domingo, 3 de febrero de 2008

El manso asedio

El manso asedio
[Publicado en la revista Salamandra Nº 10 págs 83 y 84. Junio 1999]

La entrada a la gran ciudad ha perdido sus puertas, o quizá éstas se han desvanecido. El viejo sueño de Ledoux[1] de dotar a París de puestas monumentales donde emplazar los portazgos acabó. Como testimonio de aquel proyecto sobreviven las bien denotadas Barrière de la Place Denfert-Rochereau y la Barrière du Trône. Grandiosas construcciones que explicitaban un poder casi ilimitado.
Hoy, el acceso a la metrópoli se hace por medio de grandes autovías que, con rapidez, nos conducen al mismo centro de la ciudad, o nos permiten sortearla deslizándonos por uno de sus cinturones de circunvalación. La posibilidad de elegir un recorrido distinto es reducida. Sin embargo, esta rectilínea autovía se ha ido rodeando de grandes volúmenes: centros comerciales, grandes parques temáticos, áreas de diversión en todo caso productiva.
Flanqueando la autopista indiferente al paisaje, se han ido apostando estas nuevas puertas de una ciudad de difícil delimitación. Volumétricamente, han sustituido a la industria de la misma forma que ésta anuló la preponderancia de la catedral sobre el caserío. Sin embargo han heredado de las catedrales la asistencia masiva y familiar los fines de semana, y del mismo modo que antes había unas fiestas o ciclos marcados por ella, hoy, los grandes almacenes establecen todo un sistema de fechas en las cuales hay que consumir casi con sentido eucarístico. Continuando con la analogía, la disposición de los productos a nivel visual para una mayor incitación al consumo, recuerda la isocefalia de la escultura gótica; mantener nuestras cabezas a la misma altura favorece el reparto de la anestesia publicitaria. La sutiles portadas de la ciudad tienen hoy arquivoltas parpadeantes, dovelas de neón. El halo religioso se ha sustituido, como expondremos más adelante, por el cultural, con parecidos e hipnóticos resultados.
Sin embargo, a pesar de las transformaciones o acaso gracias a ellas, las clases más poderosas económicamente están en la actualidad más presentes que nunca. Las ciudades han visto cómo, tras el derrumbe de sus murallas, se instalaban los bulevares que, bajo la apariencia de un espacio más agradable, ocultaban su verdadera función represora. Haussmann introduce oxígeno en las calles, pero también abre el paso a especuladores y burgueses. La paulatina cuadricualización del espacio posibilitó su mercantilización, inició lo que se llamó zonificación, ejercicio de disección urbana y social que encontró su legitimación en las teorías funcionalistas. Ya en nuestro siglo, el gran éxodo rural da pie a la aparición de la ciudad-dormitorio, auténtica no ciudad que afirma el almacenaje y niega la ciudadanía. Grandes núcleos unidos a polígonos industriales, bloques de pisos en mitad de un descampado que recuerdan los cuadros de Giorgio de Chirino. Un paisaje ahora abandonado en su mayoría, el de las fábricas, cuyo mayor valor es, como nos recuerda José Manuel Rojo[2], el sentimiento poético perturbador o la utilización como escenarios para nuevas revueltas contra un adversario cada vez menos visible.
Pero no es solamente con productos físicos con lo que hoy se comercia, un producto mucho más abstracto está adquiriendo protagonismo, el ocio. Después de la instalación de los centros comerciales, han proliferado parques temáticos, centros de consumo de ocio de similares características a los anteriores. La oferta es inmensa, desde las más clásicas atracciones de feria, los productos Disney (por supuesto con su alta dosis moralizante y conservadora), a la representación y recreación de cultura antiguas o exóticas. La invasión ha llegado incluso a los cuentos populares. Los personajes de la infancia han sido vaciados en un molde simplista que los mutila, que los objetualiza y reduce para arrebatarles sus componentes rebeldes o fantásticos estandarizándolos para una mejor venta. Fabulación sí, pero controlada, parece ser la consigna. El proceso ha desterrado a los personajes de los hogares y , lo que es aún más grave, los ha despojado de todos aquellos matices aportados por la personalidad del que los describía, de la cambiante emoción de la oralidad. Un creciente maniqueísmo ha roto todo atisbo de ambigüedad, de fantasía incontrolada, dando paso a una avalancha de colores planos, unívocos productos que nos rodean y nos alejan.
