domingo, 3 de febrero de 2008

La espalda de Bettie Page

[Publicado en La vida es un bar, Ed. Amargord, Madrid 2006] El sol implacable de junio amenazaba con aplastar la ciudad, con ahogarla en su propio asfalto. En la sobremesa televisiva, un manojo de películas, mostraban el pletórico estilo de vida americano mientras por los balcones se colaba el rumor de neumáticos, el pulso preciso de los motores que movían coches y motos en la calle inmediata.
Colgadas en las cuerdas del patio interior, algunas prendas ya secas se balanceaban. Un llanto infantil rasgaba la mansedumbre de la tarde completada por el aroma de una comida tardía. Las paredes encaladas recibían el sol hasta hacerse hirientes, en sus huecos se recortaban rectangulares retazos de vida doméstica.
Un periódico abierto por su última página, permanecía sobre el parquet, a los pies del sofá en el que yacía un hombre.
Se había levantado tarde. Las secuelas de la noche anterior, se mostraban en forma de ojeras y una especie de pesada nube que ascendió a su frente tan pronto como abandonó la cama que todavía permanecía sin hacer.
Sobre la mesa, los restos de una improvisada comida, ocupaban una de sus esquinas. Una poderosa fuerza le impedía levantarse del sofá. No obstante, finalmente lo hizo y fue hasta el baño. Una vez allí, se duchó, y el agua pareció arrancarle el malestar para precipitarlo cañerías abajo. Su rostro, ante el espejo, recobró cierto orden y tersura bajo un flequillo que se batía en retirada. Dos patillas anchas coronadas por algunas canas, enmarcaban la incipiente barba que, no obstante, decidió dejar sin afeitar.
Ya en su alcoba, se vistió deprisa y abandonó la casa.
Diana, te amo fue lo primero que vio en la calle que el sol continuaba haciendo cegadora. La pintada, hecha con premura sobre la mampostería de granito parecía un desesperado grito, una botella al mar de símbolos, carteles anunciadores de fiestas y conciertos, y propaganda política y publicitaria que empapelaba Lavapiés.
Al finalizar la calle, tuvo que sortear un conjunto de desperdicios, como traídos por una marea, entre los que destacaban una vieja mesilla y un colchón viejo que en su día tuvo un forro azul salteado de voluptuosas flores, deformado ya por los sueños y tal vez por el amor. En la esquina, una oleada de especias procedente de un kebap penetró en su nariz y se hizo sitio en los pulmones hasta rozar el estómago. Desde fuera podía verse el bloque de carne giratorio, tótem al que el cuchillo había cortado ya varios trozos. En su base, algunos flecos resecos seguían dorándose hasta confundirse con la tez de los camareros y contrastar con los rosados pómulos de una chica rubia que comía despreocupada, mirando a través de la ventana, hasta perforar los cuerpos que pasaban ante sus ojos y perseguir una imagen, un recuerdo volátil.
En la Plaza de Lavapiés, la enorme vidriera del Teatro Olimpia, enmarcada por el hormigón que busca la forma cúbica, devolvió su figura deformada, junto a la de otros viandantes que multiplicaron las imágenes hasta el infinito en el vidrio de sus gafas de sol.
- Cómprame un ramo, chiquillo.
La gitana, sentada en una silla baja, junto a un cubo repleto de ramos de flores, le ofreció su mercancía desde unos ojos verdes que atesoraban las aguas esmaltadas de un río en el que crecieran varetas para hacer canastos que afloraran en un cante arcaico. Por un momento deseó que fuera de noche para acercarse al Candela y colarse, como un espectador translúcido en una fiesta improvisada y subterránea, en la bóveda de ladrillo en la que las voces de metal antiguo tallaban, al toque de una guitarra bien templada, los palos del flamenco.
Sin flores ni solapa, el hombre continuó por el pasillo que dejaban las vallas de obra. El metro, la ciudad simétrica y sepultada, se disponía una vez más a buscar aire en el interior de la tierra, y para ello, sobre las calles, esqueletos metálicos, poleas, arena y cemento se hacinaban hasta colmatar el espacio.
- Quedan iguales para hoy – sonó una voz ciega a sus espaldas, chorreras de décimos sobre el pecho, dígitos promesa de fortuna. Dactilar.
