domingo, 3 de febrero de 2008

Fiebre







Amo(r) de llaves

De Molina de Aragón venían las abarcas y demás calzado, abarcas usadas hasta su desgaste a causa del roce con el suelo, pues las lañas que constituían su estructura metálica, se sustituían. Y para eso estaban los lañadores, para cambiar esas grapas. Seguían así estos lañadores la senda de las abarcas, las huellas dejadas por ellas en caminos y ciénagas. Hoy todas estas actividades ha desaparecido y las abarcas, calzado mayoritario entonces, han dado paso a zapatillas deportivas que proceden, en su mayoría, de zonas de Asia donde niños explotados las manufacturan para ser publicitadas, ya en Occidente, por figuras del deporte profesional. Hay una variedad enorme, diseños múltiples que dejan atrás esa dualidad formal de la abarca: de pastor, con su punta cerrada; y de labrador, de puntera abierta para dejar salir la tierra que se colaba durante el trabajo.
Eran diferentes también las puertas. El modo de vida, ligado a la tierra, exigía la posesión de caballerías, generalmente mulas, que entraban en la casa por un amplio zaguán donde descargaban los haces a resguardo de los elementos, para acceder a una cuadra situada dentro del hogar a despecho de olores y molestias, anuladas por el calor que las bestias proporcionaban a los inquilinos. Un calor complementario al nacido en las enormes chimeneas en las que pendían las llares cuyo último eslabón en forma de gancho, servía para colgar el puchero relleno de dieta mediterránea. Las puertas eran partidas, es decir, como si de una superposición de puertas se tratase: dos hojas, una sobre la otra, que permitían tener la superior abierta, mientras la de abajo, con su gatera o arbollón para la entrada y salida de los felinos, permanecía cerrada. Grandes goznes y grandes llaves completaban la entrada, bajo un dintel que en los mejores casos tenía piedras labradas conformando un arco de medio punto o adintelado, pero que casi siempre consistía en un cargadero, a ser posible de sabina. Dos durmientes del mismo material daban cuenta del buen oficio de los constructores, sabedores de las ventajas que se derivaban de su colocación bajo los extremos del madero. Oxidados trozos de lata se usaban para reparar agujeros en las ensambladas tablas. Algunos fragmentos, conservando su publicidad, anticipan el pop art, la sopa de Warhol y el distante sueño americano.
Quedan como mudos testigos algunas aventadoras en las eras, símbolos de la tímida mecanización del campo, de intentos de unión campesina malogrados por el propio desorden de sus protagonistas, o aplastados por el poder en sus múltiples modulaciones: terratenientes, caciques varios, dictadores que nombran monarcas herederos de su dominio... Quedan las aventadoras como navíos extraviados en el tiempo con su casco roto, sus tripas metálicas y el maderamen descolorido por tanto tiempo expuesto a la intemperie y los elementos.
Llega Teodoro a la casa, el mes de julio es caluroso, pronto llegará la siega y él, a sus diecisiete años es ya imprescindible en esa economía que gira todavía, como la trilla, alrededor del grano, de la tierra. Llega julio y con él la fiesta. La Virgen del Carmen, para bailar, para ver caras nuevas, mozas nuevas de otros pueblos, esta vez sin ningún trabajo de por medio. Y llegará y se marchará de forma vertiginosa. Hace calor y el portal está fresco, con su suelo de baldosas una y otra vez agrietadas. La banca se ofrece como recurso ideal que, mediante la siesta, aproxime la fiesta. Ronda su cabeza, no obstante, lo oído de trabajos en Barcelona, Madrid, Bilbao, Valencia, ciudades donde ya se han asentado familiares, amigos, que el 15 de julio volverán para mostrar durante la procesión y el baile subsiguiente, trajes y modos nuevos. Pagarán algún reo de vinos, beberán cerveza o ginebra y hablarán de una boîte con chicas distintas a las locales. Vendrán Montesas y Bultacos, muchachas que se marcharon hace uno o dos años a servir, hoy ya con hijos y maridos; habrá ausencias, pero otros aparecerán con un coche nuevo lleno de maletas, con los bajos rozando el alquitrán y el motor caliente. En la capital, cuentan, la vida es distinta, las posibilidades ilimitadas, pero antes está la mili, luego ya veremos...
