domingo, 22 de julio de 2018

La caverna numinosa de Alarcón

Capítulo del libro Escritos. Pinturas contemporáneas de Jesús Mateo, VV. AA. Cuenca 2018, pp. 163-173:

La caverna numinosa de Alarcón

            Supe de las pinturas murales de Jesús Mateo en Alarcón gracias al ensayo a ellas dedicado por Gustavo Bueno. El filósofo español, de quien me confieso discípulo, había escrito a finales de 1998 un extenso texto titulado: «Más allá de lo Sagrado: un análisis del proyecto del mural de Jesús Mateo», que formó parte del volumen Pinturas Murales de Alarcón[1]. Ni que decir tiene que la lectura de tan magistral texto condicionó y sigue marcando mi acercamiento a unas pinturas que sólo tiempo después pude contemplar in situ. Años después de aquella lectura reveladora, tuve la fortuna de conocer la generosa personalidad de Jesús Mateo, quien amablemente me propuso escribir sobre su impresionante obra después de haber mantenido algunos debates al respecto.[2]
            Aceptado el reto, la primera pregunta que surge parece evidente: ¿cómo abordar el análisis, cómo interpretar la impronta de Mateo sobre los muros de la iglesia de Alarcón? Acaso reconstruyendo los diversos itinerarios que nos conducen a las pinturas pueda resultar fértil. Veamos.
            Quien visita Alarcón deberá dejar atrás la llanura conquense para internarse en un terreno quebrado tallado por el agua y atravesado por muros, los de la muralla de una villa perfilada por la silueta del castillo al que debe su sonoro y belicoso nombre. En una de sus plazas aparece la iglesia de san Juan Bautista, a cuyo interior el visitante accede por una puerta lateral que refuerza la sorpresa final: la aparición de un templo de una sola nave cuyas paredes, con la interrupción de los contrafuertes que sirvieron para la formación de capillas laterales, retienen la obra de Mateo. Si este es el camino que el viajero ha de recorrer, el transitado por el pintor hasta poder ofrecer tan magna obra, vendrá dado por determinados hitos que trataremos de reconstruir alejándonos de la tentación de caer en el frecuente error de considerar a los artistas como meros creadores que extraen formas de un mundo a ellos únicamente accesible.
                                                          
1.      Recuerdo y proyección

            Descartada la vía inspirativa y autorreferencial, recuerdo y proyección parecen ser las únicas alternativas a la posibilidad de un arte emanado del ego diminuto del individuo, por grande que sea su talento. Entendemos así, que todo artista necesita, para construir o confeccionar sus obras –nunca crearlas-, recorrer dos procesos de vieja tradición: el de la anamnesis[3] y el de la prolepsis[4]. O, dicho de otro modo: todo artista deberá buscar en sus recuerdos, en su formación, los materiales con los que podrá proyectarse hacia la realización de su obra. Un proceso que, dado el propio curso histórico de las Artes, en este caso la Pintura, no se limitará a la mímesis, siempre incompleta, de la Naturaleza, sea esta viva o muerta. Y la introducción en este punto de las llamadas naturalezas muertas, tema ya clásico en Pintura, se hace para señalar los problemas que acarrea el uso de términos como «naturaleza» o «realismo», tan secularmente empleados. Dejando aparte el espinoso asunto mimético, hemos de subrayar el hecho de que la imitación o reinterpretación tiene frecuentemente como referencias otras producciones humanas convertidas en modelos únicos o, por el contrario, en los cánones tan denigrados por la modernidad plástica. En su inmensa mayoría, modelos idiográficos y modelos nomotéticos, siempre presentes aunque no siempre evidentes en el mundo entorno son las dos grandes familias formales a las que el artista acudirá, sépalo o no.
            Hechas estas consideraciones generales, trataremos primero de sondear en los recuerdos de los cuales haya podido surtirse Mateo para la elaboración de un proyecto que fue transformándose desde sus primeros pasos hasta el resultado que hoy puede contemplarse en Alarcón. Al cabo, tras el impactante final, se adivinan los ineludibles arrepentimientos de todo artista, esos giros y rectificaciones que responden a una lógica evolutiva o a mutaciones a menudo inexplicables.
            Jesús Mateo nació en Cuenca en 1971, y no parece descabellado afirmar que el mundo formal más inmediato pudo dejar su huella en el niño que pronto se aproximaría a la pintura, tan presente en la ciudad a partir de los años 60. Presencia institucionalizada a partir de la inauguración, en 1966, del Museo de Arte Abstracto Español, que Mateo comenzó a visitar a los tres o cuatro años de la mano de su padre. La ciudad, suspendida entre las hoces del Júcar y el Huécar, une a los erosionados perfiles de la roca, la de los sillares, la cal y la madera de una arquitectura singular, colgada. Por su confesión he podido saber que el Jesús Mateo infantil también se sintió atraído por las espirales fósiles, los ammonites y las gallinicas ciegas que con tanta frecuencia afloran a esas tierras. Depósitos sellados de una fauna remota como la del yacimiento de Lo Hueco, anticipo paleontológico de la cápsula pictórica de Alarcón.
            No cabe desdeñar ese mundo de influencias, que regresarían posteriormente si es que alguna vez se fueron. Sin embargo, el ascendente más poderoso sobre un artista que se formó alejado de los ámbitos académicos, hemos de buscarlo en el grupo a los que la ciudad dio nombre. Jesús Mateo, autodidacta, encontró como principal fuente formativa a un amplio colectivo del cual alcanzó a conocer personalmente a algunos de sus integrantes más destacados, tales como Gerardo Rueda, Gustavo Torner o Antonio Saura. Instalado en las Casas Colgadas, el Museo de Arte Abstracto de Cuenca fue el punto de convergencia de las producciones artísticas que, como es sabido, alcanzaron una creciente relevancia internacional por su oposición al arte figurativo y propagandístico soviético que todavía mantuvo su influjo durante la Guerra Fría. Asiduo visitante de sus salas, en las cuales las obras se integran dentro de un laberíntico grupo de estancias blancas tras las cuales se adivina un esqueleto de colondas, pies derechos y sogas impregnadas en yeso, Mateo pudo comenzar a aprender de las obras de estos pintores, artistas avecindados a mediados del siglo XX en una ciudad de provincias a la que no llegaron ayunos de influencias. La magnífica biblioteca de la institución completaría su formación.

