Artículo publicado el 19 de enero de 2018 en Disidentia
Hispanofobia y corridas de toros
«P. ¿Las corridas de Toros como se
usan en España son prohibidas por derecho natural? R. Que no lo son; porque
según en nuestra España se acostumbran, rara vez acontece morir alguno, por las
precauciones que se toman para evitar este daño, y si alguna vez sucede es per accidens. No obstante el que
careciendo de la destreza española y sin la agilidad, e instrucción de los que
se ejercitan en este arte, se arrojare con demasiada audacia a torear, pecará
gravemente, por el peligro de muerte a que se expone.»
Así
argumentaba el carmelita descalzo español Marcos de Santa Teresa en el capítulo
dedicado al homicidio integrado en su Compendio
moral salmanticense. Basada en el Cursus
Theologicus Moralis Salmanticensis de
su hermano de orden Antonio de San José, la obra fue publicada en 1805 en
Pamplona, y resulta del máximo interés no sólo en lo tocante al objeto de la
misma, la sistematización y resolución a las cuestiones morales de la época,
sino también porque dentro de tales análisis se aportan numerosos datos que tienen
que ver con las costumbres que tanto impresionaron a los muchos viajeros que
atravesaron España durante el XIX, contribuyendo a la imagen romántica que
todavía adorna (o lastra), a nuestra nación.
En
el caso del epígrafe que hemos reproducido, el asunto tratado son las corridas
de todos, cuya estética había cristalizado a finales del siglo anterior,
centuria cuya sastrería arrojó los trajes regionales españoles gracias a la
labor del padre benedictino Martín Sarmiento, encargado también de confeccionar
la iconografía del Palacio Real, en la cual quedaron incorporados, junto a los
reyes godos, asturianos, leoneses, castellanos y aragoneses, Moctezuma y
Atahualpa, cuyas coronas fueron a parar a las sienes de los emperadores
españoles.
Dos
siglos después de que el clérigo se pronunciara de semejante manera, más allá
de las críticas que recibe procedentes desde las filas del animalismo, las
corridas de toros son también cuestionadas por sus connotaciones políticas,
aquellas que van aparejadas a su denominación como «fiesta nacional», máxime en
unos tiempos, los de hoy, en los que la Nación española afronta graves desafíos
dentro de sus mismas fronteras. Teniendo todo esto en cuenta, las palabras del
carmelita cobran mayor relevancia por su apelación a España y a la destreza de
sus naturales. Unos naturales que, en el momento en el que se escribe este
compendio, máxime si se tiene en cuenta que ello se hace sobre una obra previa,
se extendían por varios continentes. En efecto, durante el siglo XVIII fue
frecuente –sirva como ejemplo el padre Feijoo- el uso de las expresiones «españoles
peninsulares» y «españoles americanos», distinción que unía, pero también
encapotaba algunas pugnas entre estos grupos cuya resolución comenzó a darse
poco después de que apareciera el Compendio
que traemos entre manos. En medio de pugnas urbanas y criollas, durante el
convulso siglo XIX cuajaron una serie de naciones políticas cimentadas sobre
las históricas estructuras del Imperio español. Entre ellas, también la
española, cuyo texto constitucional, la famosa Pepa, hablaba de los españoles de ambos hemisferios.
Siglo
de historias nacionales, el XIX finalizó para España con la pérdida de sus
últimas provincias de un Ultramar. La voladura del Maine en el puerto de La
Habana precedió a una derrota considerada como Desastre, en la cual se recreó
toda una generación de artistas cuya obra anduvo a vueltas con el ser de
España. En ese contexto, concretamente en ese mismo año 1898, el impresionista
Darío de Regoyos aplicó su vanguardista pincel a un tema clásico español: la
tauromaquia, tan frecuentada por el pintor que marcó ese siglo en España,
Francisco de Goya; y el posterior, en el cual los toros fueron vistos bajo el
prisma cubista de Picasso.
La
obra a la que nos referimos lleva por título Toros en Pasajes, y en ella se puede ver una corrida de toros
popular, celebrada en una plaza cerrada por una serie de viviendas y el muelle,
en el cual flotan los barcos pesqueros desde los cuales se sigue la lidia, que
transcurre dentro de un anillo constituido por los espectadores a pie de calle.
En la estampa llama poderosamente la atención la decoración de los balcones,
engalanados con banderas rojigualdas. Doce décadas después de su realización,
el cuadro incorpora dos elementos hoy polémicos en virtud del momento político
que vive España, amenazada por diversos movimientos secesionistas que han
fundado su acción en contenidos culturales y simbólicos, pues de cultura
hablamos, mal que les pese a sus detractores que tan sólo tienen ojos para ver
tortura, cuando de toros se trata. En definitiva, insistimos, el adjetivo
nacional es un argumento antitaurino más, como puede comprobarse con lo
ocurrido en Cataluña, región en la cual ya no se celebran corridas de toros,
pero sí otros espectáculos taurinos poco o nada reglamentados en los que no es
infrecuente que ocurran percances per
accidens.
Si
esta es la actitud de la Cataluña independentista a fuer de hispanófoba,
aquella en la que se prohíben los festejos taurinos y se margina al idioma
español, en las Vascongadas, territorio en el que la bandera española ha sido
omitida o escondida desde hace décadas, ocurre un fenómeno curioso que nos hace
volver la mirada sobre el lienzo de Regoyos. Actualmente, el pintor asturiano
tendría abundante materia taurina, pues Bilbao sigue siendo una plaza muy
importante, sin embargo, nadie en Pasajes adornará su balcón con la enseña
nacional, que hace décadas desapareció para dar paso a un remedo de la Union
Jack salido de las racistas manos aranianas. Perseguida la bandera, los toros
parecen hoy a todavía salvo, acaso porque más allá de su popularidad, que
alcanza su cénit en la Pamplona sanferminera que universalizó Hemingway y que
alimenta el anhelo de los que sueñan con darle forma política a Euskal Herria,
pertenecen a la identidad cultural de un pueblo que se ufana de milenario y de
cultivador de sus esencias. A su modo, los toros son también la fiesta nacional
de Euskal Herria.
Apuntalando
la pertenencia al acervo cultural vasco, el historiador José Letona sostenía que
el toreo a pie tenía su origen en el fragoso Pirineo vasco-navarro, tierra en
la cual los pastores no podían conducir a caballo a los bravos, teniendo que
recurrir con frecuencia al engaño de su capa. Abundando en sus investigaciones,
sostenía Letona que ya existieron profesionales vascos de la lidia a principios
del siglo XV. Hombres que ganaban sus dineros en plazas como las de Mondragón,
Tolosa, San Sebastián o Pamplona. Acaso también en la de Pasajes, municipio al
que la normalización lingüística eusquerizó su nombre hasta convertirlo en
Pasaia, y lugar en el que vio sus primeras luces nada menos que Blas de Lezo,
vencedor del almirante Vernon en Cartagena de Indias. Acaso en su niñez, don
Blas pudo ver correr toros en la misma plaza que pintó Regoyos, cerca del
puerto donde una gran cadena cerraba el paso a visitantes indeseados. Inspirándose
en aquellas cadenas de la infancia, Lezo colocó unas similares en la boca del
puerto colombiano, tras las cuales aguantó las embestidas inglesas hasta lograr
una victoria que, de no haberse producido, hubiera dado paso a una América muy
diferente a la actual. Un continente en el que
probablemente no se celebrarían las corridas de toros que hoy sobreviven
en las principales urbes virreinales pero en el que, sobre todo, habría
desaparecido el idioma español que hoy nos permite asentir y disentir con
cientos de millones de hispanohablantes.
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