lunes, 28 de noviembre de 2011

1809-2009, dos discursos quiteños

El Catoblepas • número 117 • noviembre 2011 • página 3
Bicentenarios

1809-2009, dos discursos quiteños 

Iván Vélez


Análisis comparado de la declaración de Quito de 1809 y el discurso de Rafael Correa en la ceremonia de investidura como presidente de Ecuador en 2009

     El presente artículo pretende someter a crítica, mediante la comparación de ambos textos, la Declaración hecha por la Junta de Quito el 10 de agosto de 1809, y el discurso pronunciado por Rafael Correa Delgado doscientos años después en esta misma ciudad, coincidiendo con la ceremonia de investidura de su segundo mandato como 41º Presidente de la República de Ecuador, tras la promulgación, referéndum mediante, de una nueva y prolija Constitución en 2008.
Quito, 10 de agosto de 1809


Una forma de análisis de los dos discursos, comenzando por el de 1809, que puede resultar esclarecedora, puede llevarse a cabo atendiendo a la presencia y sentido en ambos de textos de diversos vocablos.
Para comenzar, hemos de señalar que en la Declaración del Palacio Real de Quito no aparece ni una sola vez la palabra «Ecuador», pero sí Quito, cosa lógica si consideramos que Quito, San Francisco de Quito, era una ciudad que dominaba una amplia región integrada en el Virreinato de Nueva Granada. El nombre de Ecuador es tardío, pues fue elegido el 14 de agosto de 1830 en Riobamba, donde se reunió la Primera Asamblea Constituyente convocada por el general venezolano Juan José Flores. La secesión con respecto a la Gran Colombia, era ya un hecho. En cuanto al nombre escogido, la inspiración en un concepto geográfico, el ecuador, línea imaginaria que atraviesa, en efecto, la actual República de Ecuador, evitaba también las fricciones que se hubieran producido entre la antigua Real Audiencia de Quito y Guayaquil, ciudad que declaró su independencia el 9 de octubre de 1820, para dar paso a la Provincia Libre de Guayaquil, dotada de un ejército que, apoyado por Antonio de Sucre, derrotó a las tropas realistas en la Batalla de Pichincha el 24 de mayo de 1822. La victoria y posterior liberación, plantearon la duda de a qué estructura política sumarse, si al de Perú o, como finalmente ocurrió, a la Gran Colombia de Bolívar. Los importantes conflictos internos, no fueron obstáculo para que cristalizara una república, cuyo nombre: Ecuador, también suponía la eliminación de cualquier alusión a los tres siglos de pertenencia al Imperio Español.
Destaca también, por contraste con el discurso construido por Rafael Correa doscientos años más tarde, el carácter urbano del movimiento que terminaría constituyendo la Junta quiteña, institución común en las tierras hispanas, que de este modo recuperaban una soberanía que, dada por Dios al pueblo y entregada por éste al Rey, regresaba a manos populares, toda vez que Fernando VII se hallaba secuestrado en Bayona. El propio texto manifiesta con claridad los objetivos de la Junta:
«… gobernará interinamente a nombre y como representante de nuestro legítimo soberano, el señor don Fernando Séptimo, y mientras su Majestad recupere la Península o viniere a imperar en América».
En esta declaración de intenciones, se hace explícita su provisionalidad e incluso se sugiere la posibilidad de que el propio monarca acudiera a tierras americanas, cuestión que pone de relieve hasta qué punto los españoles americanos, por emplear la fórmula de Feijoo, acusaban la lejanía de la Corona. La cuestión reapareció en México en el contexto de la aprobación del Plan de Iguala, en el que se reclamaba el envío de un infante de la casa de Borbón a las tierras de la Nueva España.
La organización de la Junta, punto de arranque de una pretendida Junta Suprema de mayor escala, partía de unas unidades urbanas concretas: los barrios. De este modo, los representantes que a ella concurren, lo hacen en nombre de los –repárese en la raigambre católica de sus nombres, no en vano la Junta subraya el objetivo de sostener «la pureza de la religión»– barrios de la Catedral, de San Roque, de San Blas, San Sebastián, Santa Bárbara, a los que se sumarán los cabildos.