2.      Arte parietal y vacío habitable

            Mateo ha manifestado alguna vez que para él las de Alarcón son pinturas que se conciben como si se pintaran sobre una tela, un lienzo en definitiva. Lienzo es también el vocablo con el que se designa a las paredes, circunstancia que nos invita a adentrarnos en el arte vinculado a los muros como soporte. Si descartamos el primer arte mueble, conviene reparar en el hecho de que las más antiguas imágenes –grabados, relieves, pinturas- realizadas por el hombre se hicieron en ámbitos cóncavos, en cuevas o abrigos marcados por la concavidad, característica fundamental, el vacío o kenós habitable, de la arquitectura en cuyo dintorno pétreo ha actuado nuestro artista.
            Regresando a la idea de un arte marcado por el ciclo recuerdo-proyección, es oportuno seleccionar algunos primitivos ejemplos de arte parietal a los que de algún modo alude el tapiz de Alarcón, desplegado sobre un bastidor conformado por los contrafuertes interiores y las molduras. La obra de Mateo conecta del algún modo con pinturas realizadas en espacios cavernosos como las de la Cueva Auditorium en la India, que conserva, en lo que cabe denominar metafóricamente como paredes, imágenes con una antigüedad superior a los 100.000 años, pero también con otros enclaves, como la australiana Niwarla Gabarnmung Shelter, en la que están representados animales hoy extinguidos. Al igual que ocurre en Alarcón, la cueva australiana retiene en sus muros una fauna que forma parte de la realidad como pura representación. Algo similar ocurre en pinturas que el tiempo ha descontextualizado con respecto a su entorno actual. Es el caso de las que se mantienen en abrigos del hoy desértico y antes fértil Sahara. Cabe también citar el caso de Chauvet, donde aparecen otros animales, otros númenes hoy sólo existentes gracias a los trazos de las manos de quienes coexistieron con ellos.
            El somero repaso de estas cuevas repletas de fauna pintada nos ofrece un verdadero panteón, el constituido por los animales divinos con los que el hombre trabó las complejas relaciones que constituyen, desde la perspectiva del Materialismo Filosófico, el núcleo de la religión[5]. Entendidas de este modo, las pinturas y las ceremonias desplegadas frente a ellas se nos aparecen como los primeros casos de un arte religioso que fue cambiando en cuanto a técnicas y modelos al compás de las tres fases de la religión distinguidas por Bueno. Bajo esta perspectiva trifásica, las formas animales u orgánicas que pueblan todos los lienzos citados no quedan enteramente desconectados de la iglesia de Alarcón, que puede entenderse como una suerte de caverna artificial, como un templo que, por su condición católica, albergó numerosos contenidos residuales de fases religiosas anteriores: hombres alados, santos y vírgenes dotados de inauditos poderes, acompañados a menudo de animales. Ello sin olvidar la omnipresente presencia del dogma de la Trinidad que permitió a otra religión del libro, el Islam, fuertemente marcado por su iconoclasmo, acusar de politeístas a los cristianos.
            De vuelta de esta indagación en tan lejanos precedentes, parece obligado comentar algunas semejanzas y diferencias entre el trabajo de Mateo en Alarcón y el de otros artistas coetáneos en escenarios que, de algún modo, aparecen automáticamente asociados. Entre estos cabe citar el de Eduardo Chillida en Tindaya. El proyecto de la montaña canaria, en cuyas faldas garabatean los petroglifos guanches, consistía en la horadación de la misma para abrir un gran hueco iluminador, un óculo que nos ha permitido definirlo como el Panteón Circularista de Tindaya[6]. En tal espacio, los hombres, en lugar de girar sobre sus pies para mirar la obra plasmada en las paredes, se miran unos a los otros de espaldas a los planos pétreos tallados. Chillida, a diferencia de Mateo, busca en su obra el diálogo entre humanos, un diálogo que de algún modo desdibujaría sus diferencias.
            Otras recientes obras han surgido en ámbitos católicos, en templos no tallados en la tierra, sino asentados en ella a base de sillares, dovelas y cimbras. Entre ellas destaca, por su repercusión mediática, el mural cerámico de Miquel Barceló en la Capilla del Santísimo de la Catedral de Palma de Mallorca. Circunscrito a esa capilla, el mural, a diferencia del de Mateo, al margen de su gestación y realización, se atiene a un relato preciso, el bíblico que narra el milagro de los panes y los peces.
No podemos finalizar tan moroso repaso sin citar las vidrieras contemporáneas de Gustavo Torner instaladas en la Catedral de Cuenca. Ajenas a la iconografía, gótica y barroca de la Catedral, los lienzos vítreos, deudores de la reformulación del arte religioso que se dio en los 60 del pasado siglo, remiten de algún modo a la sentencia, Ego sunt lux mundi.