Pasan los niños entre las parejas que bailan. Explosión de petardos en la tarde-noche de orquesta que repasa las canciones que parece que siempre existieron, en las que los recuerdos se cruzan al igual que las miradas. Hay una ligera polvareda en la plaza, regada horas antes, por la que pasó la procesión con estandartes y palios, imágenes barrocas y una bandera bicolor con ave rapaz incluida. Rompió el silencio un himno y unos cohetes cuyas varillas caen caprichosamente sobre tejados y calles. Desfilan todos con sus mejores ropas, unos, con aire de solemnidad, otros tejiendo en sus cabezas deseos. Teodoro lleva un traje oscuro que contrasta con su blanca camisa. La llave, que habitualmente deja escondida bajo una piedra, en el bolsillo, poco dinero y cierto hormigueo en su cuerpo. Ha visto a Rosa, ya toda una mujer. En el baile intentará acercarse a ella, ya la conoce, pero hace tiempo que no la ve. Esta vez quizá pueda intentarlo. Sobre la fiesta se recorta el deseo, la fuga con ella más allá de las luces.
Disparos de escopetas de aire comprimido sobre palillos que el feriante tuerto colocó y que al partirse, ofrecen la baratija, el cigarro rubio. Plomo aplastado sobre la chapa. Alrededor de Palacios, el turronero que desde hace décadas acude puntual a las fiestas, se arremolinan niños y viejos: almendras garrapiñadas, peladillas, petardos. El olmo, varias veces centenario, protege con su gran copa a todos, incluidos aquellos que se dan a los excesos y a los que, inquisitorialmente, buscan en el baile alimento para las habladurías.
Ha llegado el momento. La orquesta ameniza la tarde que se deshace en noche con un pasodoble que exalta los valores patrios. Teodoro toma a Rosa por la cintura, ésta a Teodoro por el hombro e inician el baile. La cabeza del muchacho acusa los efectos de la bebida, mientras Rosa yergue la suya para resaltar su belleza un punto adolescente. La copa del rígido sujetador choca contra el hombro del mozo y un calambre sube y baja por su espalda. La llave, el duro y cilíndrico metal que le da forma salta dentro del bolsillo del pantalón. De vez en cuando impacta en la pierna de la chica. El baile, interminable, continúa, la llave golpea rítmicamente en el cuerpo de Rosa y en su mente suenan los consejos que su madre le ha dado, las precauciones que hacia los hombres, siempre cautivos de la lujuria, hay que tener. Duda, pero al fin se decide a interrogar a Teodoro, algo ruborizada:
-Pero, Teodoro, ¿qué te pasa?
-Que qué me pasa. Bien sabes tú lo que me pasa...

¡Bang! ¡Bang!

En el Centro Penitenciario de Jóvenes de Barcelona, las vidas se retorcían y entrecruzaban, los casos arquetípicos, encontraban ejemplos vivientes en aquellos muchachos que habían quebrado sus trayectorias demasiado temprano. Ahora yo debía hacerme cargo de Wilson Rodríguez, ingresado desde hacía un mes, después de ser detenido tras una fulgurante carrera de robos y alunizajes con la banda de los ¡Bang! ¡Bang!.
Mi experiencia en esta profesión me ha endurecido un poco. Son muchas ya las decepciones, los fracasos. Chicos con los cuales te vuelcas, con los que crees que has realizado una labor impecable y que al final vuelven a caer, a errar el paso en el tenso cable de acero por el que sus vidas discurren.
Fue un lunes a primera hora cuando lo conocí. Antes de encontrarme con él había repasado su historial: Al lado de una foto, Wilson Rodríguez Herrera, 13 años, nacido en Barranquilla, Colombia, y tras estos datos, una larga lista de delitos y adicciones.
La banda que lideraba, adquirió cierta notoriedad en los medios de comunicación. Éstos destacaron que un niño fuera el cabecilla de un grupo de delincuentes que había desvalijado varias joyerías y chalets de la zona noble de la ciudad. Se trataba de una banda que actuaba con rapidez y una violencia inusitada bajo las órdenes de Wilson.
El caso, pese a estas peculiaridades no era tan extraño, Wilson debía ser uno de esos chavales carismáticos, que van varios años por delante de su edad, aunque sólo sea para delinquir. Al parecer, el pegamento y la coca aumentaban ese carisma, consolidaban su liderazgo.
Al principio me costó trabajo acceder a él. Tras ese rostro moreno enmarcado por dos aros en sus orejas y un cordón de oro rodeando el cuello, había un muro de hermetismo que tuve que ir socavando aludiendo a cosas que para él constituían su universo. Para ello, tuve que aprenderme los modelos y características de algunas motos con las que él soñaba, los nombres de los futbolistas de su selección, y una larga serie de marcas de ropa y de zapatillas que constituían para él sus únicos referentes.
