Artículo publicado el 12 de enero de 2018 en Libertad Digital:
Telepresidencia
En medio de la deserción de muchos
de los integrantes profesionales de las cada vez menos prietas filas del
secesionismo catalán, la brumosa figura del huido Carles Puigdemont mantiene
una presencia cimentada en las tecnologías vinculadas a la imagen. A través de las
diferentes telepantallas, el verbo del gerundense llega puntualmente a sus más
arriscados seguidores, aquellos capaces de ver heroicidad en el abandono de la
patria oculto en un maletero, los mismos que entienden como penitencia la
regalada vida del ex presidente en Bruselas.
En este contexto, mientras el plazo
para constituir el nuevo gobierno de Cataluña se va agotando, don Carles
maniobra para conseguir ser investido presidente in absentia. O lo que es lo mismo, sabedor de que si se personara
en el hemiciclo barcelonés para postularse como candidato al más alto cargo
político de Cataluña sería detenido, pretende revestirse de su antigua
autoridad sin pasar por tan delicado trance. Tal posibilidad ofrece, no
obstante su evidente oportunismo, un interesante motivo de reflexión en
relación a los parlamentos, muchos de los cuales se alojan en arquitecturas
decimonónicas de aromas clásicos. Concebidos para el ejercicio de la
elocuencia, con la tribuna de oradores como foco principal, los escalonados salones
han ido convirtiéndose, fieles reflejos de la partitocracia reinante en España,
en un lugar en el cual los diversos bandos exhiben su sectarismo, también
llamado «disciplina de voto». Una obediencia tan obscena, que a menudo ofrece
la imagen de un maestro de ceremonias que, brazo en alto, indica a los
autómatas de su parcialidad el botón que han de pulsar para sacar adelante la
iniciativa de turno.
Teniendo todo esto en cuenta, el
planteamiento de Puigdemont, más allá de los objetivos personales y
programáticos que esconde: el medro personal y el proyecto de voladura de la
Nación española mediante el robo de una parte de su territorio, sirve para
poner en cuestión algunos de los principales rasgos de la democracia de mercado
pletórico que funciona razonablemente en España tras las décadas de acumulación
capitalista posibilitadas por el franquismo. En definitiva, el sistema puesto
de largo en 1978 funciona razonablemente para amplios sectores, hasta el punto
de que las alternativas ensayadas, apoyadas en aventuras personales o en la
interpretación de la sacrosanta voz del pueblo, sencillamente no han podido. Cimentada sobre una calculada
ambigüedad favorecedora de determinadas regiones y oligarquías económicas e
ideológicas, la Constitución española ha dado frutos tan logrados como el del
compatriota Puigdemont, imaginativo y desleal, pero en ningún caso despreciable
políticamente, por cuanto representa a muchos españoles deseosos de dejar de serlo
para, dicen con candorosa ingenuidad o altas dosis falsa conciencia, «decidir
su futuro».
Enfrentado a otras facciones del
catalanismo unidas por su hispanofobia, superviviente a su quema en efigie por
parte de algunos de sus compañeros de viaje cada vez más ansiosos de
sustituirle, Puigdemont representa una alternativa a la opción plañidera y
sentimental del beato Junqueras que consume sus días en Estremera enviando
epístolas transidas de cursilería. Lejos del tedioso patio de la cárcel
mesetaria, el de Amer encarna la esperanza de una internacionalización del
conflicto, todavía precaria, cuyo futuro pasa forzosamente por mantener la
tensión gracias a un mundo digital que ha sustituido al vegetal, representado
por los ya inexistentes pasquines y carteles cuya pegada nocturna es más bien
simbólica y, en todo caso, ecológica. Sin embargo, y a pesar de que todos sean
conscientes de tal desplazamiento tecnológico, la presencia corpórea sigue
siendo manteniendo cierto prestigio, acompañado de cierto fetichismo, entre las
gentes de la política, tan pendientes de los finis operantis como de los finis
operis. No en vano los atributos personales de cada candidato constituyen a
menudo algunas de sus mayores fortalezas en un mundo político cada vez más
homologado en lo discursivo. Ante las enormes semejanzas programáticas de las
diferentes marcas, un flequillo, un bigote, una coleta o un color de piel
particular, siguen operando, ya para atraer ya para repeler, en el momento en
el cual el elector acude a escoger su mercancía en un escaparate político a
menudo tallado bajo el canon demoscópico. Pese a todo, y pues los candidatos,
en su pulcritud o desaliño, son cada vez más producto de una estudiada
mercadotecnia, la opción barajada por Puigdemont plantea oportunamente una
pregunta: ¿es imprescindible su presencia en carne mortal o basta con una
presencia virtual?
Pregunta que corre pareja a las
acciones realizadas durante años por el aparato paradiplomático de la
administración catalana, aquel, invisible en el Principado, al que se
destinaron ingentes cantidades de dinero que buscaban comprar voluntades,
encontrar cómplices avecindados muy lejos del Parque de la Ciudadela, algunos
de los cuales han podido colaborar con el bando golpista gracias a sutiles
plataformas digitales. En estas circunstancias, la posibilidad de que se
llevara a cabo una teleinvestidura, por más extravagante que parezca, cobra
fuerza una vez agotados los subterfugios legales para excarcelar a Junqueras. Convertido
en El Ausente, el empecinado Puigdemont
ha propiciado una pugna en relación a la confección de una mesa, la del
Parlamento de Cataluña, que soporta el tapete sobre el que se desarrolla el
sordo juego de tahúres previo a una eventual telepresidencia, sólo sería
posible tras un cambio de reglamento que colmaría los anhelos de Puigdemont
quien, a 1.400
kilómetros de distancia del escenario de su acción de gobierno, convertiría en
institución aquella tan criticada aparición en plasma de Mariano Rajoy.
Acaso el mayor valor del propósito de
Puigdemont, más allá del mesianismo que siempre albergan los proyectos
liberadores, por más delirantes que estos, como es el caso, sean, es mostrar la
verdadera naturaleza de la democracia representativa, tan dada a la
reelaboración de la geometría electoral en virtud de los pactos de
gobernabilidad que suceden a las urnas. Un sistema que, pese a sus límites, se
enfrenta a la pretendida pureza del asamblearismo, tan facilitada en la
actualidad gracias a los dispositivos electrónicos que acercan a la yema de los
dedos la posibilidad de participar en política, pero cuyo vigor se desvanece en
el momento en el que los ciudadanos deciden no involucrarse constantemente en
las tomas de decisión. Frente al influjo democrático ofrecido por una
tecnología que permite al elector mostrar inmediatamente sus preferencias con
la simple incorporación de su firma, corre paralelo el desistimiento forzado no
sólo por el tedio, sino por la ignorancia ante cuestiones cada vez más técnicas
y sofisticadas. Un dilema que, como el viejo Platón supo ver, tan sólo lo
deshace la vanidad. Desengañado con la democracia ateniense que suministró
cicuta a su maestro Sócrates, el de Atenas escribió:
«Yo opino, al igual que todos los
demás helenos, que los atenienses son sabios… Cuando nos reunimos en asamblea,
si la ciudad necesita realzar una construcción, llamamos a los arquitectos… si
de construcciones navales se trata, llamamos a los armadores… pero si hay que
deliberar sobre la administración de la ciudad, se escucha por igual el consejo
de todo aquel que toma la palabra… y nadie le reprocha que se ponga a dar
consejos si no ha tenido maestro.»
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