Por lo que se refiere a los miembros de la Junta de Quito, estos fueron en su mayoría acomodados criollos, con la particularidad de que su presidente era un aristócrata: el II Marqués de Selva Alegre, Juan Pío Montúfar y Larrea (1758-1819), quien había ostentado, entre otros, el cargo de regidor del Cabildo de Quito durante 5 años, dedicándose más tarde a lucrativos negocios como la venta de bulas de vivos y de difuntos, así como a la administración de sus posesiones, entre las que se contaban algunas en España. Añadiremos que en la documentación de la Junta, a Montúfar se le asigna la consideración de «Su Alteza Serenísima». Vicisitudes todas, que no impidieron que el Marqués de Selva muriera en España a los 61 años, recibiendo sepultura en la Catedral de Cádiz, ciudad en la que gozó de la aceptación de los de su misma clase.
Juan Pío Montúfar y LarreaJunto a Montúfar, en representación del barrio de la Catedral, se hallaba el Marqués de Solanda, Felipe Carcelén de Guevara y Sánchez de Orellana (1756-1823), alcalde ordinario de Quito. La presencia de nobles en la Junta –a los aludidos, hemos de sumar al Marqués de Villa Orellana y al Marqués de Miraflores– tiene un precedente inmediatamente anterior, pues en 1808 se produjo la llamada Rebelión de los Marqueses.
Un tercer concepto, el de nación, circula por la declaración de la Junta. En concreto, la palabra se inscribe en la frase: «atendidas las presentes críticas circunstancias de la nación». La pregunta surge de inmediato ¿a qué nación se refieren los firmantes de esta importante manifestación?
Puesto que, como dijimos más arriba, el concepto de Ecuador, y mucho menos el de República en el actual sentido político, eran inexistentes en el Quito de 1809, podemos negar la identificación de esta aludida nación con la que gobierna Rafael Correa en la actualidad. Por otro lado, estamos a menos de 3 años de la aprobación de la Constitución de Cádiz que habla de la nación en los siguientes términos:
«Capítulo I: De la Nación Española
Art. 1. La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios.
Art. 2. La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona.
Art. 3. La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales.
Art. 4. La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen.»
Esta definición de la nación dada en Cádiz, es compatible con el sentido que le dan los quiteños el 10 de agosto de 1809, pues la Junta no defiende la exclusividad de su territorio, sino que trata de ampliar el ámbito de su acción integrando a las regiones adyacentes. Por otro lado, la recuperación de la soberanía por parte de la Junta, con un Fernando VII secuestrado, sigue teniendo encaje en el texto constitucional, que excluye la posibilidad de que la nación pueda pertenecer a una familia o persona. Finalmente, hemos de tener en cuenta la presencia e influencia en Cádiz de españoles americanos como el quiteño José Mejía Lequerica (1777-1813), cuñado del principal ideólogo de la independencia ecuatoriana, Eugenio Espejo, y combatiente en España en la Guerra de la Independencia, quien participó en las Cortes de Cádiz como representante de su ciudad natal en sustitución de uno de los firmantes de la Junta, José Matheu, que no pudo llegar a la ciudad andaluza.
La Constitución de Cádiz, promulgada el 19 de marzo de 1812, tuvo incluso un antecedente quiteño fechado el día 15 de febrero de 1812. Se trata de la Constitución para el Estado de Quito que confirma en gran medida lo expresado en 1809. Redactada «En el nombre de Dios Todopoderoso, Trino y Uno», en ella se manifiesta el deseo de:
«Estrechar más fuertemente los vínculos políticos que han reunido a estas Provincias hasta el día y darse una nueva forma de Gobierno análogo a su necesidad, y haber reasumido los Pueblos de la Dominación Española por las disposiciones de la Providencia Divina, y orden de los acontecimientos humanos la Soberanía que originariamente resida en ellos»
Formas nuevas de gobierno que vienen propiciadas por la reiterada excepcionalidad de la situación, pues en el texto se reafirma la lealtad a Fernando VII, a la vez que se expresa una abierta hostilidad a Napoleón motivada no sólo por su condición de «Tirano de la Europa», sino porque además, el francés es percibido como una amenaza a la religión católica, apostólica y romana, única e incompatible con ninguna otra en el nuevo Estado. Las coincidencias entre este articulado y el que se redactaría un mes más tarde en la Península, son evidentes.
Todos estos datos, avalan la tesis de la continuidad ideológica a ambos lados del Atlántico y algo más trascendente: el hecho de que la relación de la España peninsular con los territorios ultramarinos no fue de dominación o explotación de una serie de ricas tierras, sino de codeterminación política.