Era difícil reconstruir una vida así, extraerla de ese mundo vertiginoso en que se había introducido. Yo podría contarle lo maravillosa que podía ser una existencia ordenada según los esquemas sociales, pero a veces me daba cuenta de que esos códigos eran a menudo tan absurdos, tan faltos de sentido como los que regían su delictiva conducta. Algunas de las vidas ejemplares con que la sociedad ilustraba el triunfo, el éxito, no diferían en exceso de la del chaval que ahora se sentaba ante mí. Acumulación de objetos de lujo, de obras de arte, de coches y dinero, ¿dónde estaba la diferencia?, ¿dónde la legitimidad de los medios que conducían a ese respetable estatus? La distancia entre el triunfo y el delito era una simple y borrosa línea de tiza que alguien había trazado caprichosamente.
Poco a poco, a medida que se sucedieron mis visitas, fui rompiendo las barreras que él había interpuesto con el resto de la sociedad, logré algunos éxitos, algunos avances inesperados. Finalmente concluí mi relación con él cuando fue puesto en libertad y desde entonces no he vuelto a saber nada más. Supongo que andará por ahí, buscándose la vida o flotando en una pesadilla de pegamento. Después de él otros casos, otros retos con un final incierto. Son muchos los chicos con los que he trabajado, pero Wilson fue diferente, y empezó a serlo cuando me relató cómo transcurrió la noche de su captura, porque un pequeño detalle me cautivó. Porque me fascinó esa mezcla entre su comportamiento violento y los detalles todavía latentes que sobrevivían de su infancia.
Aquella tarde Wilson, junto con sus compañeros de correrías, la pasó jugando en unos recreativos del centro. Después fueron a una pizzería y más tarde estuvieron bebiendo e inhalando pegamento en un parque. A eso de la una, se acercaron a una aparcamiento. No les costó trabajo forzar la puerta de un todoterreno y hacerle un puente. Para ir a desvalijar una casa o hacer un alunizaje utilizaban coches robustos. Tiempo habría para robar un deportivo y darse una vuelta a toda velocidad por la autopista. Una vez conseguido el todoterreno, se dirigieron hacia Pedralbes. Hacía unos días que estaban pendientes de una mansión. Los dueños solían pasar los fines de semana fuera. Eran un matrimonio con dos hijos y tenían una chica a su servicio, pero ésta también se ausentaba los fines de semana para pasarlos en compañía de su novio. Se trataba de saltar esa valla que a modo de muralla separaba el bienestar doméstico del resto del mundo, burlar las alarmas y arrasar con todo lo de valor que encontraran, sobre todo dinero y joyas, que eran más fáciles de colocar que un cuadro o una escultura.
Hicieron una última parada en la puerta del monasterio antes de dirigirse a la casa. Allí Wilson, mientras preparaba unas rayas sobre el cuero de su cartera, explicó la táctica del asalto. Por un momento se imaginó que era Pacho Maturana, el seleccionador colombiano, arengando a sus muchachos para derrotar a Argentina, pero él también quería ser Faustino Asprilla, el eléctrico delantero que picoteaba como una avispa las defensas rivales. La coca ascendió por su nariz y golpeó su cráneo, notó cómo su corazón se aceleraba. El coche arrancó con rabia, haciendo sonar sus neumáticos sobre el asfalto. Una música industrial atronaba en la radio, entre anuncios de fiestas de discoteca. Entre el pantalón y la cintura, un revólver hibernaba en espera de despertar.
Pasaron una vez por la puerta del chalet. Efectivamente, las luces están apagadas, la calle desierta. Tan sólo vieron a lo lejos a una mujer paseando su perro. Dieron otra vuelta por una calle paralela para comprobar que la huida era fácil. Muchas de las casa estaban también vacías. En general los que allí vivían tenía ritmos de vida parecidos, por eso los viernes, muchos, al igual que los Capdevila, se ausentaban en busca de ocio, para volver el domingo por la tarde en busca de su ración de tedio y trabajo.
Aparcaron el coche en la calle lateral, se acercaron a la valla con cuidado de no ser captados por la cámara que había en la esquina y uno tras otro, con sigilo, fueron saltando.
La piscina, por ser invierno, estaba cubierta por una lona en la que se acumulaban hojas caídas de los árboles del amplio jardín. Rodearon la casa buscando el mejor sitio para entrar. Pasaron por la pista de tenis y Pablo cogió una pelota haciéndola botar mientras caminaba.
-¡Quieto!- le ordenó Wilson- ¿Quiere que nos oigan?
Pablo, sin contestar, guardó la pelota en un bolsillo de su cazadora.
Allí estaba. Encima del porche vieron una ventana con una de las hojas entreabierta. A menudo las medidas más sofisticadas de seguridad se iban a pique por un simple descuido.
Wilson y sus compañeros se encaramaron al tejadillo y entraron por la ventana. Debía tratarse del cuarto de la sirvienta, porque vieron fotos de una pandilla de amigos y ropa que no se correspondía con la de los dueños de la casa. Esa habitación ni la registraron. Salieron al pasillo y buscaron la alcoba nupcial.
