miércoles, 26 de febrero de 2020

Civilizar o exterminar a los bárbaros

Libertad Digital, 12 de diciembre de 2019:
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Civilizar o exterminar a los bárbaros

Con este título de resabios clásicos, Santiago Muñoz Machado, director de la Real Academia Española, acaba de publicar un libro que aborda los complejos debates que se abrieron ante la aparición de esos hombres dejados de la mano de Dios con los que toparon cristianos adscritos a diferentes iglesias europeas. Por ser más precisos, la referencia al mundo antiguo con la que iniciamos este comentario nos conduce directamente a Aristóteles, cuya Política fue una de las obras de referencia para todos aquellos que participaron en un trascendental debate.
La grieta cismática que se abrió en el tiempo coincidente con el avance europeo divide en dos partes diferenciadas, aunque no inconexas, Civilizar o exterminar a los bárbaros (Ed. Crítica, Barcelona 2019). La primera de ellas está referida a la controversia que se vivió en los ambientes escolásticos españoles, protagonizados principalmente por Francisco de Vitoria, Bartolomé de Las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda. Una controversia que tenía como fundo la donación papal de Alejandro VI, considerada ilegítima por Las Casas en lo relativo a su dimensión política, que no en lo relativo a la espiritual. Para Las Casas, el documento alejandrino abría las puertas de América a los frailes, pero se las cerraba a los soldados. «Por el Imperio hacia Dios», tal fue el modo único concebido por el llamado Apóstol de Las Indias. También Vitoria puso en duda la donación papal hecha a los Reyes Católicos en lo tocante a la ocupación de las nuevas tierras y en la posibilidad de hacer la guerra y someter a sus habitantes. A estas reflexiones dedicó el dominico sus Relectio prior de indis recenter investis, a finales de 1538 y Relectio posterior de indis sive de iure belli hispanorum in barbaros, pronunciada los días 18 y 19 de junio de 1539.
Como es sabido, según el profesor de Salamanca existía una serie de títulos legítimos para la actuación de los españoles en el Nuevo Mundo. A ellos ha de sumarse la idea de que los indios, no exentos totalmente de juicio, eran incapaces de constituir una república legítima. Avalaba esa idea el hecho de no contar con letras. Cita Montero lo que aconsejaba Vitoria a los reyes para paliar aquella ausencia civilizatoria. Estos, por el bien de los naturales, debían: «tomar a su cargo la administración y nombrar prefectos y gobernadores para sus ciudades; incluso darles nuevos gobernantes, si constara que ello es conveniente para ellos».
En 1542, año en el que se promulgaron las Leyes Nuevas, que limitaban severamente las encomiendas, Las Casas terminó la redacción de su Brevísima. Sin tener la solidez doctrinal de Vitoria, la obra era conmovedora por la brutalidad de las escenas recreadas. Aunque dichas leyes fueron revocadas cuatro años más tarde, el testimonio del bullicioso Las Casas, se dejó oír en la Controversia de Valladolid, en las que sus tesis se confrontaron con las del doctísimo Sepúlveda, recogidas en su Democrates alter, más próximas, sostiene con acierto Muñoz Machado, a las posiciones de Maquiavelo que a las de Erasmo. Frente al irenismo del de Róterdam, Sepúlveda afirmaba que milicia y religión cristiana eran plenamente compatibles. El cronista, que tuvo contacto con Hernán Cortés, acaso impulsor de una obra obstaculizada por Las Casas y sus correligionarios, consideraba que el pensamiento aristotélico, vinculado a la idea de la ley natural, era compatible con las Sagradas Escrituras. La consecuencia extraída por quien publicó en 1548 la traducción de la Política, era la obligación que tenían los soberanos de erradicar los hábitos salvajes de aquellos hombres.
En defensa de las posturas sucintamente comentadas, Las Casas y Sepúlveda fueron los principales protagonistas en la Controversia de Valladolid, que tuvo lugar entre el 15 de agosto y el 30 de septiembre de 1550. En ella se discutió respecto a «qué forma puede haber cómo quedasen aquella gentes sujetas a la Majestad de nuestro Emperador sin lesión de su real conciencia, conforme a la bula de Alejandro». La victoria, sobre el terreno de la política real, cayó del lado sepulvedano.
La segunda parte de Civilizar o exterminar a los bárbaros reconstruye los fundamentos en los cuales se apoyó el despliegue inglés en Norteamérica. Un despliegue que tuvo muy en cuenta lo discutido en España, pero que actuó de manera muy diferente. Como señala Muñoz Machado, la Corona británica nunca elaboró una política evangelizadora. A esta falta de interés, pues su prioridad fue siempre económica, se unía la circunstancia de que carecía de un clero compacto y disciplinado, amén de la ausencia de órdenes religiosas desde que Enrique VIII las disolviera para apropiarse de sus bienes, desamortización mediante. A diferencia de la española, la Corona británica no impulsó el mestizaje. La segregación y la exclusión de los indígenas se impusieron de un modo similar a la desarrollada, durante siglos, en Irlanda.
La presencia y posesión de aquellas tierras requería, no obstante, de una serie de títulos, a cuya confección consagraron sus trabajos, referenciados en ocasiones, en los españoles, algunas distinguidas plumas. Ese fue el caso de George Peckham, lector de Vitoria, que se cuidó de citarlo en sus escritos. Como disculpa a su ocultamiento, operó su militancia católica. Paralelamente a los intentos de justificación de su presencia en Norteamérica, los británicos criticaron duramente la acción hispana en aquel continente. En 1578 el abogado Richard Hakluyt elaboró sus Notas sobre la colonización, tan caras para sir Walter Raleigh, en las cuales afirmaba que los españoles únicamente habían buscado el enriquecimiento, sin escrúpulo alguno para obtenerlo. Toda aquella arquitectura legal condujo a la elaboración de la «doctrina del descubrimiento», con las que los británicos, que tanto se habían opuesto a la bula papal, trataban de bloquear el acceso de otras naciones europeas al continente. Para ello hubieron de recurrir a la figura de Juan Caboto, convertido en una suerte de segundo Colón
Buscando la diferencia con el español, el modo británico se revistió de tolerantes ropajes. En contraste con el intervencionismo español, el colono no pretendía alterar las costumbres y creencias de los indios. Oportunamente, en 1583 se publicó una traducción al inglés de la Brevísima, rebautizada como Spanish Cruelties. Para completar todo aquello, John Locke armó la teoría más práctica para continuar con la penetración en las nuevas tierras: los indios no eran propietarios de ellas, pues las propiedades sólo se adquieren mediante la aportación de trabajo, y los nativos se limitaban a cazar y recolectar sin dejar rastro alguno sobre el suelo. Ello convertía, además, a los españoles en usurpadores de imperios. A pesar de que la teoría ofrecía aspectos muy aprovechables, pronto aparecieron efectos indeseados: los que iban aparejados a los acuerdos privados. Las compras de particulares y compañías escapaban al control de la Corona, iniciando un proceso que hemos de emparentar con el proceso independentista de las trece colonias, que en modo alguno frenaron, tal y como el Hollywood previo al movimiento contracultural se encargó de dejar plasmado, el exterminio de los naturales.

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