Artículo publicado el 29 de marzo en el blog "España Defendida" de La Gaceta.
Estepario y lacustre. De "Tuto" a "Juan María Alponte"
Cual
castizo y montaraz –había nacido en Santander- Augusto, trató hasta última hora
de dejar un cadáver convenientemente maqueado, incluso exquisito si se tiene en
cuenta que Enrique Ruiz García también
respondió a pseudónimos como Tuto, Hernando Pacheco o ese Juan
María Alponte por el que fue conocido en la segunda mitad de su larga
vida. Su rostro había adquirido las formas de una máscara con la que fue capaz
de adaptarse a las cambiantes situaciones del problemático y febril siglo XX
que sirvió de escenario para interpretar un papel compatible con la envolvente
a atmósfera memoriohistoricista tan
rentable como habitualmente poco escrupulosa con el rigor. Un biotopo
ideológico propicio para alguien tan camaleónico como ese español luego mexicano convertido en cenizas el pasado 5 de diciembre.
Enrique Restituto Ruiz García, a cuyo segundo nombre debió ese Tuto con el que era conocido el hijo de
un obrero sindicalista falangista revolucionariamente
asesinado ante sus ojos, del que heredaría su credo católico y falangista,
no había nacido, tal y como mantuvo durante años, en 1934, sino una década
antes. Tal circunstancia, aunque desmiente parte de su biografía oportunamente
ajustada, es la que permite encajar a don Enrique en los ambientes falangistas
de los que formó parte, tal y como constató un Rafael García Serrano que nunca vio con buenos ojos el histrionismo
del santanderino. Los mismos a los que estuvo vinculado en ese bienio, de 1941
a 1943, en el que formó parte de la División Española de Voluntarios, la División Azul que luchó contra la Unión Soviética, bajo idea de la «Cruzada
contra el Comunismo».
En
las estepas rusas compartiría
Enrique Ruiz miedos, ideales y esa afición por la pluma tan acusada en un
sector fundamental del primer franquismo, el mismo que se acabaría distanciando
gracias a personalidades como la de un Dionisio
Ridruejo que acabaría abandonando sus ardorosas querencias juveniles para
sustituirlas por un democratismo
socialdemócrata de aires washingtonianos. Será en una trayectoria paralela
a la de Ridruejo donde podremos perfilar la figura de ese postrer Juan María Alponte. Junto al lírico
contestatario soriano participó Ruiz en el Contubernio
de Múnich, el IV Congreso del Movimiento Europeo desarrollado entre el 5 y
el 8 de junio de 1962, tan celebrado en su cincuentenario que no ha faltado
quien lo ha interpretado como un primaveral soplo democrático corrompido por el
tiempo. Una oportunidad perdida, en suma, para resolver los problemas de la
consabida España plural, pluricultural y plurilingüe. Ocurre, sin embargo, que
lo que latía tras la celebrada reunión, era un anticomunismo compartido por los comparecientes y hábilmente
instrumentalizado por el Congreso por la
Libertad de la Cultura (CLC), que embridó a gran parte de los
participantes, entre ellos al propio Enrique Ruiz, quien tras el Contubernio
eligió París en lugar del confinamiento en provincias.
En
efecto, el lugar elegido sería el París en el que permaneció también el hombre liberado por la CIA para las
cosas de esa España franquista no democrática pero hostil a todo lo que tuviera
que ver con la U.R.S.S.: Pablo Martí
Zaro, con el que Ruiz compartía algunos aspectos biográficos e ideológicos
que algún día habrá que desvelar. Tal sintonía propició que Ruiz pudiera
insertar su nombre, ya desprovisto del comprometedor Restituto, en el Boletín
Informativo del Centro de Documentación y Estudios Españoles auspiciado por el susodicho
Congreso. Tan sólo habían pasado tres años desde que había denunciado la
existencia de «intelectuales arrendados» en Imperio. Diario de F.E.T. y de
las J.O.N.S…
Su
salida hacia Francia no le imposibilitaría regresar a España, participando en dolarizados
proyectos editoriales, antes de marchar a México al final de la década. Sobre
el papel impreso de uno de los proyectos de la Comisión española del CLC, el libro Protagonistas
de la España democrática, que vio la luz en 1968, quedó la imagen vidriosa de nuestro personaje, por
aquel entonces cercano al no menos escurridizo Tierno Galván, con el que compartía afinidad por un Don Juan que trataba de acceder a un
trono que desde el otro lado del Océano se estaba preparando para su hijo.
La
década se cerraría con la publicación, en Seminarios y Ediciones S. A.,
editorial auspiciada por el CLC, de El libro rojo del rearme, obra marcada
por el tiempo de silencio impuesto por
la amenaza nuclear. No obstante, en medio de ese silencio que tantos proyectos
ingenuos trataron de romper, se recortaría su nuevo personaje, Juan María Alponte, protagonista de una
trayectoria académica y mediática que exigió pulir algunas aristas pretéritas.
Después de una transfiguración que incluyó el cambio de nacionalidad, Enrique
Ruiz, el otrora donjuanista, pudo visitar España como asesor del presidente
mexicano Luis Echeverría en 1975.
Una España en la que ya estaba a punto de cristalizar la armonía socialdemócrata preestablecida que llevaría al joven
turco, Felipe González al poder y a Juan Carlos de Borbón al trono que tanto se pretendió desde Estoril. Don Juan y Llopis eran ya pasado.
Tras su largo paso por
la universidad mexicana, apenas unas semanas antes de su muerte, la máscara de
Enrique Ruiz mostraba destensadas sus costuras. Por ellas podía verse el
semblante del falangista Tuto,
también el de Alponte superpuestos al
de quien conoció la estepa rusa y la chinampa mexicana. La función estaba a
punto de terminar, y era inevitable que el coqueto hombre que presumía de ser
libre, en abusivo uso del término griego, mezclara liberal y erráticamente datos
que al tiempo que permiten reconstruir una de tantas biografías aggiornadas, silencian el Acta
est fabula, plaudite… tan ansiado por los hombres de su condición.
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