En el rodeo a la obra, sobre los bancos que sobrevivían al asedio de las máquinas, algunos borrachos dormitaban abrigados por andrajos y cartones de vino barato. Uno de ellos, ya habitual en el barrio, permanecía sentado en el pretil de piedra de la estación de metro eventualmente cerrada. Prohibido el paso a toda persona no autorizada, advertía el ayuntamiento a sus vecinos desde un cartel de plástico atado con alambres. A los pies del vagabundo, un destartalado rastrillo se desplegaba a la caza de inauditos compradores. Dos ratas blancas de peluche movían el rabo y daban vueltas sobre los adoquines hasta que una de ellas, exhausta, sin pilas, se quedó quieta cerca de una papelera.
El vendedor al ver la quietud de su criatura, soltó al aire una maldición desdentada, y tras recoger del suelo el artificial roedor, trató de colocarse bien la sucia venda que cubría su muñeca derecha y le dio la vuelta a la cinta de cassette que sonaba atronadora para toda la concurrencia.

Adivina, adivina
y adivinanza.
El que tiene el anillo
con quién se casa....

Por un momento Fernando dudó en entrar en el Café Barbieri, sin embargo, movido por una extraña inercia, continuó en su caminar. En el interior del café vio a dos o tres personas que leían sobre el gastado mármol de los veladores. Un rastro de escayola, como una pálida cicatriz, cubría una de las grietas que serpenteaban por sus paredes ocres, ahumadas por millones de cigarros que envolvían tertulias, discusiones y trascendentales charlas de novios. Tras el mostrador, dos camareros mataban la tarde enviando mensajes desde sus teléfonos móviles.
El hombre dejó atrás el Café y enfiló la Calle La Fe. Había decidido ir a la Colonia de San Lorenzo. Al final de la perspectiva que forman las fachadas y sus hileras de balcones, la neoclásica torre izquierda de la iglesia de San Lorenzo, revoco asalmonado, gris granítico, coronaba la pequeña rampa, como una alegoría del ascenso a la Gloria que se predicaba en su interior a una feligresía fiel y senecta, que no tardaría mucho en comprobar la veracidad o la estafa de tales promesas de vida ultraterrena.
Finalizada la cuesta, vio el cartel: 19 La Colonia de San Lorenzo 19, rotulado con mano caligráfica. Negro y gris sobre el cristal, bastidor de madera abarquillada vestigio de otra época ajena al neón y al parpadeo fluorescente que alimenta la electricidad. Bajo el rótulo, unas cristaleras coloreadas, reproducían un paisaje onírico y vegetal. En los paños ciegos, innumerables capas de pintura amarillenta se desmoronaban en forma de escamas.
Penetró en su interior, y su cuerpo agradeció el frescor del local, al que contribuían un par de ventiladores cuyas aspas cortaban lentamente el aire. Una música instrumental, de origen africano, al igual que los camareros que atendían las mesas, sonaba con ritmo pausado y repetitivo. Fernando se sentó a la derecha, en un banco hecho de obra que tenía forma semicircular e invitaba a la conversación en grupo. No obstante, esta parte del bar estaba vacía. Desde otras estancias salía el rumor de voces, y algunas volutas de humo. De vez en cuando, alguien entraba o salía.
Sentado, esperando ser atendido por algún camarero, observó el paso de los viandantes que cruzaban tras las ventanas coloreadas. En una de ellas, que daba a una calle más alta, Salitre, se podía ver un carro de la compra de abultado vientre y un par de ancianas piernas de mujer recorridas por unas varices violáceas, como columnas salomónicas que sostuvieran una biografía de barrio.
Por fin, un camarero de extraño acento se le acercó.
-¿Qué va a tomar?- inquirió mientras recogía un par de vasos que habían quedado sobre la mesa.
Tras vacilar, Fernando contestó:
- Un mojito.
El camarero asintió con la cabeza y desapareció tras una puerta al tiempo que una risotada explotaba procedente del grupo de personas que había en el otro extremo de la pieza.
No se había dado cuenta, porque en seguida se había dirigido hacia el lugar en que ahora estaba sentado, pero a la izquierda según se entraba, tras una gran pecera que separaba ambos ambientes, había un grupo de personas en torno a otra mesa. Como un gran retablo, una librería ocupaba el fondo sobre el que se recortaban tres figuras. En una de las baldas, una cabeza de escayola, asistía a la conversación con una hermética mueca semejante a una sonrisa.