Por último, en el texto no se encuentran referencias exclusivas a los indios. Tan sólo se contempla la elección de un «Protector General de Indios con honores y sueldo de Senador», dándole de este modo un tratamiento de excepcionalidad a los indígenas, cuestión que cambiará radicalmente doscientos años más tarde.
Quito, 10 de agosto de 2009
En su discurso del 10 de agosto de 2009, en el que traza las líneas maestras, al menos en el plano intencional, del que será un mandato marcado por la nueva Constitución por él impulsada, Rafael Correa dedica un espacio específico al Bicentenario de la Independencia de la República de Ecuador, arrancando con esta discutible afirmación: «la revolución del 10 de agosto de 1809 […] se propuso alcanzar la meta soñada de la libertad.», aseveración controvertida, pues, como vimos, la libertad a la que se refería la Junta en su grito, lo era la de la tiranía napoleónica, sin que la erradicación de esta dominación extranjera, cuyo fin se trataba de vislumbrar, implicara la independencia política que sugiere Correa. De hecho, la Junta de Quito sólo emplea tal palabra para decir lo que sigue: «El que disputare la legitimidad de la Junta Suprema constituida por esta acta tendrá toda libertad bajo la salvaguardia de las leyes de presentar por escrito sus fundamentos». El contexto de tal libertad, es procedimental y está sujeto, por otra parte, a la legislación hispana existente en la época. Todo ello hace que sólo con grandes dosis de voluntarismo y muy poco rigor, se pueda decir, como lo hace Correa que: «De nuestros primeros patriotas recogemos la bandera de la soberanía y la autodeterminación con el primer gobierno de Agosto de 1809». Tal interpretación conlleva no pocos problemas y anacronismos. Pero prosigamos.
Hecha la citada afirmación, inmediatamente después, Rafael Correa procede a ampliar el radio social e histórico de los acontecimientos que se celebran, implicando a «los mestizos, los indios, el cholerío numeroso» e incorporando a «las memorables rebeliones indígenas del siglo XVIII», sin mentar el grito que tales rebeldes empleaban, el célebre «Viva el Rey y muera el mal gobierno», que en modo alguno constituía una arenga independentista sino una protesta ante la nueva organización política y, sobre todo, comercial, impuesta por las reformas borbónicas. La interpretación histórica de Correa, le llevará después a vincular todos estos materiales con la figura de Simón Bolívar y el proyecto pergeñado por éste de construcción de una gran unión americana, que ahora estaría siendo impulsada por la figura política de referencia del propio Correa: Hugo Chávez Frías, quien no en vano ha añadido a la República de Venezuela la calificación de Bolivariana.
Rafael Correa Delgado, Quito 10 de agosto de 2009Como se observa, Correa, que omite cuidadosamente la palabra «España» y sumerge en una elipsis de opresión española tres siglos de historia ecuatoriana, pretende establecer una línea de continuidad histórica, política y social cuyo origen sería prehispánico, y que tiene por objetivo integrar todo lo ocurrido desde tan incierto comienzo hasta la actualidad, propósito que, de forma harto acrítica, le permite incorporar a un ecuatoriano ilustre cuya vida transcurrió dentro de la nación soberana: Eloy Alfaro Delgado (1842-1912), a quien el actual Presidente de Ecuador no duda en caracterizar como «precursor de las nobles causas de la transformación social, la hermandad latinoamericana y el socialismo». Bajo el prisma negrolegendario de Correa, El Viejo Luchador habría liberado a Ecuador «de las ataduras eclesiásticas, de la ignorancia y el oscurantismo», lastres, todos ellos, que sin decirlo, serán atribuidos a la herencia del Imperio Español sin reparar en la fuerte coloración católica de los textos que venimos estudiando. De este modo, Eloy Alfaro pondría las bases del anhelado Socialismo del Siglo XXI al que se suma, bien que de modo impreciso, el actual Presidente de Ecuador.
Por último, el discurso se refiere a las diversas revueltas y revoluciones hispanoamericanas, haciendo desfilar por él a Martí, Sandino y Morazán, continuadores, según la perspectiva de Correa, de las llevadas a cabo por los así llamados «nuestros pueblos ancestrales», todos ellos unidos por su apuesta por la paz y la solidaridad.
