miércoles, 23 de febrero de 2011

Ruedas dentadas (Ed. LoboHombre, Madrid 2004)




PRÓLOGO

Sobre las “Ruedas dentadas” de Iván Vélez


Gustavo Bueno

Iván Vélez es hombre inquieto que, además de diseñar planos, como arquitecto, construye relatos, como los veinte que nos ofrece en esta interesante colección, que titula “Ruedas dentadas”. ¿Qué puede significar este título?

Ruedas dentadas, en su sentido plural más simple, podría significar un conjunto de ruedas, dentadas pero no engranadas mutuamente. Dicho de otro modo: el plural (“ruedas dentadas”) podría tener el sentido de un conjunto o totalidad distributiva, constituido por ruedas dentadas de la misma o distinta materia (madera, metal, &c.), de igual o diverso diámetro o espesor; el sentido que “ruedas dentadas” puede alcanzar como rótulo de un almacén industrial o comercial.

Dejamos de lado este sentido distributivo, que, aunque sea el más simple, considerado desde una perspectiva lógico abstracta, no es el sentido primario; como tampoco el “conjunto vacío”, que es el conjunto más simple en la serie ordinal de los conjuntos, no es el conjunto primero, si lo suponemos resultante de operaciones con otros más complejos. Pues este sentido distributivo de la expresión “ruedas dentadas” nos remite, desde luego, a unas ruedas dentadas solitarias, como elementos del conjunto.

Pero, ¿qué sentido podría tener una rueda dentada solitaria, salvo el que pueda corresponderle en el plano geométrico, en el que propiamente no existen ruedas, sino proyecciones planas de ruedas reales?.También es cierto, cabría pensar en ruedas reales dentadas solitarias, como efecto de un accidente, producido, por ejemplo, por la carcoma en una rueda maciza de madera, o sencillamente, como resultado de una operación similar a aquella que transformó los arcos romanos de medio punto en arcos lobulados “musulmanes” (cuando estos los percibimos como arcos romanos “roídos” desde su concavidad o intradós por mordiscos rítmicos), sólo que procediendo en la lobulación en el lado convexo del arco. Pero, ¿por qué llamar “dientes” a estos lóbulos apreciados en la convexidad de la rueda? “Diente” dice “morder”, agarrar, engranar. Los dientes de una rueda dentada están, suponemos, originariamente engranados con los dientes, en particular, con los dientes de otras ruedas (aunque también podrían estar engranados con los dientes de una barra). Al menos a esta disposición se refieren las primeras descripciones de ruedas dentadas que se nos han transmitido desde los griegos (Aristóteles o Ctesibio), aunque parece que las ruedas dentadas fueron utilizadas anteriormente por los chinos.

Concluimos: una rueda dentada es, originariamente, no una rueda solitaria, sino una rueda solidaria a otras ruedas, a otros engranajes, o a cualquier otro mecanismo; es decir, es una rueda que habrá de figurar como parte de un todo atributivo, como parte de un “sistema” de engranajes (acaso meramente intencionales). Por lo demás, esta “solidaridad” no tendría por qué ser siempre recíproca. Cournot, en su Tratado del encadenamiento de las ideas fundamentales de las ideas fundamentales de la ciencia y en la historia, de 1881, ya distinguió entre una solidaridad bilateral (en la cual las partes dependen recíprocamente unas de otras) y una solidaridad unilateral (en la cual una parte depende de otra, pero no recíprocamente, como ocurre – decía Cournot – con los movimientos de las ruedas del minutero y del horario de un reloj).

Una rueda dentada solidaria es, pues, una rueda que está siempre engranada con otros mecanismos. Sin embargo, es evidente que el plural “ruedas dentadas”, aunque implique siempre solidaridad, no implica la conexividad de esta solidaridad. Cabe hablar siempre de un conjunto de sistemas de ruedas dentadas solidarias que, sin embargo, no sean solidarias entre sí, al menos de un modo directo. Podrían ser solidarias indirectamente, respecto de un tercero, como pudiera serlo el motor de todas ellas.

¿En qué sentido Iván Vélez llama “ruedas dentadas” a los veinte relatos que componen su colección?

Desde luego, se trata de una metáfora, pero fundada en alguna analogía, es decir, en un tipo de solidaridad o engranaje que él quiere subrayar al referirse a su colección de relatos.