Fernando echó un vistazo a su alrededor. Conocía el local, pero por eso mismo le llamaba la atención cada detalle. La Colonia de San Lorenzo estaba decorada con mobiliario rescatado de la cale, de los contenedores o derribos que a menudo transformaban el barrio. A él también le gustaba dejarse llevar, errabundo, por las estrechas calles y buscar en ellas los pecios que a veces afloraban entre la basura. En la Colonia convivían todo tipo de sillas y mesas junto a los objetos más inverosímiles. Sin ir más lejos, sobre el alféizar de una ventana había un cilindro de piedra, en realidad una probeta de algún sondeo geológico que servía de apoyo a una vela ya consumida. Más allá, varias silla infantiles de colores vivos se congregaban junto a otras de hondón de cuero más propias de un mesón castellano. Al fondo, un gran espejo, delimitado por unas cortinas de terciopelo rojo, ocupaba toda la pared y duplicaba el espacio. El conjunto, elevado del suelo por un escalón, tenía el aspecto de un escenario decadente.
En ese instante, el camarero apareció con su bebida. Fernando, tras pagar la consumición de inmediato, pues tenía la intención de regresar pronto a su casa, le dio un sorbo y agitó la hierbabuena tras aplastar uno de sus tallos sobre el fondo del vaso. El sabor del ron reconfortó su paladar, después se levantó y se dirigió a uno de los viejos pupitres.
Tras dar otro trago, examinó la superficie de la diminuta mesa sentado en una de las sillitas. Estaba seguro de asistir a algún hallazgo sobre la superficie azul que alisaba el contrachapado. Sabía que en realidad se trataba de un palimpsesto que él era capaz de descifrar. Acercó su rostro después de cerciorarse de que nadie le observaba y escrutó la mesa.
Allí estaba, en una de sus esquinas:
Pedro
X
Estrella

Las palabras, grabadas tiempo atrás, surcaban aún la melamina. Era difícil saber qué edad podía tener quien eso escribió con algún objeto escolar, acaso con un compás. Podría tratarse de un chaval que estuviera terminando en aquel momento el ya inexistente E.G.B. que también estudió Fernando, pero también podría ser fruto de ese primer amor infantil hacia la niña que al dejar de serlo, desaparece del horizonte y del corazón.
Había junto a las palabras algo también inquietante. Al lado del nombre de Estrella, aparecía precisamente eso, una estrella de cinco puntas bastante bien trazada. De nuevo las posibilidades que se abrían para su interpretación eran múltiples. Pero para acometer esa tarea interpretativa, era preciso beber. Fernando agitó de nuevo las hojas de hierbabuena, en el fondo del vaso, una nube de azúcar ascendió hasta disolverse bajo una fina capa de hielo picado. Después le dio un sorbo al mojito.
La estrella podía tratarse tan sólo de la ilustración del nombre de Estrella. Ese era el significado, y la imagen era inmediata. El hecho de encontrarse junto a las letras, parecía confirmarlo. Sin embargo, como un remoto destello, en su imaginación surgió otra figura, la de la Estrella de Oriente que iluminaba sus sueños infantiles. Fernando, no obstante, espantó los recuerdos de las mañanas de enero de cálidos pijamas de felpa en las que tras el chillón papel de regalo, dentro de sus cajas, los juguetes daban acceso a una realidad a escala cuyas leyes estaban construidas de excepciones.
Se le ocurrió después otra alternativa: quizá las palabras y el dibujo no habían salido de la misma mano. Tal vez los nombres, unidos por ese signo matemático que tanto abreviaba, los había escrito alguien que quería plasmar un sentimiento, quizá para creérselo o para afirmarlo, quizá como mensaje a Estrella, que sin duda podría leerlo en cualquier día de escuela, pero el dibujo podía ser obra de otra persona, y entonces, el nombre habría servido como evocación de un símbolo, la estrella de cinco puntas, la misma que identificaba un sistema político de tintes evocadores. Tal vez esa estrella representara la república que alguien, mientras tomaba algo en La Colonia, habría dibujado con la hoja de una navaja.
La cabeza de escayola, desde la esquina, asistía a la escena con sus tersos párpados cerrados.
Había también, en otro de los bordes de la mesa más grabados, una especie de trenza de trazos que se cruzaban. Ante ellos, Fernando, con el mojito rebajado en más de la mitad, apenas pudo buscar un significado.