Encontraron poco dinero, menos del que suponían, sin embargo, sobre la cómoda había bastantes joyas pertenecientes a la señora. Fabio abrió el armario y se probó una corbata. No le quedaba mal, pensó, a pesar del contraste que hacía con su jersey de lana. Decidió quedársela junto con unos guantes de piel que halló en una de las mesillas. El resto de la cuadrilla continuó en el cuarto mientras Wilson salió para explorar el resto de la casa.
En el salón contempló extraños cuadros que supuso serían de gran valor, pero que, y de eso estaba seguro, no entendía en absoluto. Se sentó un instante en el sofá, encendió la tele y un cigarro que fumó despacioso, con cuidado de no ensuciar la alfombra, que para eso tenía a su disposición todo un catálogo de ceniceros sobre la mesa. Cuando terminó con el cigarro, salió para acabar de recorrer la casa. Subió por las escaleras, y accedió a la buhardilla. Abrió una puerta y palpó con su mano la pared hasta encontrar el interruptor. Lo apretó, y ante sus ojos apareció una maqueta ferroviaria que ocupaba casi toda la habitación. Wilson quedó fascinado. Nunca había visto nada igual. Había entrado en muchas casas, había visto juguetes y máquinas de todo tipo, pero aquello le superaba. Ante él tenía trenes con locomotoras antiguas de carbón, y modernas con un perfil aerodinámico, estaciones con los andenes repletos de diminutos viajeros, montañas horadadas por túneles, bosques y ríos de un realismo increíble. Toda una orografía por la que serpenteaban vías sobre las que circulaban, hipnóticos, los trenes. Wilson se arrodilló y observó con detenimiento cada uno de los detalles de una locomotora.
-¡Wilson!, ¡Wilson!, ¡rápido!- gritaron sus compañeros desde la planta inferior.
-¡Wilson!, ¡baje!- repitió Fabio.
Pero Wilson apenas lo oyó, seguía apresado por la fascinación del pequeño mundo encerrado en aquella habitación.
Los gritos continuaron hasta ser interrumpidos por un disparo mientras él seguía acompañando con la vista la trayectoria de un convoy sin notar cómo una mano agarraba su brazo y lo retorcía en su espalda para esposar sus manos, sin apartar la mirada de aquel vagón que ahora desaparece de nuevo en la oscuridad de un túnel.

BOTEO

Fue por medio del boteo. El boteo, ese lenguaje surgido en las cárceles que, con un simple bote, como su nombre indica, permite la comunicación, a través de las enrrejadas ventanas de unos reclusos con otros, generalmente hembras estos últimos, si los hay y están en frente. El boteo, un morse que se escribe en el aire con movimiento rítmicos, como evocando los ademanes de tantos y tantos bailarines aspirantes a robot que poblaron las pistas de baile de los 80.
El pómulo marcado como vértice donde guarda equilibrio el vértigo, costillas prominentes, cuadernas de un barco en astilleros reconvertidos.
Un delito contra la salud pública había dado con Carlos en la prisión. La manida metáfora médica de la sociedad, hizo que un individuo que castigaba la suya, fuera acusado paradójicamente de lesionar la salud de la ciudadanía. Huelga decir que fueron las extremidades de esa sociedad, los poderosos brazos de las fuerzas del orden, de la ley, quienes condujeron a Carlos a ese chabolo donde, como le ocurriera al Pirri, malogrado actor de la película "El Pico II", le cholaron y le partieron el culo apenas llegó.
Un barrrio donde encallaron las rurales oleadas del campo, donde irrumpe el sudor en agosto como una marea alta. Bicicletas, tabernas rotuladas con brocha, rodillas dibujadas con mercromina y un descampado propio de una película del Oeste, de un Oeste que se acerca a los hombres en las revistas intercambiables de Estefanía. Un barrio arrojado con sus habitantes sobre esta llanura amarillenta repleta de espigas para disparar en verano.
La prisión, el maco, galerías que surgen de un distribuidor, dándole una forma de estrella, una morfología ordenada según cánones decimonónicos de los que escapar sólamente con un buco. La aguja, epicentro auténtico de la cárcel. Y un vis a vis al fondo del tiempo, para conocer a Alicia, desplegar el futuro sobre un somier, reja del colchón sobre el que se encuentran pasados de ojos de pupila variable, de días inflamados. Promesas de las eternas promesas.