Nada hay, sin embargo, en las palabras de Correa, que pueda sorprender a aquel que esté familiarizado con las interpretaciones históricas a la que nos tienen acostumbrados ciertos sectores ideológicos hispanoamericanos que, de un modo revelador, se sienten más cómodos bajo la denominación de latinoamericanos. Sin embargo, y al margen de las evidentes contradicciones y deformaciones que acusan tales reconstrucciones históricas –algunas de las cuales saltan a la vista con el simple cotejo de los textos originales–, para un español de principios del siglo XXI, llama la atención el uso de conceptos tales como «autodeterminación» puestos en boca de un dirigente hispanoamericano que trata de marcar con claridad las distancias con todo aquello que pueda aproximarle a lo español.
Autodeterminación, decíamos, es un concepto muy familiar para cualquier español, pues este es el eufemismo habitualmente empleado en algunas regiones españolas para plantear la secesión. Este y otros vocablos nos remiten a algunos personajes muy próximos a Rafael Correa. En particular, destacan los asesores españoles Roberto Viciano Pastor y Rubén Martínez Dalmau, figuras, especialmente la primera, muy relevantes en el proyecto de Constitución ecuatoriana aprobada por Correa.
Roberto Viciano, viejo conocido de Rafael Correa, con quien mantiene una cierta amistad desde los tiempos de profesor universitario del hoy mandatario ecuatoriano, es Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valencia y ha sido presidente de la Fundación Centro de Estudios Políticos y Sociales (CEPS), institución vinculada a la socialdemocracia española, entre cuyos elevados objetivos figura: «la transformación de la sociedad en una realidad más justa, democrática y solidaria», así como la promoción de «la idea de la integración pacífica y la cooperación política, social y económica de los pueblos, especialmente en Europa». Una apelación al «pueblo», que ha calado hondo en el propio Correa, como demuestra su reiterado empleo, hasta en 38 ocasiones, de tal palabra en su discurso.
Sin embargo, la conexión ecuatoriana no es la única que ha tenido a Viciano y sus colaboradores como protagonistas, pues este antaño militante de Fuerza Nueva y hogaño fervoroso izquierdista defensor del derecho de autodeterminación para el País Vasco, ha puesto su tanque de pensamiento a disposición de otras importantes figuras políticas de la talla de Hugo Chávez, Evo Morales o Ollanta Humala, en cuyos países mantiene sedes permanentes la Fundación CEPS.
Las huellas dejadas en la Carta Magna ecuatoriana por este y otros transitólogos españoles –por emplear el vocablo acuñado por el filósofo mexicano Ismael Carvallo–, son evidentes, no sólo en el citado asunto de la autodeterminación, sino en lo que concierne a la organización territorial ecuatoriana, muy próxima al modelo autonómico español, que se ha revelado como un factor disolvente de la nación. Si en un país como España, de gran homogeneidad cultural –a pesar de los esfuerzos hechos por los separatistas para negarla– los resultados de tal modelo han devenido en una verdadera amenaza de la eutaxia política, los efectos de tal modelo en una república que cuenta con tan importante número de poblaciones indígenas, pueden ser catastróficos.
Frente a la visión que ofrece CEPS de lo ocurrido en estos últimos 200 años que ahora se conmemoran, e incluso de los 300 anteriores de pertenencia de estas repúblicas al Imperio Español, es preciso proceder a un análisis riguroso fundado en la caracterización del mismo como imperio generador, imperio del cual, mediante una transformación política contemplada desde su inicio, surgieron tales naciones políticas soberanas.
Muchos son los peligros que entraña, para la actual configuración política de Hispanoamérica, la puesta en práctica de la doctrina CEPS, pues su querencia por los «populares» movimientos indigenistas, la exacerbación de las naciones étnicas, constituye una verdadera amenaza para las repúblicas en las que tan cálida acogida ha tenido la liberadora organización.
Finalmente, y sumado a lo anterior, la hispanofobia flotante en tales ambientes, plantea un serio problema para constituir un proyecto unionista, bolivariano o no, pues es insoslayable el hecho de que una tal totalización tiene que hacerse sobre la única que ha existido hasta el presente: la que configuró España en su proyecto imperial, cuyas huellas permiten hoy entenderse a varios cientos de millones de hombres.

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