Algo le rescató de su labor. Sobre el espejo surgió una figura femenina que fue creciendo según se acercaba. Una camiseta de tirantes blanca colgaba de las clavículas, dos caderas angulosas se agitaban bajo el ombligo. La chica, procedente sin duda del grupo que estaba sentado tras el prisma verdoso de la pecera cruzó por delante y se dirigió hacia los lavabos. Su aroma femenino quedó suspendido en el aire hasta que los ventiladores lo deshilacharon.
El hombre abandonó los signos geométricos y siguió con la mirada a la mujer. De pronto todo adquirió sentido, aquella figura le era familiar, pero ¿por qué?.
No tardó en comprobarlo, momentos después, ella salía por la puerta y se recogía el pelo distraídamente en una coleta. Por un segundo dudó, ¿Marta?¿María?. No podía asegurarlo, pero creía que se trataba de María. Lo que tenía claro es que aunque de nombre incierto, aquella chica había compartido con él las aulas de la Facultad de Derecho. La recordaba dentro de un grupo de personas con las que él no llegó nunca a conectar del todo. También sabía que María, había formado parte de un grupo de teatro universitario. Él mismo había asistido a una de las representaciones, ahora podía recordarlo con nitidez.
Pero ante todo, recordaba haber compartido con ella algunos instantes durante una noche. Fue en algún local de Malasaña, quizá en el Mercurio ¿o fue en el Louie Louie?. Daba igual, el caso es que, de eso estaba seguro, durante la breve conversación que mantuvo con ella en un rincón, aislados del resto por una nube de humo y punteos rockeros, a punto estuvo de besarla. Su dedo índice, incluso, recorrió su mandíbula y se detuvo bajo sus labios, pero algo impidió el paso decisivo, ese que quizá lo hubiera cambiado todo. Después de aquella noche de viernes, recordó, tardó en volver a verla, y cuando se vieron, ambos se evitaron de forma instintiva.
Esta vez ella no le había visto. El espejo reflejó su espalda mientras se dirigió de nuevo al lugar donde esperaban sus acompañantes. Fernando también volvió a su sitio inicial.
Ahora, a través de la pecera podía verla deformada por el oleaje diminuto del fragmento de océano aprisionado por el vidrio, interrumpida por el rojo y negro de los peces que surcaban su rostro.
Decenas de preguntas se concentraban en su mente. Si unas rayas en la mesa le habían llevado a tales teorías, la presencia de María, ahora creía estar seguro de su nombre, multiplicaba las variables sobre todo en dos direcciones fundamentales:Por un lado, Fernando se preguntaba qué hubiera ocurrido más allá de aquel beso no dado, y junto a esta interrogante se situaba su presente. Un presente que, rebasada la treintena, parecía estancado en cinco días semanales de intensa actividad dentro del despacho para el que trabajaba, a los que se añadía un fin de semana, que a veces empezaba la noche del jueves, en el que la monotonía del alcohol, los mismos locales y las mismas compañías idénticas a él, se sucedían desde hacía ya demasiado tiempo. Esa misma tarde, se sonrió al pensarlo, al volver a casa tendría algunas llamadas proponiéndole reproducir el proceso.
Por otra parte, estaban las posibilidades del presente de María. Lo más inmediato que se le ocurrió fue pensar que el hombre con el que compartía ahora la mesa, compartiera también su cama. Se sorprendió a sí mismo experimentando unos absurdos celos. Pero también cabía la posibilidad de que las trayectorias hubieran sido simétricas y María, acompañada esa tarde por dos amigos, estuviera atrapada en una inercia similar a la suya. Fernando dio un último trago al vaso. De nuevo la cabeza de escayola, repetida tras María, mostró desde las alturas su mueca, ahora teñida de sorna. Fernando la miró fijamente, el rumor de la conversación llegó a sus oídos de nuevo. Tenía la sensación de estar a la deriva y le costaba trabajo distinguir entre sus hipótesis y la realidad. De repente la música hizo un alto, y una porción de silencio le permitió escuchar el acelerado ritmo de su corazón. De su frente, manó un sudor que el viento artificial de los ventiladores, congeló.