Cruza el patio un balón de fútbol, ya se sabe, el recurso del deporte como vía de escape de la droga, tantas veces desmentido por grandes deportistas. Atraviesa el aire una melodía rumbera: "Si me das a elegir entre tú y la riqueza/ con esa grandeza que lleva consigo/ ay amor, me quedo contigo...". La valla acota demasiado, en ella rebotan los balones y las sílabas obstinadamente y el horizonte no aparece por ningún sitio.
Alicia contesta pícara, Carlos busca en su manual de seducción la expresiones más delicadas. No las encuentra.
"Si me das a elegir entre tú y mis ideas/ que yo sin ellas soy/ un hombre perdido/ ay amor, me quedo contigo...". Rasgando el sudor de la tarde.
El boteo como fuga del deseo, como medio para conectarse con Alicia, que desde su galería contesta. Acuden a la mente los infantiles teléfonos hechos con un hilo que une dos vasos de plástico. El boteo para unir vidas que pertenecen ya a informes que reflejan el fracaso del sistema y a su vez el triunfo de cualquier reinserción en la sociedad. Segundas oportunidades expresadas en diagramas de barras, en curvas de una gráfica. Curvas que pasan rozando vertiginosas como Carlos y Alicia, para quebrarse o tocarse en un choque elástico hacia el porvenir.
Iván Vélez. Junio de 2000
Fiebre

Pues no hay nada temible en el hecho de vivir para
quien ha comprendido auténticamente que no acontece
nada temible en el hecho de no vivir. Epístola de Epicuro a Meneceo

Blanco. De un blanco mate es mi atmósfera. En el metal de la cama, en los zuecos de las enfermeras. El color se posa, va y viene, aparece como un distintivo que da sentido a todas las actividades que aquí se desarrollan. Un aroma de enfermedad me envuelve. Un olor denso, casi con peso propio, anega mis pulmones, pero creo recordarlo, haberlo incorporado a mí desde tiempo remoto, quizá desde cuando mi madre me mandaba a la farmacia a comprar boticas, como ella decía. Antibióticos, jeringuillas, algodón, todo ordenado bajo una mezcla de colores, de formas, de tarros en los que una serpiente pintada bebe, enroscada, de una copa. El mostrador de madera, con sus vetas rojas sobre las que aterrizaban las recetas que un licenciado del que he olvidado el nombre leía asintiendo o extrañándose, para desaparecer tras una cortina y volver con el remedio y unas observaciones que hicieran innecesaria la lectura del indescifrable prospecto. A diario, un niño calvo cruza despacio por la puerta de mi habitación, mientras el ruido de un carrito de comida se acerca, crece y se mezcla con conversaciones que, en voz baja, se mantienen en el pasillo. De sobra sé dónde estoy, soy consciente de que mi habitación se encuentra en la planta de oncología. Es mi decimonoveno día en este inmenso hospital, pero me parece que llevo aquí años. Mis ritmos han cambiado, se han hecho más rígidos, la monotonía lo invade todo. Leo con desgana periódicos, libros. Escucho música en mis auriculares mientras espero alguna novedad, algo que altere mi tedio. Las tardes, no obstante, son ahora más amenas, más llevaderas. A eso de las cuatro, enciendo el televisor y veo las etapas del Tour. Siempre me ha apasionado la montaña, con los ciclistas balanceándose sobre la bicicleta, sobre esas bellas máquinas que semejan mecánicos vertebrados. Ayer el comentarista recordó que era el aniversario del fallecimiento de Tom Simpson. El corredor cayó muerto sobre el asfalto del Mont Ventoux víctima de un cóctel de alcohol y anfetaminas que hizo saltar en pedazos su corazón. Tengo tiempo, mucho tiempo y por eso el resto la tarde, antes de las visitas, la pasé pensando en cómo para un ciclista cualquier sustancia de las que a mí me administran supondría el fin de su vida deportiva; en cambio, para mí, prescindir de ellas sería avanzar más deprisa hacia el final. Ellos persiguen un cuerpo ideal, maquinal, casi perfecto, yo sin embargo tan sólo aspiro a conservar éste en funcionamiento. Cualquier droga, cualquier tratamiento es válido para vencer a mi enemigo, no hay reglas que respetar, únicamente un objetivo: sobrevivir, doblegar la enfermedad. Noto cómo algo sombrío merodea. Anoche soñé con unos relojes de arena a los que una mano daba la vuelta antes de que se formara una minúscula montaña de tiempo. Tiempo... tiempo... o granulometría. - Hoy tienes mejor cara... - Estoy planeando un viaje para cuando te den el alta... Mis familiares y amigos vienen todos los días y tratan de suavizar la realidad con palabras como estas. Yo las acepto, y veo cómo en mi fiebre flotan todos esos deseos. Es conmovedor ver cómo aparecen destellos de ilusión que me contagian y emocionan. Es sorprendente ver a gente que creías alejada para siempre, rodeando tu cama, contándote anécdotas que ya habías olvidado. Hay también ausencias... Todo empezó una mañana cuando mis encías comenzaron a sangrar. Yo no le di importancia, pero esas hemorragias se fueron haciendo cotidianas. Más tarde, durante el invierno, padecí más catarros que nunca. Poco a