, de facto, como principal lengua vehicular de la Iberofonía. En todo caso, la realidad de la intercomprensión iberófona convierte, en términos generales geolingüísticos, al espacio idiomático compartido por el español y el portugués, al espacio iberohablante, en un solo espacio lingüístico: el espacio multinacional de países de lenguas ibéricas cuya existencia constituye una hipótesis principal de este trabajo.

            Sobre la realidad expuesta en esta larga cita se desarrolla el voluminoso -más de 700 páginas-  Iberofonía y paniberismo. Definición y articulación del Mundo Ibérico (Última Línea, Madrid 2018), cuyo autor es Frigdiano Álvaro Durántez Prados. El libro ahonda en el análisis de las profundas relaciones que, sobre todo por la vía lingüística, unen a una treintena de naciones y a 800 millones de personas, de las cuales, 570 hablan español y 230 portugués. Unos vínculos que responden a un complejo sustrato: el imperial, pues las naciones que, con distinta tonalidad, aparecen coloreadas en los mapas, necesariamente globales, que ilustran el libro, han pertenecido, de distinto modo, a unas estructuras sin las cuales la actualidad geopolítica no es comprensible. Esta evidencia explica los numerosos intentos que se han ensayado para, una vez transformados los imperios hispano y portugués en un conjunto de sociedades políticas, en mayor o menor medida soberanas, reconfigurar las relaciones en función de parámetros políticos, lingüísticos e incluso religiosos.
            Frente a plataformas alternativas, desde la Península Ibérica se han ensayado diferentes reconfiguraciones cuyo precedente histórico fue la incorporación de Portugal y sus posesiones ultramarinas a la Monarquía Hispánica, periodo cuyo recuerdo dejó una larga estela de recelos en el país vecino. Tres siglos después de que el Duque de Alba garantizara para Felipe II el reino portugués, en 1885 se constituyó la Unión Iberoamericana, entidad creada en España, impulsada por gentes como Cánovas del Castillo, Segismundo Moret o Jesús Pando, que venía a dar continuidad a aquellos movimientos hispanoamericanistas que reaccionaron ante la América anglosajona y, en ocasiones, filibustera. Pronto, la Unión Iberoamericana se abrió a la participación de Portugal y Brasil, posibilidad que se hizo visible en 1892 con la celebración del Congreso Pedagógico Hispano-Portugués. Paralelamente a estos fastos, las obras de Rafael Altamira, pero también la de algunas plumas hispanoamericanas como la del peruano Edwin Elmore Letts, trataron de sumar esfuerzos en este frente unionista. A Letts se le debe la organización, en 1923, del Congreso Iberoamericano de Intelectuales, en el cual se habló explícitamente de «paniberismo». En relación al hispanoamericanismo, distingue Durántez entre uno progresista, el marcado por el regeneracionismo español de Altamira, González Posada y Blasco Ibáñez, y el llamado panhispanismo, representado por Menéndez Pelayo, Vázquez de Mella, Romanones o Canalejas y caracterizado por su fuerte impregnación católica. En cualquiera de sus dos manifestaciones, estos movimientos fueron vistos por Portugal como una suerte de expansionismo español.
            Si estas fueron las principales iniciativas impulsadas desde el lado español o hispano, desde el luso podemos citar el proyecto del brasileño Sílvio Romero, que ideó una Federación Luso-Brasileña en 1902 como reacción a la masiva llegada de inmigrantes no portugueses. La alianza tuvo continuidad desde el lado portugués en la propuesta de António Maria Bettencourt-Rodrigues, que en 1917 defendió una Confederación luso-brasileña como respuesta al auge del mundo anglosajón. De este modo también se pretendía contrapesar el mentado expansionismo español. Para continuar por esta línea, hemos de citar al portugués Agostinho da Silva, que se propuso nada menos que la «regeneración espiritual del universo», gracias a un proyecto panibérico capaz de oponerse a los bloques soviético y norteamericano. En plena Guerra Fría, hablamos de 1957, Da Silva trataba de neutralizar el recuerdo de la autoritaria Castilla y se proponía sumar a catalanes, vascos y «a mourisca gente do sul» dentro de una iniciativa que haría las delicias de los federalistas españoles de antaño y de hogaño, dispuestos a sumar a sus regiones, convertidas en naciones, a una Federación ibérica que no dejaría espacio a la palabra tabú: España.
            Los bloques hispano y luso, no obstante, fueron cuajando alrededor de un par de organizaciones: la Comunidad Iberoamericana de Naciones y la Comunidad de Países de Lengua Portuguesa cuyo acercamiento ha sido gradual. Ante esta posibilidad de convergencia, no son pocas las potencias que han tratado de introducirse dentro de tales comunidades, bien para desvirtuarlas bien para redirigirlas en función de intereses concretos. El surgimiento de la idea de latinidad surgió para erosionar el bloque hispano pero también el portugués, pues ampliaba los criterios de pertenencia a un colectivo más amplio en el que se introdujo destacadamente Francia. En su obra, Durántez da cuenta de cómo en 1954 se firmó el Tratado de Madrid en el que se fundó la Unión Latina, basada en argumentos como los que siguen:

            Los Estados signatarios del presente Convenio, conscientes de la misión que a los pueblos latinos incumbe en la evolución de las ideas, el perfeccionamiento moral y el progreso material del mundo, fieles a los valores espirituales en que se funda su civilización humanística y cristiana; unidos por su común designio y vinculados a los mismos principios de paz y justicia social, respecto a la dignidad y a la libertad de la persona humana…

            Objetivos más mundanos son los que se emboscan detrás de la figura del observador, institución alojada dentro de organizaciones que tratan de fortalecer los lazos hispanolusos en toda su extensión. Desde finales de los noventa, en los que dicha cooperación comenzó a canalizarse de forma creciente, una serie de naciones como Bélgica, Países Bajos o Francia, todas ellas con un más que cuestionable pasado colonial, han adquirido tal condición, constituyéndose en unas más que evidentes cuñas capaces de hacer saltar por los aires la cohesión que tanto Durántez como quien esta reseña firma, desearía.

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