3.      La caverna numinosa de Alarcón

            El lienzo sobre el que incidieron los pinceles de Mateo, atravesado por una serie de geometrizantes elementos arquitectónicos, se abre a morfologías irreconocibles. Alejado de la clásica técnica del trampantojo que completaba ilusorias arquitecturas o escenas naturales aparentemente reales, se nutre de una iconografía a la que también suponemos antecedentes. Si los buscamos en la Historia de la Pintura, El Bosco de El Jardín de las Delicias aparece como una referencia inexcusable. Los aromas del Románico y de los arcaicos bestiarios, habituales inquilinos del taller de Mateo, aparecen acompañados por rostros aureolados por el eco de Modigliani y Basquiat, pero también por el colorido y popular bullicio de las botargas del carnaval.
            Antes, no obstante, de proseguir ahondando en los referentes o dejarse llevar por las constelaciones que puntean el cielo pictórico de Alarcón, es obligado detenerse en aspectos más prosaicos pero imprescindibles en la realización del proyecto mateo: aquellos que propiciaron las condiciones materiales de la ejecución de las pinturas, e incluso los vinculados a la técnica empleada. En efecto, frente a la idea sublime de la creación, deben situarse las condiciones prácticas para que esta cuaje. Obligado es, en este sentido, como conocido precedente, referirse al caso de la Capilla Sixtina. De nada hubiera servido el descomunal talento de Miguel Ángel de no haber contado, a pesar de su polémica relación, con el respaldo del Papa Julio II. Si en el caso romano fue la poderosa Iglesia Católica quien sustentó el trabajo de Miguel Ángel, lo ocurrido en Alarcón ilustra perfectamente el proceso que condujo a un mito, el de la Cultura, que vino a sustituir al de la Gracia santificante[7]. Con el añadido de que, en este caso, el soporte sobre el que aparecerían las pinturas de Mateo fue una iglesia desacralizada. Los hechos, según el propio relato del artista, ocurrieron del siguiente modo:
            En su visita a Alarcón, el joven pintor quedó prendado de aquella construcción semirruinosa que había dejado atrás las formas consagradas y la transubstanciación, para ser dedicada a actividades profanas. La iglesia de san Juan Bautista, perdida la utilidad para la que fue concebida, había sido cuadra, desván y almacén. Pese a todo, su decadente estado no impidió que Mateo fuera consciente de las posibilidades que le podía abrir tal enclave. Muy al contrario, acaso el abandono al que estaba sometido el edificio actuó como un oculto resorte. Sin embargo, para que el proyecto pudiera arrancar, pues ninguna obra puede quedar confinada en un hermético mentalismo, debía articularse una estructura que lo hiciera posible. Un camino tortuoso conduciría a las pinturas. El primer paso, tras los titubeos iniciales del párroco de la localidad, Luis Martínez, fue contactar con el Obispo de Cuenca, José Guerra Campos (1920-1997) que, para sorpresa de muchos, permitió el inicio de un trabajo que pudo sustanciarse gracias a la intercesión de la UNESCO, institución internacional de carácter cultural. El factor gremial también se involucró: un grupo de pintores cedieron sus cuadros para obtener fondos una vez comenzado el proyecto. El círculo institucional se cerró con la constitución de una Asociación de Amigos de las Pinturas que todavía existe.