poco, la debilidad fue apoderándose de mí, acompañada de una apatía creciente. Un glaciar enfermo avanza por mi espalda, lo sé. Sé que mis células mutan deformes. Prolifera el error, todo lo invade. Mi familia trató, trata todavía de ocultármelo, pero mis sospechas me llevaron más allá de la anemia con que trataban de hacerme creer que se trataba solamente de un período de debilidad transitoria. A espaldas de todos, me puse en contacto con Rebeca o, si se quiere, con la doctora Rebeca Valbuena. Ella no podía mentirme. Hace ya muchos años mantuvimos una relación que ninguno de los dos acertaría a decir por qué terminó, pero que a pesar de la ruptura, nada ni nadie logró interponerse lo suficiente para que siguiéramos en contacto. Cuando la conocí, trabajaba de camarera, compaginando ese trabajo con sus estudios. Al principio yo me aproximaba intentando aparentar indiferencia, pero en cuanto se daba la vuelta, seguía su caminar, su perfil atendiendo a cualquier cliente, sus labios moviéndose mudos en el bullicio. Después todo lo demás: amanecer juntos bajo la colcha azul astillada de tiempo mientras a Edith Piaf le mordía la melancolía y era entonces cuando su voz se alzaba majestuosa entre las secuelas que el uso había dejado en el vinilo, entre el desorden de la alcoba y la ropa caída, inerte en la cuadrícula del suelo. Edith Piaf henchida de alcohol y desencanto, altiva y distinguida en su derrota, sola, prolongando la mañana perezosa en la que nos mirábamos buscando algo oculto, un cofre del tesoro del cual creíamos poseer las llaves. Finalmente el hastío, la distancia. Ella no podía mentirme... Leucemia. La palabra sonó como caída de una metálica nube. No sabría definir lo que sentí en ese instante que creí infinito. Una maraña de pensamientos, un ovillo de ideas se enredó en mi cerebro. Maleza. He aprendido a degustar cada momento, intento aferrarme a la lucidez y dejarme llevar por el delirio, por los sueños, que ahora poseen una nitidez que nunca tuvieron. Retenerlos, volver a visualizarlos en la mente, adelante y atrás, en un cinematógrafo distorsionado, poliédrico. Por el pasillo pasó ayer el niño sin cejas, que volvía hacia su habitación transmitiendo un escalofrío que recorre mi piel y los pasillos de este aséptico laberinto. Caen temblorosas las gotas de suero para atravesar el catéter y mis venas, y me pregunto si es en la bolsa, bajo el plástico donde se almacena mi alimento y en las máquinas que de un modo creciente me rodean, donde residen mis verdaderos órganos. O si es en este cuerpo en el que, iluminados por los fluorescentes, ya afloran los huesos, prótesis realista, prolongación de los aparatos que me mantienen en dirección al futuro efímero de la supervivencia. Apenas como, a pesar de que me intentan engañar, distraerme como a un niño pequeño para que engulla una cucharada de puré. Es gracioso, si no fuera porque todo se escapa. La vida, resbalando por entre los dedos, y ningún burro volando fascinante que me haga abrir la boca. El doctor me ha comunicado que esta tarde me practicarán una punción de médula ósea. Pincharán para extraerme líquido de la columna, esa cápsula donde habita mi mal. Más tarde, seguramente me hablarán de la posibilidad de un transplante, tendrán que hacerlo y, de ese modo, las amables caretas caerán para dar paso a rostros que han contenido demasiado tiempo el dramatismo de la realidad. Me lo ha dicho Rebeca por teléfono, pero también me ha dicho que las posibilidades de supervivencia, de éxito, son mínimas. Es necesario que se dé una compatibilidad entre el donante y yo para intercambiar piezas de nuestros cuerpos, como recambios de un desguace orgánico. Luego, no obstante, queda el temor a un rechazo. La crudeza con la que hablamos ahora es quizá lo más bello que hemos construido. Una descarnada sinceridad nos une y aísla de todo lo demás a medida que la enfermedad gana terreno. Queda también la quimioterapia, el dolor de la quemadura, la apariencia cadavérica. El niño calvo no pasó esta mañana. Mañana se disputa la contrarreloj individual, podría cronometrar a los ciclistas contando las nutritivas gotas una a una, cayendo sobre el charco de mi sistema sanguíneo. En mi último sueño, las imágenes: verdín en mis rodillas, una salamandra que trepa por una tapia mientras la hiedra crece tras ella persiguiéndola. Verde, pegándose en las ventosas de sus dedos que cruzan una vieja línea de tiza. En la penumbra, una gota de sudor parte en dos las cruces de ceniza de nuestras frentes infantiles. Despertar suavemente, bajo una sensación balsámica en la que se mecen las cabezas de mis familiares iluminadas por tenues luces. Miro hacia el futuro y aparece ante mí la escala analgésica, una ruleta rusa, una balanza en la cual se miden el dolor y el tiempo de vida. Ir contra el dolor es ir contra la vida, acortarla. Aceptarlo es nublar los días. Espiral: Calmantes, codeína, morfina... Blanco. Latiendo en la temperatura, disolviéndose en mi fiebre.
