viernes, 5 de mayo de 2017

Blanco Fombona y la tesis del engaño

Blanco Fombona y la tesis del engaño
Iván Vélez
El Catoblepas, núm. 178, pág. 2, invierno 2017

«Nosotros somos indios alzados, rebeldes, nadie nos va a callar, no nos vamos a callar». Así se manifestó hace ya una década Hugo Chávez Frías (1954-2013), por entonces presidente de la República Bolivariana de Venezuela, tras el célebre incidente en el que terció Juan Carlos I, pronunciando su famoso «¿Por qué no te callas?», mientras el Comandante Eterno tildaba de fascista a José María Aznar en presencia del Presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, que asentía ante las palabras del militar venezolano.

La citada reivindicación indigenista de Chávez tuvo lugar en la Universidad de Santiago de Chile días después de la escena aludida, inserta en la XVII Cumbre Iberoamericana celebrada en esa misma nación. El propósito del militar era claro: marcar distancias con un rey español ya ausente. Al cabo, el silencio que se produjo tras el mandato regio, transmitió una idea de sumisión inaceptable en el contexto ideológico del Cono Sur, marcado en gran medida por la leyenda negra que transforma al Imperio español en una estructura peninsular constituida para expoliar a las naciones indígenas al sangriento precio del genocidio de sus poblaciones. En definitiva, la actitud de Chávez ante la gesticulante admonición del Borbón, podía interpretarse como un episodio más dentro de una larga historia de opresión, como una reliquia del autoritarismo propio de los españoles ante el que presuntamente se rebelaron los indios alzados de cuya herencia se reclamó depositario Chávez. La pretendida identificación debía, no obstante, sortear un importante escollo: La obstinada historiografía, que evidencia que los indígenas tuvieron escasa relevancia en los alzamientos liderados por los criollos burgueses avecindados en las principales ciudades de la América española. Y ello a pesar de que la iconografía bolivariana haya ido transformando el rostro del Libertador suavizando su angulosa efigie para dotarla de rasgos menos europeos y braquicéfalos.
La imagen de unos indígenas que, oprimidos por la metrópoli, se lanzaron contra los europeos siguiendo la dirección marcada por los pálidos espadones a los cuales se erigieron bronces una vez conseguida la independencia, cristalizó durante el afrancesado siglo XIX. Pese a que durante esa liberadora centuria se impulsaron procesos de blanqueamiento de las naciones emergentes, a veces llevados a cabo mediante el exterminio de indígenas, las nuevas soberanías políticas a menudo se presentaron como recuperación de las perdidas con la irrupción de los españoles tocados de morrión y los tonsurados clérigos que les acompañaron. El siglo XX reforzó tal idea gracias a los interesados esfuerzos indigenistas de la etnología, los izquierdismos antiimperialistas trufados de Teología de la Liberación y el evangelismo norteamericano, terna que en gran medida tomó el testigo de la tarea de la masonería anglosajona y de figuras como la del Ministro Plenipotenciario norteamericano Joel Robert Poinsett (1779-1851), no en vano conocido como El azote del Continente. Sea como fuere, las reconstrucciones de lo ocurrido entre 1808 y el fin del proyecto de la Gran Colombia, han sido muy diversas, entre otros motivos por la operatividad política que mantienen en el actual panorama político hispano frecuentemente necesitado de altas dosis de victimismo que oculten determinados fracasos.
Frente a la vía indigenista reclamada por Chávez, la tesis más ortodoxa empleada para analizar las no por casualidad llamadas emancipaciones hispanoamericanas[1], es la que se acoge al método escolástico. Tal vía nos remite, entre otros, el jesuita español Francisco Suárez (1548-1617), de cuyo fallecimiento en Lisboa se cumplirán en septiembre 400 años. En consonancia con las tesis tomistas, el Doctor Eximius, como otros destacados miembros de su Compañía, señaló a Dios para limitar el poder político y terrenal, siempre tentado de caer en el absolutismo, de los reyes. La soberanía tenía un origen divino y descendía hacia el pueblo, quien lo delegaba, en una maniobra contractual, en las personas regias, pudiendo recuperarla en determinadas condiciones. Un contrato de estructura orgánica –nótese el gran peso en América de instituciones colectivas como los cabildos- muy diferente al marcadamente individualista sostenido por Rousseau, autor que influyó en determinados cenáculos criollos. Tal era el mecanismo de la translatio imperii, invocada por las juntas constituidas en los días en los que la familia real española, los antepasados de Juan Carlos de Borbón, permanecía cautiva en la Bayona. Su captor no era otro que Napoleón, identificado con el Anticristo, razón por la cual muchos fueron los clérigos, con el cura Hidalgo a la cabeza, que impulsaron el griterío hispanoamericano, monárquico y virginal. «¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Abajo el mal gobierno! ¡Viva Fernando VII!», fueron las voces escuchadas en México, en consonancia con lo manifestado un año antes en Quito por una junta en absoluto indígena, que proclamó: «… gobernará interinamente a nombre y como representante de nuestro legítimo soberano, el señor don Fernando Séptimo, y mientras su Majestad recupere la Península o viniere a imperar en América».
