Artículo publicado en Cuenca News el lunes 24 de diciembre de 2012:
De un mecánico universo
Ha aparecido recientemente un
nuevo libro del filósofo Carlos M. Madrid Casado (Madrid, 1980): Laplace. La mecánica celeste -RBA, 167 págs.- que lleva por elocuente subtítulo
la siguiente exclamación: ¡Este Universo
funciona como un reloj!
La obra resulta ser, pero no
solo, una semblanza del matemático francés Pierre-Simon Laplace (1749-1827). Y
decimos no solo porque, como le ocurre a un Carlos Madrid que no es únicamente
filósofo sino también matemático, el volumen que se distribuye por los quioscos
es mucho más que una biografía. En efecto, en las páginas de este libro podemos
asistir a la recreación del agitado ambiente científico que sirvió para tomar el
camino abierto por Newton y dejar atrás definitivamente las turbulentas teorías
de Descartes.
Laplace es, obviamente, el hilo
conductor de una obra que pone el punto de mira en una época crucial en lo
científico, pero también en lo político. No en vano, muchos fueron los hombres
de ciencia, los sabios ya convertidos en científicos, que compatibilizaron
laboratorios y tribunas con mayor o menor fortuna. Entre ellos destaca el
brillante y astuto Laplace, crucial en el campo matemático pero no menos
imprescindible en la construcción de un nuevo mundo en el que muchos hombres dejaron
de ser vasallos para convertirse en ciudadanos.
Guillotinas, derivadas y enseres
de laboratorio estuvieron tan involucrados en una revolución como las más
sublimes ideas que la ilustran, por más que el
más ingenuo idealismo ignore tales instituciones. Es en un tiempo tan
convulso en el que Laplace fue capaz, en ocasiones recurriendo a ardides no precisamente
limpios, de desarrollar una carrera que hoy sigue vigente en las aulas pero
también en una vida medida en los nuevos patrones y magnitudes por él
impulsados desde los aledaños de un poder al que siempre supo estar próximo.
Al margen de estas cuestiones, el
centro de tan ameno libro lo constituye la gran aportación de Laplace en
relación con la demostración de que el mundo, y ello al margen de que
posteriormente sus aportaciones hayan sido cuestionadas, era mucho más estable
de lo que se creía. El determinista Laplace, apartó del mundo la correctora y
protectora mano del Dios con atributos de relojero que el teólogo Newton había
incorporado a su Ley de Gravitación Universal.
El universo de Laplace espantaba
los temores de un cataclismo cósmico. Dos siglos más tarde, los últimos días de
2012 han servido para ver hasta qué punto grandes áreas de “la generación más
preparada de la Historia de España” y muchos de sus medios de información,
entre bromas y veras, daban pábulo a la extravagante teoría maya del fin del
mundo, si no en la estricta creencia de un colapso físico, en la fe en un giro
espiritualista que acaso sea aún más infantil que los pavores del tiempo
aludido. Contra semejantes delirios siguen siendo muy útiles tanto la nada
supersticiosa obra de Laplace como el magnífico libro de Carlos Madrid.
Iván Vélez
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