La recreación de ambientes de sociedades primitivas, con escenificaciones de sus ceremonias, nos ofrece un mosaico de posibilidades en el que todas las culturas aparecen en convivencia armónica, ingenua y utópica realidad que acentúa el carácter mercantilista de estos complejos, o nos pone en la piel de aquellos habitantes de Un mundo feliz que, pertenecientes a una sociedad universal, se asoman a la reserva mejicana para contemplar a los salvajes. Sociedades que se caracterizan precisamente, en la mayoría de los casos, por sus mutuos enfrentamientos de forma similar a como se definen las clases sociales, opuestas entre sí por sus diferentes intereses. Todo un escaparate donde se muestra de forma aséptica un conjunto de pueblos, bajo los auspicios de un relativismo cultural que, para hacer más amplio el abanico de atracciones, rescata todos los posibles. Se cierra así un círculo de capitalización de la cultura, o mejor dicho, de las dos corrientes que alberga este concepto según las expone Gustavo Bueno[3]: cultura objetiva y cultura subjetiva. La cultura subjetiva se identifica con el aprendizaje, con la educación. Nos encontramos por tanto con un gran conjunto de culturas que bajo un prisma antropologista se reducirá a todas aquellas con connotaciones salvajes, bárbaras o naturales. Son éstas las que se integran en los llamados parques temáticos separadas y mostradas en estantes independientes, obviando con ello las relaciones a menudo violentas o abiertamente opuestas que las distinguen y a la vez constituyen. Todo ello en nombre de una supuesta e irreal sociedad universal.
A esta cultura subjetiva se contrapone la objetiva, constituida en principio por las artes clásicas y que se amplía constantemente hasta formar un todo heterogéneo que se identifica con las llamadas páginas culturales de los periódicos y medios de comunicación. Se incorporan de forma arbitraria (amparados en la propia indefinición del término cultura) nuevos elementos: cómics, grafitis, fanzines... que bajo la etiqueta de culturales, pierden sus significados populares para acceder a una distinción elitista. Gustavo Bueno establece una analogía con el reino de la Gracia, un don que antes otorgaba Dios y era administrado por la Iglesia, organización que, como las grandes empresas actuales, tenía un carácter transnacional; don al que ahora accedemos a través de “lo cultural” para “elevarnos”. El contacto con la cultura nos otorga un halo, un aura que nos aleja de lo mundano.
La instrumentalización de la cultura objetiva con fines político-económicos[4], así como los elementos que la integran (p. ej. obras de arte, incluidas aquellas consideradas revolucionarias), no es nueva, por otra parte, los nacionalismos emergentes se apoyan constantemente en la identidad cultural centrando la atención en símbolos distintivos artísticos o no. Sin embargo, en la actualidad, esto se ha hecho extensivo a la cultura subjetiva, a las culturas en su sentido etnológico ya sean locales o bien, acogiéndose a un interesado pluralismo, lejanas ubicándose en centros de ocio. Una mezcla de extrañeza, de asombro y de anhelos aventureros, empujan a participar de una diversión, de un espectáculo que en todo momento es lucrativo tras una apariencia didáctica. Se reproduce aquí lo expuesto sobre los centros comerciales, a los que se asemejan en emplazamiento y objetivos: la venta de un producto, el consumo de un tiempo que a pesar de estar fuera de los horarios de trabajo, no deja de ser rentable. No obstante, existen puntos de contacto entre ambas versiones del término cultura, los componentes étnicos o antropológicos, incluso aquellos que pueden considerarse repulsivos, se incorporan, vía arte, al mundo cultural mercantil. Un ejemplo calor es el lema de la 24ª Bienal de Sao Paulo: Sólo la antropofagia nos une[5]bajo este epígrafe se exponen obras en cuyos fragmentarios procesos de