domingo, 3 de febrero de 2008

Tras el celuloide

[Publicado en “Carrascosa en el recuerdo. Memoria fotográfica del siglo XX” (AA. CC. Isabel de Cervantes. Cuenca. 2006)

Después de descargar el coche, se dirigió al bar. Desde la calle se oía el bullicio de los que, como él, habían dejado atrás la ciudad a la que emigraron años atrás, para regresar a Carrascosa durante los festivos días de Semana Santa.
Dentro, una atmósfera cargada de tabaco, era atravesada por los golpes de los cubiletes y los dados al impactar sobre la gastada barra del Bar Catorce. Apresuradamente saludó a cuantos tenía alrededor y se acercó a los de la partida. Entre las peticiones y engaños del juego, éstos, fundadores de la Asociación Cultural Isabel de Cervantes, le explicaron en qué consistía, y tras hacerle socio y arrancarle un reo de botellines, le pidieron que buscase fotos antiguas para confeccionar un libro.
Una hora más tarde, atrapado por el entusiasmo que le produjo la mezcla de la cerveza con la sugerente propuesta, se apresuró a buscar las imágenes. Unos ladridos lejanos le rescataron de esa sensación de ausencia. Después, el sonido de sus pasos sobre la gravilla, le acompañaron en su vuelta a casa. Al pasar junto a la iglesia, una farola iluminó la chapa de Teléfonos a la que tantas veces disparó con su escopetilla de aire comprimido con la que hostigaba a los goncetes que anidaban en el viejo edificio.
Esa noche cenó rápido y algo distraído, mientras el reflejo de los vidrios de la alacena le devolvían la imagen de su cabeza pensativa.
Tras la cena, buscó las fotos. Las imágenes, viejas y amarillentas, se encontraban en el interior de un armario, dentro de una caja metálica en cuya tapa lucía el nombre de una marca de carne de membrillo ya desaparecida. Con la puerta de la alcoba cerrada a sus espaldas, fue esparciendo las fotos por encima de la colcha de ganchillo que cubría el colchón que un día sustituyó al de lana.
Bajo la atmósfera húmeda de la habitación fueron apareciendo escenas de todo tipo. Las más antiguas mostraban a sus antepasados en poses rígidas, sin duda debido a la poca familiaridad que tenían con esa misteriosa máquina que manejaba un fotógrafo que venía todos los años para la fiesta. Los rostros, endurecidos y oscurecidos por el trabajo en el campo, destacaban sobre las camisas blancas. También había manos, muchas manos, sarmentosas unas, encallecidas otras, siempre modeladas por el trabajo.
En las siguientes aparecía él, con su traje de comunión bajo un cuello flaco y las facciones dubitativas de la adolescencia. A su lado, toda su quinta vestida para la ocasión, con niñas semejantes a prematuras novias. Detrás, el cura tras unas gafas oscuras. Al fondo, el pórtico de la iglesia donde una noche fumaría su primer cigarro y bailaría, con torpeza y la luna por testigo, su primer pasodoble.
A estas imágenes les sucedía un conjunto de fotos a las que se asomarba el color, tiñendo sus pantalones acampanados, y un bigote que durante un tiempo lució. También estaba ella, su primera novia, que no trascendió del ámbito de la pandilla, y los guateques en el salón del ayuntamiento al que estaba vetado el paso a los críos.
También coches ahora desfasados, uniformes militares, estrafalarias modas, amigos que la vida alejó. Una sensación de melancolía le invadió. Finalmente, el paso del tiempo, el declive de la juventud, la desaparición del flequillo.
Después barajó las fotos y las volvió a extender por encima de la colcha. Las vidas de tantas personas se mezclaron por un momento. Sin embargo, algo faltaba en ellas. Las máquinas no habían podido capturar el olor de la mies recién cortada, ni el bullicio de las noches de fiesta, tampoco el tacto de los astiles que los hombres empuñaban para tumbar la viga del Judas o el sabor de unos pijancos al calor de una lumbre. Algo faltaba allí, algo ya imposible de rescatar. Tras mirar aquel mosaico de imágenes, eligió algunas, tal y como le habían pedido.
Esa noche no salió. El alud de recuerdos parecía haberle arrancado las fuerzas. Volvió al salón, tomó un café junto a su mujer y se acostó pronto.
El día siguiente amaneció luminoso. Después de desayunar, subió a la cámara y contempló un rato los viejos aperos cubiertos de tiempo y desuso. Después, tomó las fotos seleccionadas y fue a buscar a los de la Asociación. Por el camino, algo le sorprendió. En la plaza jugaban al balón unos zagales. En ellos reconoció andares conocidos, gestos y rostros de un parecido remoto, incluso a alguno le llamaban por el mote de su familia.
Al fondo de la calle, en dirección a las escuelas derruidas, un par de carritos, empujados por madres primerizas, contenían vidas nuevas. Sus manos apretaron el sobre de fotos, después respiró hondo y sus pulmones se llenaron de una aire delicioso.


Iván Vélez “Pucheta”

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