            Junto a esta estructura institucional, las técnicas y las condiciones de trabajo también supusieron un factor condicionante y transformador de la obra. Las paredes debieron ser restauradas y tratadas antes de que las formas, diferentes a las esbozadas en otros soportes, las poblaran. Mateo, y ese detalle no es menor, pintó de noche durante siete años, como si lo hiciera dentro de una caverna. De un modo que recuerda la forma en que trabajaban los hombres prehistóricos. Todos estos factores incidieron sin duda en el resultado final.
            Con todo dispuesto, Mateo pudo dar comienzo a un trabajo que se desdoblaba entre el trabajo del taller, en el que elaboraba bocetos, apuntes, maquetas y cartones –método clásico que nos recuerdan al Goya de los tapices- en los cuales los temas y formas fueron sufriendo una constante metamorfosis. Por último, la obra de Mateo, deudora de la tradición pictórica, lo es también del microscopio y el telescopio, instrumentos amplificadores de la realidad, prolongaciones tecnológicas de nuestros sentidos que nos permiten acceder a mundos y seres inalcanzables a la visión e incluso al tiempo presente.
            Decantado por el paso de los años, fue tomando forma un bestiario renovado que nos remite a las representaciones paleolíticas y a los beatos, pero también a las máscaras primitivas que fascinaron a Picasso y se abrieron espacio en los salones burgueses que Mateo se niega a pisar. En los muros de Alarcón restallan destellos de Klimt y formas vagamente bíblicas conviviendo con alusiones sexuales y con el remoto naturalismo de la Paleobiología. En su constante transformación, el proyecto, ceñido en origen a las paredes, se amplió a la bóveda. La superficie añadida fue la que otorgó a la obra de Mateo una condición cavernosa que queda reforzada gracias a la manera de acceder, en ángulo, al espacio pintado. Cuando el visitante cruza la última puerta accede a ese universo por cuyo cielo serpentean constelaciones. Acaso sea este tipo de entrada, con su sorprendente final, la que ha llevado a muchos a emplear el lugar común de las entrañas, a apelar a una suerte de viaje uterino tras el cual dicen regresar al espacio materno al que se accedería a través de una sacristía alegóricamente convertida en un invertido canal del parto por el que volver a un confortable mundo que se cree recordar.
            Un retablo dislocado ocupa hoy el interior de una iglesia de la Contrarreforma, sustituyendo el abigarrado conjunto de santos, animales y símbolos propios de aquel tiempo opuesto a la desnudez luterana. Conectados a su pasado, los murales todavía aluden a ese pulso figurativo. Hoy, en el interior de la caverna de Alarcón, admiramos maravillados los nuevos númenes, y asistimos a la resacralización del templo obrada por la mano de Jesús Mateo.

Iván Vélez
Carrascosa, 24 de agosto de 2017



[1] Pinturas Murales de Alarcón, Cuenca 1999, págs. 81-115.
[2] Véase la sesión de la Escuela de Filosofía de Oviedo del lunes 15 de octubre de 2012 en  la Fundación Gustavo Bueno. Jesús Mateo & Iván Vélez: «Regreso al templo. Arte sacro y vanguardia. La caverna numinosa de Alarcón»,  https://www.youtube.com/watch?v=Sjz6kK5bK6I
[3] Una definición de anamnesis en: http://www.filosofia.org/filomat/df233.htm
[4] Una definición de anamnesis en: http://www.filosofia.org/filomat/df234.htm
[5] Gustavo Bueno Martínez, El animal divino. Ensayo de una filosofía materialista de la religión (2ª edición, corregida y aumentada con catorce escolios), Pentalfa Ediciones, Oviedo 1996.
[6] Véase Iván Vélez, «Tindaya, un panteón circularista», núm. 85, marzo 2009, pág. 12, http://www.nodulo.org/ec/2009/n085p12.htm
[7] Véase Gustavo Bueno Martínez, El mito de la cultura, Prensa Ibérica, Barcelona, 1996.

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