construcción, se pretenden reivindicar influencias múltiples (y entre ellas destacadamente la indígena) de la cultura brasileña. La reivindicación-utilización de los aspectos ancestrales por medio del arte, plantea la paradoja de la sacralización de manifestaciones de pueblos contra los que se luchó y casi exterminó en un principio y por otra parte, los incorpora a circuitos comerciales muy potentes sin que revierta de ningún modo a los colectivos de los que parten estos componente culturales, discutibles por otro lado. Existe una aceptación de los componentes indígenas integrados en la cultura “mestiza” actual, sin embargo, sus portadores son relegados a la condición de objetos de estudio. El proteccionismo que se ejerce sobre estas comunidades, parece tener como propósito el mantenimiento de un referente de donde extraer imágenes o ambientes utilizables en recintos recreativos, documentales, publicaciones... o un excelente campo aprovechable por políticos e ideólogos que lo utilizarán para mostrar hasta qué punto sus propuestas son pluralistas, respetuosas, etc. Se van conformando, de este modo, culturas nacionales apoyadas en contenidos étnicos que pretende otorgarle mayor legitimidad apelando a la antigüedad, como si dicha antigüedad garantizara la respetabilidad de dichos contenidos. El resultado nos presenta unas estructuras políticas y económicas características de la sociedad de consumo que incorporan autóctonas como un producto más o como un aspecto meramente testimonial.
Las posibilidades de escapar de estas situaciones, de participar en estos mecanismos de producción activa y pasiva, comienzan por la defensa, por la vivencia de la ciudad. La rehabilitación de los centros históricos no ha hacho más que embalsamar un cadáver que sólo interesa como imagen para empresas o grupos económicos que buscan el prestigio de un espacio privilegiado precisamente por la actividad durante siglos de sus ciudadanos. Lugares donde se construyeron las instituciones públicas o que sirvieron como escenarios para la revolución, han sido vaciados primero de habitantes, para después vaciarse de contenidos, de rastros y símbolos hasta ser el decorado, a menudo cursi, que hoy es. La realidad impone la recuperación de formas colectivas de participación social, de protesta, y representación, así como de conceptos como los de “clase social” que no pueden ser relegados a la condición de términos pertenecientes a teorías políticas trasnochadas, pues la realidad los actualiza constantemente dándoles plena vigencia. Es precisa una ruptura con la pertenencia a tipos culturales (en torno a conceptos raciales, lingüísticos, folclóricos, ...) que rompen la continuidad de las clases obreras, favoreciendo la actuación de los grupos económicos interesados en hacer de estos aspectos una nueva área de especulación. La incorporación del ocio, o quizá su creación como producto, así como de espacios para su explotación por parte de la sociedad de consumo, con ejemplos como los analizados no hace sino mostrar hasta qué punto el poder se transforma para acaparar todos los ámbitos vitales. Es necesaria una relectura, una actualización de aquellas teorías en que se apoyaron las revoluciones que todos conocemos y que los medios ha ido silenciando poco a poco. Ocupar las calles, recuperarlas para la acción como escenarios donde afirmar nuestra tensión.

Iván Vélez

[1] De Ledoux a Le Corbusier. (Emil Kaufmann. Ed. Gustavo Gili. Barcelona, 1982)
[2] Ver J. M. Rojo: Ruido de cadenas. El sentimiento gótico de la arquitectura industrial, en el presente número de Salamandra
[3] El mito de la cultura. (Gustavo Bueno. Ed. Prensa Ibérica. Barcelona, 1996)
[4] “Cuando a partir del siglo XIX la ecuación entre la Nación y el Estado se lleve adelante a través de la idea de Estado de Cultura (nacional), la tendencia general será la de interpretar el verdadero arte, la verdadera literatura, la verdadera música, & c. como expresión de la “cultura de un pueblo”, de la “cultura de una nación”, en su sentido canónico. (G. Bueno. Op. cit. pág. 135)
[5] El País, sábado 3 de octubre de 1998. Pág. 35

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