Iván Vélez



LA MUJER CRETENSE

Altiva, indiferente a mi presencia camina, casi se desliza por el pasillo que forman las dos filas de mesas de la cafetería. Del mismo modo que una veleta, sólo adquiere su verdadera identidad de perfil. Entonces se convierte en la mujer cretense.
Fue una tarde, al salir de la clase de Historia del Arte cuando la descubrí. El profesor desplegó su discurso, el mismo que desarrollaba todos los años en la tercera semana lectiva: "Creta y la arquitectura micénica". En penumbra, apretaba el botón naranja del mando y, tras un ruido mecánico y un giro del carro de diapositivas, aparecía una imagen proyectada en la pantalla. Vasijas, plantas de restos arqueológicos, estatuillas de mármol, fechas y nombres inciertos a medio camino entre la Historia y la leyenda. Después Knossos, el palacio descubierto en 1900 por el aristócrata inglés Evans. Un poco de mitología para aderezar, hacer más llevadera la hora y media. El grupo de alumnos, con sus caras iluminadas por la luz reflejada en la tela, con las bocas abiertas, absortos en el relato como si de una catequesis en la que se cuenta un episodio del Antiguo Testamento se tratara. Los bolígrafos vertiginosos tomando apuntes que serán subrayados posteriormente para su estudio una y otra vez.
El Minotauro, Teseo y Ariadna, Dédalo y el Laberinto. Y de laberinto a laberíntico, característica de la planta del Palacio del rey Minos. Más tarde, el delicado Fresco de los Delfines que aún se conserva en sus paredes y la Diosa de las Serpientes con su torso al descubierto y los brazos envueltos en culebras.
Acabada la sesión me dirigí, junto a algunos de mis compañeros a tomar un café. La clase que venía después era Proyectos I, y el profesor solía retrasarse. Envueltos en el humo, en el bullicio de la cafetería que amenazaba con reventar los cristales, con el gusto del café explotando en el paladar, la vi. O mejor dicho, la volví a ver. Era ella, la mujer cretense, una personificación de las que adornaban las paredes del Palacio de Knossos.
La chica que ahora pasaba por delante de la mesa era una réplica casi exacta de las vistas en la clase anterior. Tenían aquellas una larguísima y rizada melena que sólo se interrumpía en la frente, para dar forma a un flequillo igualmente rizado. Ésta no tenía tan larga melena, ni usaba un vestido hasta los pies, sin embargo, la expresión de su cara, sus rasgos podían superponerse a la pintura sin apreciarse grandes diferencias. No era una muchacha especialmente bella, pero quizá la similitud con aquellas pinturas, le confería una aureola enigmática que hasta ella misma, y seguramente mis compañeros, ignoraban. A pesar de que yo lo veía clarísimo, no dije nada, temiendo despertar una carcajada en mis acompañantes. Me limité a ver cómo desparecía tras la puerta hablando con su amiga, para luego volver la mirada hacia la barra y pasar revista al escuadrón de camareros que, con sus pajaritas negras y los pantalones raídos, y del mismo color que la contrata les había suministrado, se afanaban por atender las oleadas de una apresurada y vociferante clientela. Bocadillos, pinchos de tortilla, cervezas, cafés con leche en vaso que dejan circunferencias y medias lunas resecas sobre la blanca formica de las mesas.
Y así día tras día, esperando la coincidencia que me permita observar su nariz que casi nace en la frente para acabar en una suerte de esfera, su pequeña y roja boca, sus ojos grandes bordeados de un negro que los dibuja con precisión, alargándolos hasta terminar en una línea que se riza en las pestañas.