La sacudida revolucionaria había venido inspirada en gran medida por ideales de la Ilustración que llegaban en forma de libros a través, por ejemplo, de la Compañía Guipuzcoana. Tan ideológicos cargamentos nutrieron a la Universidad caraqueña, sumándose a la recuperación de Las Casas, por el que tanta admiración profesó Bolívar. Tales circunstancias, junto a la movilidad de distinguidos criollos, explica el ascendente de autores como Voltaire sobre hombres como Miranda.
Sea como fuere, la explicación fundamentada en la metodología clásica, escolástica, ha sido empleada frecuentemente para explicar los procesos que condujeron a la cristalización de nuevas naciones en Hispanoamérica, acompañados de numerosos reajustes y trazados de fronteras. Por citar a algunos recientes historiadores, Carlos O. Stoetzer (1921-2011), autor de Las raíces escolásticas de la emancipación de la América Española, (Estudios Constitucionales, Madrid 1982), ha explorado tal vía, subrayando el gran papel jugado por las doctrinas de Suárez, quien junto a Acosta, Suárez fue el quien tuvo de mayor impacto en el Virreinato del Perú mientras su Defensa fidei, era quemada públicamente en Inglaterra y Francia por ser considerada peligrosa para el Estado.
Si esta es una explicación clásica, que permite incorporar a los indígenas en las revoluciones por la vía de la religión, en 1911 apareció la obra de un compatriota de Chávez que ofreció una alternativa acaso tan mezquina como real. Una explicación ni indígena ni escolástica. El libro, editado en Madrid, se tituló La evolución política y social de Hispanoamérica, y era obra de Rufino Blanco Fombona (1874-1944). El escritor venezolano había tomado ya la vía del exilio tras el ascenso al poder de un Juan Vicente Gómez (1857-1935) al que estuvo próximo antes de ingresar en la prisión de La Rotunda, y convertirlo en carne de sátira bajo nombres como Juan Bisonte o Judas Capitolino. Desde el Madrid en el que fundó la Editorial América anticipándose a la estruendosa eclosión de la literatura hispanoamericana, Venezuela quedó transformada en Gomezuela y el régimen del militar y dictador Gomez, en una barbarocracia.
Es en esa obra donde aparece un razonamiento de las independencias que supone una cruda refutación de los sublimes propósitos con los que suelen justificarse tales procesos. Se halla en un epígrafe titulado «Carácter de la Revolución», y se resume en los siguientes extractos: 
«La Revolución, que se inició simultáneamente, como se ha visto, en casi todas las provincias, fue de carácter oligárquico y municipal. El pueblo no tuvo nada que hacer con ella al principio. […] Fue una minoría, la clase superior, la que tuvo aspiraciones.
¿Y de qué medios se valió para conspirar e imponerse? De los que disponía. Una sombra de poder, el poder municipal, y algunos batallones comandados por criollos.
España heredó de Roma la institución municipal, y la transmitió a su vez a sus hijos americanos. […] En España fueron los municipios hogar de la libertad, hasta defenderse con las armas en la mano contra el poder central y caer vencidos por el despotismo de los Reyes austríacos. […] Era el único Cuerpo del Estado adonde se daba acceso a los hijos de América, no de modo absoluto para ser dirigido o compuesto sólo de americanos, sino proporcionalmente a un número de españoles siempre mayor. Y fue esa minoría de los Cabildos capitalinos la que arrastró a la mayoría peninsular o la engañó; la que, fingiendo con gran astucia política conservar los derechos de Fernando VII, preso por Napoleón, se instituyó en Juntas y empezó a gobernar, no la ciudad, sino el país, y a preparar el espíritu público, la declaratoria de independencia y la defensa armada.»[2]
            Una explicación teñida de realismo y oportunismo que hemos querido llamar, para desengaño de indigenistas, alzados o sedentes, «tesis del engaño».

Iván Vélez



[1] Subrayamos el término «emancipación», acogiéndonos a las tesis que explican la transformación del Imperio generador español en un conjunto de naciones sostenidas por Gustavo Bueno en su España frente a Europa (Alba Editorial, Barcelona 1999).
[2] Rufino Blanco Fombona, Ensayos históricos, Fundación Biblioteca Ayacucho, Caracas 1981, pág. 164.

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