domingo, 3 de febrero de 2008

Poliedro

[Publicado en Cuadernos del matemático nº 34, junio 2005]

La pluma estilográfica se detiene un instante bajo el gótico membrete que corona la hoja. Un pequeño círculo de tinta se extiende por el áspero papel formando un círculo oscuro al final del segmento. El dibujo es de un esquematismo raquítico: tres líneas que dan forma a una esquina.
Un ligero temblor de obuses lejanos sacude su mano izquierda, después el movimiento cesa poco a poco hasta que los dedos quedan inertes, blandos sobre la mesa.
Los ojos del hombre se pasean por la superficie del mueble en cuyo borde permanece tallada una moldura de inspiración clásica que contrasta con la pesada desnudez de las paredes de hormigón. Un archivador metálico, prismático y gris, varias cartas abiertas, una fotografía enmarcada en plata, un teléfono negro y mudo sobre la madera pulida. Tras la butaca en la que permanece sentado, a su espalda, velado por la cargada atmósfera, el severo retrato del emperador Federico II.
Una pausa atrapada en el silencio. La mirada, suspendida en el vacío, difumina los objetos. Su reciente esposa, envuelta en un vestido azul sobre el que flotan lunares blancos, se pasea tensa por la estancia haciendo sonar los tacones de sus elegantes zapatos italianos. Blondi, la perrita, atraída por el griterío de los seis niños que aún juegan ignorantes de su futuro, sale por la puerta moviendo el rabo y con la cabeza vuelta.
Quizá la derrota, ahora tan evidente en este abril que ya muere, había comenzado mucho tiempo atrás; quizá el punto de partida fuera aquel revés sufrido en la Academia de Bellas Artes de Viena, y todo lo que vino después, no fuera más que una tramoya superpuesta a la realidad, un decorado donde dar espacio a sueños, donde encubrir las frustraciones con el brillo de los símbolos y la caricia falsa de los aduladores .
El hombre repasa su vida en un intento de encontrar una explicación convincente, y una voz poblada de pretextos se ahoga en su interior.
Piensa el antaño semidiós que todos sus esfuerzos, encaminados a construir la obra de arte total despojada de impurezas, no han valido para nada, y lo acepta resignado. ¿No era eso es lo que querían sus profesores? Al fin y al cabo ¿qué era lo que se ocultaba tras su negativa en el examen de ingreso?. Enseguida lo supo: existía un canon al que aproximarse, unos límites que separaban lo correcto de lo erróneo, pero ¿es que él no había pretendido también establecerlos a todos los niveles de la vida?
Alentado por un ideal apolíneo, había comenzado por el hombre, intentando depurar a todo su pueblo, envolviéndolo en un clasicismo academicista, esteta. Se rodeó más tarde de pintores, escultores y arquitectos que proyectaron edificios, ciudades enteras, escenografías donde la basa, el fuste y el capitel sustituían a la desnudez que promulgaban los nuevos demiurgos del Estilo Internacional, esos mismos que, junto a su cohorte de artistas, también hubieran sido rechazados en Viena como él.
Cargado de razones continúa su desesperada justificación: había llevado la higiene incluso a los museos, limpios de todos los “ismos” que, legitimados por un manifiesto, pretendían establecer la degeneración del arte que ahora pretendía inspirarse en turbias musas. Él, sin embargo, había intentado acercarse con sus acuarelas a lo que el cedazo de la historia del arte había consagrado como bello.
El hombre, apoyado en sus codos, con la cara bañada en una sombra, siente ahora el peso de la incomprensión y se sonríe burlón, como un niño travieso que oculta algo que sólo él conoce: nadie supo captar que tras las estrategias desplegadas sobre los mapas, sonaba un rumor de ópera que amenizaba los movimientos de las tropas, las máquinas y los símbolos sobre el campo de batalla. Nadie como él escuchó con tanto deleite el solemne y rítmico sonido de las botas al desfilar sobre el asfalto de las avenidas a las que se asomaban las multitudes fascinadas.
Eva sale un instante al pasillo, y la humedad que supuran las paredes se mezcla con la estela de perfume que destila el cuello de la mujer.
Sobre la mesa, la mano agarra de nuevo la pluma y continua trazando líneas sobre el folio. En un momento, doce rayas, dos cuadrados unidos por sus vértices mediante diagonales, completan el dibujo de un exaedro. El hombre lo mira con un gesto de repugnancia.
- Un cubo – se dice incrédulo, y el pánico se hace presente en su piel, hasta humedecer con un sudor frío la amplia frente sobre la que se balancea el flequillo.
El dibujo, ingrávido sobre el fondo blanco es la señal inequívoca de su capitulación o al menos su cruel metáfora. En su mente resplandecen los nombres de Picasso, de Braque y tantos otros que destruyeron el canon clásico con la herramienta de una geometría dislocada. Sabe que nada se puede hacer ante la nueva dirección que el arte ha tomado quizá definitivamente. La Academia vienesa no existe ya para el nuevo orden, ¿quién recuerda ya a los viejos profesores y sus láminas naturalistas?. También sobre los mapas está todo decidido, es inútil negarlo.
La decisión, rumiada largamente, está tomada.
La mano suelta la pluma y abre el primer cajón del escritorio, algo pesado sacude las paredes de madera dejando un eco infinitesimal en su interior. Sobre la mesa se posan un revólver y dos cápsulas de cianuro que brillan por última vez bajo la hiriente luz de las bombillas.

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