Hoy es viernes, hace más de una semana que no la veo. Permanezco en la cafetería después de acabadas las clases. La tarde otoñal cae y poco a poco se oscurece. La luz solar es sustituida por la que emana de las hileras de fluorescentes que cuelgan del techo. Por fin, confundida entre un grupo de personas aparece. Cruza por delante de mi mesa y vuelve a salir en dirección a las aulas taller. Como movido por un resorte, me incorporo y la sigo a cierta distancia. Vuelve la cabeza y disimulo consultando un tablón de anuncios en el que han clavado los horarios de un curso de postgrado y la convocatoria de unas plazas de ordenanza. De reojo veo cómo se aleja y emprendo de nuevo mi sigilosa persecución. Avanza por un pasillo y se asoma a un aula. Debe andar buscando a alguien, murmuro para mis adentros.
Tuerce hacia la derecha y su rostro se recorta sobre el blanco del yeso: es ella, la mujer cretense. Ahora se detiene ante el ascensor. Continúo andando y me coloco a su lado. Me vuelve a mirar con expresión vacía. La puerta automática se abre y entramos los dos. Nos colocamos cada uno en una esquina y ella pulsa el botón en el que pone 3, clava sus ojos en los míos como preguntándome el piso al que me dirijo y yo me limito a sostener un pequeño pulso con sus pupilas. El ascensor, tras dar un pequeño y brusco impulso, comienza a subir. Se para en el piso segundo y la puerta se abre. No hay nadie esperando. Las puertas se vuelven a cerrar con lentitud. Observo sus zapatos y mi corazón bombea sangre al compás de un taconeo. Por fin la planta tres, ella sale primero. Ya en el pasillo, se asoma de nuevo a un aula y consulta su reloj. Yo finjo buscar con gesto de preocupación unos papeles en mi carpeta. El pasillo se termina y entra en el lavabo de señoras. Oigo desde fuera cómo echa un cerrojo. Por un instante dudo. Finalmente decido marcharme. Cómo podría explicarle todo lo que se me ha pasado por la cabeza durante las últimas semanas, cómo revelarle mi alucinación sin parecer un lunático...
Abandono la Escuela. Lo que queda de tarde se consume en los vagones, atestados de gente, del metro. He quedado con Laura en la estación de Antón Martín, en la puerta de la farmacia El Globo. Llego una hora antes de la cita y, para hacer tiempo, bajo al Café Barbieri. Durante todo el rato, me dedico a observar en silencio a la clientela. Algunos también permanecen solos como yo ante una taza de café, pensativos, ausentes, con los brazos apoyados sobre el mármol de los veladores; otros, formando parte de una cuadrilla, se levantan de repente para saludar a la persona con la que se han citado. Los espejos, algunos de ellos picados por el tiempo, ofrecen diferentes perspectivas de la escena. La atmósfera decadente del viejo café añade un tinte de irrealidad a la situación. Por fin me levanto, me aproximo al altísimo mostrador y pago. Ya en la calle, regreso al lugar de encuentro.
Son las once y cuarto. Quince minutos han pasado desde la hora acordada. No aparece. A intervalos que coinciden con la llegada de un convoy, un borbotón de gente emerge a la superficie procedente del subsuelo. Por fin la veo, envuelta por un grupo de gente. Después de saludarnos y escuchar sus disculpas por la tardanza, caminamos un rato en silencio en dirección al Candela. Nos paramos ante un escaparate en el que un grupo de cabezas de maniquí exhibe estridentes pelucas y artículos de broma. Doblamos la esquina y a lo lejos, una luz mortecina brilla, señalando el lugar al que vamos.
En el Candela tras espesos nubarrones de humo que dejan una estela de aroma a su paso, aparecen rostros que se unen a los que, estáticos para siempre, cantan, nos miran tras el vidrio que los protege, atrapados en las dos dimensiones del papel fotográfico. Tras conseguir una mesa, me acerco a la barra y pido dos cervezas. Hay un programa en el que se anuncian las próximas actuaciones de un festival de flamenco patrocinado por una caja de ahorros. Cojo uno, y con las cervezas, vuelvo a la mesa.
Con su acento argentino, Laura me relata su ruptura con Mauricio mientras un grupo de guiris da palmas y baila con un nulo conocimiento del compás, provocando miradas inquisitoriales, comentarios reprobatorios por parte de los aficionados, cada vez más escasos en el local.
Laura continúa hablando y yo desvío el tema comentándole la posibilidad de asistir a uno de los conciertos. Ella accede. Le doy la vuelta al folleto, la portada exhibe a un cantaor antiguo en pleno trance artístico. Recorro la foto deteniéndome en todos los detalles. Observo su rostro compungido y, casi sin darme cuenta, acaricio con pudor mis pobladas patillas tan parecidas a las suyas, con los dedos ordeno las greñas que también a mí me caen por la espalda.
Levanto la vista. Entre la concurrencia alguien me mira y dibuja una sonrisa de complicidad.




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