Otra canción comenzó justo cuando en el otro extremo, el trío se levantaba dejando a sus espaldas al camarero, que recogía la mesa. María cerraba el grupo que, sin prisa, se dirigió hacia la calle. Los escasos segundos que duró la maniobra le parecieron a Fernando eternos. Parecía que nunca saldrían. Él disimuló observando el vaso vacío en cuyo interior las hojas yacían sobre un montoncito blanco y húmedo. Finalmente el grupo abandonó el local. Fernando pudo divisar la espalda de María, incluso distinguió una breve constelación de lunares bajo el omoplato izquierdo.
Tras dejarles tiempo para que se alejaran lo suficiente, el hombre dejó atrás La Colonia. El calor había bajado, así como el sol, que alargaba ya las sombras.
Con la zozobra instalada en su cabeza, regresó a su morada. En efecto, algunos mensajes le invitaban a salir esa noche por los bares de siempre. Sin embargo, esta vez no contestó a la invitación como en tantas otras ocasiones en que se aferraba a la cita para huir de su casa. Prefirió no salir, o salir sólo, como había hecho esa misma tarde.
Así lo hizo, tras la cena, bajó las escaleras y ganó la calle para hacer un recorrido muy similar. En la Plaza de Lavapiés, los focos que alumbraban la obras, daban a las grúas un aspecto espectral, también los numerosos andamios que cubrían las fachadas en rehabilitación parecían una gran tramoya. Sobre la ciudad, una luna herrumbrosa flotaba entre nubes.
Fernando atravesó la plaza sin fijarse en los rostros que con él se cruzaban y ascendió por la Calle del Olivar. La luz roja de neón Traveling brillaba a lo lejos. No era muy tarde, por lo que en el local había unas diez o doce personas.
Fernando le pidió a Paco, el dueño del local al que ya conocía por ser cliente asiduo, un ron con limón. Paco se lo sirvió y le preguntó:
- ¿Qué tal todo, Fernando?
- Como siempre, vamos tirando – le contestó sin dar espacio a la conversación.
Un cliente, desde el otro lado de la barra, pidió algo de beber y deshizo definitivamente el intento de diálogo.
De nuevo Fernando comenzó a explorar su entorno y bajo las imágenes habituales buscó giros extraños, conexiones inverosímiles. Hacía tiempo que frecuentaba el Traveling, le gustaba su ambiente variado, su cuidada decoración, la elección de una música que formaba ya parte de su vida. Atados a esa música, muchos instantes volvieron a su mente. Fernando bebió dejando que la acidez del limón se inyectara en las encías.
Los rostros le parecieron máscaras tras las cuales un puñado de biografías se escondían. Un hombre, en la parte cercana al equipo de música, charlaba con Paco. Siempre que había estado en el pub lo había visto, pero hasta entonces nunca había pensado en lo que habría tras esa figura. Sin duda, fuera, bajo la luz del día, sería distinto, pero ahora, iluminado por una luz azulada que tintaba su canas, era imposible imaginarlo lejos de ese contexto. Quién sabe, quizá al apagarse las luces, al enmudecer la música, se volatilizaría, elucubró mientras los cubitos de hielo chocaban dentro del vaso.
Uno a uno, fue inventándole una realidad a cada rostro. A veces inspirada por su atuendo; en ocasiones, llevado por un gesto peculiar. Todo parecía girar bajo las lámparas en forma de planeta que flotaban sobre la barra. Fernando pidió otro cubata. A su alrededor, el pub comenzaba a llenarse y su confusión iba en aumento.
Cada vez se hallaba más cómodo dentro de su extravío. Empezaba a degustar esa nueva sensación bajo la cual, la lógica se deformaba caprichosamente. Así se sintió hasta que, de forma fugaz, en un trozo de piel femenina, creyó vislumbrar el puñado de lunares visto en la espalda de María. Inmediatamente, la euforia desapareció, todo el carrusel de fabulaciones se detuvo de golpe.
El ruido a su alrededor pareció aplastarle hasta hacerse ensordecedor, la visión de la gente se le hizo borrosa, hasta reducirse a un grupo de bultos sobre los que se deslizaban los colores. Fernando, sin embargo, vio algo con nitidez. En la pared anaranjada del fondo, permanecía la figura en blanco y negro que tantas veces había contemplado. Se trataba de una gran foto cuyos límites los marcaba la voluptuosa silueta de la mítica pin-up Bettie Page. Ataviada tan sólo con unas bragas de encaje, un sujetador y unas medias ahumadas, con la cabeza vuelta atrás y una sonrisa burlona. También ella le daba la espalda. Inalcanzable.


Iván Vélez

No hay comentarios: