lunes, 30 de julio de 2018

Viaje a España, el orientalismo a bajo coste de Teófilo Gautier

Artículo publicado en Libertad Digital el 26 de agosto de 2018:

Viaje a España, el orientalismo a bajo coste de Teófilo Gautier

En los inicios de los años 60, Manuel Fraga Iribarne, Ministro de Información y Turismo, lanzó el célebre lema «Spain is different!», que venía a dar continuidad a una campaña anterior, lanzada durante la posguerra, bajo el escueto rótulo, «Visit Spain». Las dos iniciativas, encaminadas a recibir turistas y divisas, dan buena cuenta de hasta qué punto, una vez eclipsada Alemania, el régimen franquista se tiñó de una anglofilia, o por mejor decir, de un atlantismo, que quedó sellado a principios, a través de diversos acuerdos, de la década de los 50. Apoyadas en la cartelística, disciplina que en España contaba con una gran tradición, las campañas explotaron los viejos tópicos iconográficos españoles, si bien, la segunda de ellas añadió sol y playas a las ya habituales estampas de toreros y vírgenes. El imaginario que quedó atrapado en el papel publicitario no era en absoluto novedoso, pues durante el siglo anterior, España recibió un verdadero aluvión de viajeros, llamados impertinentes, que, aureolados de romanticismo, contribuyeron a consolidar la imagen de una nación excepcional por exótica. Tanto como para que a Juan Valera le llegaran a preguntar si en España se cazaban leones.
Uno de los que más contribuyeron a la consolidación de estos tópicos, fue el francés Teófilo Gautier (1811-1872) que, acompañado de un daguerrotipo, llegó a España en calidad de corresponsal periodístico. Fruto de aquel viaje fue su libro Viaje a España (París 1843), que se publicó por primera vez bajo el título Tras los montes, en clara alusión a unos Pirineos a menudo vistos como el límite que separa a la civilizada Europa de una España bárbara y atrasada, integrada en África. A esta obra, a la que debe el literato francés su fama, siguieron otras inspiradas en sus seis meses de estancia en España. En efecto, en 1845 publicó el poemario España, al que ha de añadirse una novela breve titulada Melitone, y vertida al español como Los amores de un torero. Traducido por el krausista Enrique Mesa, Viaje a España se editó por primera vez en Madrid en 1920, convirtiéndose en un texto que ha gozado del interés de numerosos lectores y de plumas como las de Azorín o Vázquez Montalbán. Hace dos décadas, en 1998, Jesús Cantera Ortiz de Urbina hizo una nueva traducción para Cátedra, de la cual nos hemos servido para realizar este breve comentario sobre un libro convertido en un clásico de su género.
Lo primero que llama la atención del relato de Gautier es el abismo sobre el que se alza el puente del Bidasoa. Una fractura tan sólo visible para unos ojos tan condicionados como los de nuestro autor. Los dos mundos sobre los que vuela el puente no pueden ser más distintos. En el lado francés, el puesto fronterizo lo ocupa un gendarme grave, honesto y serio; en el otro extremo se sitúa un soldado español «saboreando en la hierba verde los encantos y dulzuras del descanso con una beatífica indolencia». Tras él se halla la vida española, que se hace plenamente reconocible en Irún, donde, para disgusto de los cultivadores de las ensoñaciones racistas aranianas, nos dice Gautier que «todo está blanqueado a la cal según el gusto árabe».
            El resto de la narración de lo vivido en la España que ha dejado atrás la Guerra de la Independencia, y que se recupera de la Primera Guerra Carlista, ofrece la imagen de un país en el que conviven reliquias de un pasado glorioso, con escenas de un pintoresquismo teatral y a menudo forzado. Y es que, como hemos visto, aunque Gautier percibe rasgos orientalizantes desde el mismo momento en que sus curiosos pies pisan el suelo español, toda su obsesión es alcanzar Andalucía, lugar donde se custodian las esencias de una verdadera y floreciente España oculta bajo veladuras imperiales, las arrojadas por figuras como «el triste hijo de Carlos Quinto», el sombrío Felipe II, «rey nacido para ser gran inquisidor», impulsor de una «lúgubre fantasía»: El Escorial. El anhelo de encontrar los rasgos de la España mora es el que espolea a Gautier a cruzar Castilla, haciendo escala en unas posadas de las que da una versión más favorable que la de otros viajeros coetáneos, no sin antes acercarse a visitar la tumba del Cid, antes de llegar a la ciudad de Madrid rodeada de un paisaje desolador. Ya en la capital, por la que deambulan aguadores gallegos y buscavidas de toda condición, urge asistir a una corrida de toros. Los dos días que faltan para su celebración consumen de impaciencia al narrador. El espectáculo, amenazado por la civilización, resulta excitante desde antes de su inicio. La calle de Alcalá está repleta de bestias, manolas y toda suerte de personajes. Gautier confiesa sentirse dentro de «una especie de deslumbramiento vertiginoso» al ocupar su asiento en lo que no duda en calificar como «circo». A partir de ahí, por el relato cruza la presencia majestuosa de los ocho toros que embisten con fiereza y descosen a cornadas a los caballos, catorce de ellos muertos sobre el ruedo. En las gradas centellean las miradas de las mujeres madrileñas, que «son muy monas, de bonito tipo, el pie delgado, el busto echado hacia atrás, el pecho de un contorno un tanto exuberante». El tipo español, afirma Gautier, «no existe en España». Sin embargo, estos desajustes que se le aparecen a nuestro escritor, pueden ser enmendados, como de hecho le ocurrirá en Sevilla, donde halla a hembra que no ha encontrado en Madrid: «Cuando una mujer española, casada o soltera pasa junto a vosotros, baja lentamente sus párpados, y al instante los levanta de repente, os lanza de frente una mirada de un esplendor incontenible, hace una especie de guiño y vuelve a bajar las pestañas». Gautier, como Picasso, no busca, encuentra, y todo lo que espera hallar está en el sur.
Si al atravesar la línea fluvial del Bidasoa accede a otra atmósfera, Sierra Morena permite a nuestro hombre entrar en la España ajustada al canon exótico con el que llegó desde Francia. A pesar de que Gautier es capaz de afirmar, anticipándose de algún modo a Azaña, que «ya no existe la España católica. La Península ya se ha hecho a las ideas volterianas y liberales acerca del feudalismo, la inquisición y el fanatismo», no decae en su empeño en encontrar lo que viene a buscar. Aquello que hay al sur de Despeñaperros

