jueves, 22 de noviembre de 2018

Migrantes

Artículo publicado el 10 de noviembre de 2018 en Eldebate.es
https://eldebate.es/identidad/migrantes-20181110

Migrantes

            «Adiós mi España querida,/dentro de mi alma/te llevo metida./Y aunque soy un emigrante/jamás en la vida/yo podré olvidarte», estos versos forman parte de la célebre canción El emigrante, compuesta por Juanito Valderrama en 1949, y dedicada a muchos de los que abandonaron España después de la Guerra Civil. Siete décadas más tarde, la palabra «emigrante» ha ido perdiendo terreno en diversos contextos ideológicos, en favor del término «migrante», que también neutraliza, o lo pretende, a «inmigrante». Como de costumbre, los laboratorios que elaboran la jerigonza políticamente correcta, van por delante de las academias. Si alguien echa un vistazo a la entrada «migrante» incorporada en la última versión del Diccionario de la Real Academia, hallará esta definición, tan genérica como escueta: «Que migra».
            Desprovista de las partículas –in y –e, que indican el sentido del movimiento, la voz «migrante», referida a los humanos, encaja perfectamente dentro de lo que Gustavo Bueno denominó Pensamiento Alicia. Al pronunciar tal palabra, muchos de sus usuarios, rigurosos observantes de este tipo de pensamiento mágico, abstraen una tozuda realidad política, las fronteras, incómoda evidencia para la ilusión aliciesca. El intento de sustitución terminológica responde, a un muy concreto prisma a cuyo través, los grupos humanos pierden sus atributos políticos. El término migrante es un préstamo proveniente de la terminología etológica, preferentemente ornitológica, que permite dar el paso a una ficción en la que quienes quedan bajo su jurisdicción, dejan de ser animales políticos vinculados a sociedades concretas, en virtud de la vaporización, absolutamente intencional, de los límites de las naciones que recubren el globo. El lema, «ningún ser humano es ilegal», concentra la visión eticista según la cual, los hombres no estarían divididos en nacionalidades delimitadas por unas groseras rayas trazadas en los mapas, que encierran áreas planetarias representadas por unas banderas consideradas trapos de colores.
            Sin embargo, y a pesar de la imprecisa definición académica citada, el migrante no puede, en absoluto, ser confundido con el humano que se desplaza para hacer turismo, superando también fronteras. El emigrante, que desde la perspectiva interna de la sociedad en la que ingresa es, digámoslo claro, un inmigrante, no lleva consigo una guía y una cámara fotográfica, sino una carga que casi siempre tiene la forma de la pobreza. Y es esta penosa circunstancia, la que plantea el clásico conflicto entre ética y política, la que recientemente se escenificó en España con motivo de la recepción del buque Aquarius. A bordo de ese barco, que fue repelido por las autoridades políticas italianas, venían más de seiscientas personas, a las que las normas éticas obligaban a atender debidamente. Así se hizo, y no faltaron quienes calificaron de propagandística aquella operación. Mientras en Valencia algunas autoridades trataban de aparecer en las imágenes mediáticas, a las playas andaluzas siguieron llegando pateras y, últimamente, cadáveres, algunos de ellos, acaso, empujados por el efecto llamada que pudo producir la llegada del Aquarius.  Meses después, el baño de realismo político al que se ha sometido el actual Gobierno, ha llevado a la ministra del ramo, Magdalena Valerio, custodia de la cartera de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social, a admitir lo obvio. España no es diferente y, por lo tanto, no puede abrir sus fronteras para acoger a todos aquellos que pretenden dejar la miseria y otros problemas a sus espaldas. La política, en suma, es quien limita, quien pone fronteras a la ética en este caso, por más que los jirones de ropa que cuelgan de las concertinas o las heridas por ellas producidas en la carne africana, puedan conmover a los corazones más duros.
            Nada de ello impedirá, no obstante, que la corriente eticista continúe buscando su cauce, aunque sea a costa de ejercitar la más falsa de las conciencias o de alinearse con visiones tan infantiles como la que ofreciera en su día John Lennon en Imagine. En la que probablemente sea su canción más conocida, el de Liverpool fantaseaba: «Imagina que no hay posesiones,/me pregunto si puedes./Sin necesidad de gula o hambruna,/una hermandad de hombres./Imagínate a todo el mundo,/compartiendo el mundo...»

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