«El Puerto de los Perros es así llamado porque fue por allí por donde los moros vencidos salieron de Andalucía, llevándose consigo la felicidad y la civilización de España. España, que está en relación con África como Grecia lo está con Asia, no está hecha para las costumbres europeas. El genio de Oriente penetra bajo todas las formas, y es tal vez de lamentar que no haya seguido siendo mora o mahometana».

Como era de prever, la España oriental, cuyos destellos ya se habían hecho visibles en la otra orilla del Bidasoa, está tras esas otras montañas, en Andalucía, donde sus ojos seleccionan todo aquello que hace de España diferente. Es allí donde Gautier deja volar su imaginación, borrando de su vista todo aquello que puede deformar su idealizada visión. En ella se recrea antes de abandonar España a bordo de un barco que, tras hacer escala en Cartagena, Valencia y Barcelona, le devolvió a su Francia natal. El final de la obra no puede ser más acertado: «El sueño había acabado».

1 comentario:

Jose Antonio Martinez Climent dijo...


Estimado Sr. Vélez:

Corre libremente la especie de que a los viajeros románticos del pelo de Gautier les fascinaba todo aquello que entonces tenía España. Esto, siendo verdad, también es mentira, o, por matizarlo, no fue del todo así. Si bien los ilustrados que se adentraban en España (ya fueran aquellos párrocos ingleses visitando el Norte que menciona I. Noriega, o los Gautier afrancesados que tanto abundaron) apreciaban el retraso material del país por lo que les ofrecía de una relativa rusticidad, comparada con la modernidad irrefrenable de sus lugares de origen, tanto como el (para ellos) abismo espiritual y racional del rústico español (complemento necesario para la imagen agrícola que busca el turista), no es menos cierto que no pocos de ellos desesperaban a causa de dicho atraso, en particular del material, cuando este ejercía su empecinado oficio.

No son muchas las ocasiones en las que el tono de la queja se hace patente en las descripciones que sus libros nos ofrecen, ni tampoco es esta casilla de comentarios sitio en el que abundar, así que baste este párrafo de Gautier para dejar el regusto de otros tantos, de hartazgo educado expresado con santa resignación. Sobre su alcance hemos dejado constancia en otro sitio, así que baste ahora con citarlo:

“Algunas cruces de mal agüero, que tienden aquí y allá sus brazos desnudos; algunos campanarios, que indican un pueblo lejano, tal o cual arroyo seco atravesado por un puente de piedra, son los únicos accidentes que se ofrecen. De vez en cuando se encuentra un labriego, que marcha en su mula con la carabina al lado; a un muchacho, que arrea a dos o tres burros cargados con cántaros o sacos de pan; a algunas pobres mujeres escuálidas y requemadas por el sol, que llevan medio arrastras a un chiquillo de aire salvaje”.

Y sin más que dejar constancia le saluda cordialmente,

José Antonio Martínez Climent