Sin duda, la solidaridad podría ser puramente distributiva: cada relato tendría una autonomía propia; podría leerse independientemente, sin necesidad de que sus “dientes” engranasen con los demás relatos, lo que no significaría que cada uno de estos relatos no fuesen en sí mismos un “conjunto de ruedas dentadas”. Bastaría interpretar el plural, ruedas dentadas, como un plural que habría que referir antes a cada relato, por separado, que al conjunto de los veinte relatos. Esta interpretación estaría favorecida por un párrafo que figura en el relato número diez, Berenice, en el cual el protagonista, que está traduciendo un “escalofriante relato” de Edgar Allan Poe, “cree escuchar entre renglones” la melodía interna de la narración, “un rumor procedente de los engranajes, de las ruedas dentadas que sostienen el relato y mantienen la tensión del lector”.

Sin embargo, y sin perjuicio de que atribuyamos a cada relato “un conjunto de ruedas dentadas“ capaz de sostenerlo y mantener la tensión del lector, no excluimos la posibilidad de interpretar los veinte relatos como un conjunto “solidariamente engranado”, si no ya directamente (atributivamente) – puesto que cada relato es independiente de los otros – sí indirectamente, a través de una estructura semejante, cuyo motor fuera precisamente el autor, Iván Vélez.

Esto nos llevaría al análisis, relato por relato, orientado a determinar la estructura de engranajes efectivos que se encuentran en ellos. No sería posible ofrecer aquí un análisis pormenorizado de este tipo. Tan sólo un par de ejemplos:

El primero tomado del primer relato, Lunar. Tres niños (a quienes puede calculárseles la edad de ocho a diez años, a juzgar por su capacidad de organizase como grupo) conciben el proyecto de cazar la Luna, metiéndola en un saco que llevan al efecto. El proyecto es absurdo, no sólo en el terreno físico (la Luna no puede ser cazada desde la Tierra y metida en un saco), sino también en el terreno psicológico, al menos si a estos niños se les supone un desarrollo normal; sólo si fueran retrasados mentales podrían unos niños de nuestros días – se llaman Alfonso, Víctor y Marcelo, y se supone que han ido a la escuela – concebir e intentar poner en práctica un proyecto semejante de tal estupidez. ¿En dónde reside entonces el interés de este relato? Precisamente en su estructura formal, la constituida por tres niños que, ya sean retrasados mentales, ya sean supervivientes simbólicos de alguna tribu primitiva, logran coordinar sus impulsos aventureros individuales en un proyecto solidario, y capaz de reproducirse cada vez que los cazadores fracasados pasan a otro valle. El proyecto es imposible y aún ridículo; pero la solidaridad entre quienes engranan, como ruedas dentadas, con objeto de realizarlo, puede verse ya como un hecho real, y no como un imposible.

En el relato número dos, 14. Vertical, Ángel Ruiz, que trabaja en una oficina, termina un día su tarea antes de la hora fin de jornada, a las seis de la tarde, y decide invertir el tiempo disponible resolviendo el crucigrama del periódico del día. En 14. Vertical aparece la propuesta “fallecimiento”, cuya solución intuye instantáneamente Ángel, pero, antes de escribir la palabra-solución, se ve arrastrado por una secuencia de asociaciones sugeridas por la palabra propuesta, y recorre un bucle que, suponemos, podríamos considerar como producido por los dientes de unas ruedas que ponen en movimiento unos recuerdos familiares tras otros; movimientos que ocupan, al parecer, el intervalo de tiempo del que dispone antes de la hora que da fin oficialmente a su trabajo. El encadenamiento de recuerdos subjetivos engrana a su vez con el encadenamiento de las ruedas del reloj real de Ángel. Segundos antes de dar las seis, el bucle de los recuerdos concluye, y Ángel tiene el tiempo suficiente para inscribir la palabra óbito, plegar el periódico, tirarlo a la papelera de la oficina y salir de ella, una vez cumplido su trabajo. También aquí, si no me equivoco, lo que confiere interés al relato es la forma del engranaje cuasi mecánico de las ruedas dentadas de un sistema constituido por “dientes mentales” y por “dientes laborales”.

Concluyo: nos encontramos, gracias a Iván Vélez, en un caso en el cual el título de la obra literaria desempeña una función esencial, si no ya para el entendimiento episódico de los capítulos independientes que bajo él se contienen, sí para el entendimiento de su unidad y aún su “alcance filosófico”.

Por supuesto, esta conclusión requeriría el análisis pormenorizado de cada uno de estos relatos. Pero este análisis, cuya exposición puntual ocuparía muchas más páginas que las que tiene el propio libro, puede hacerlo el lector con mucha más sutileza que quien ha escrito, en homenaje del autor, estas líneas a modo de prólogo.

Gustavo Bueno

14 de abril de 2004



Lunar

Como una vieja moneda, gastada y pálida, flotaba aquella noche la luna sobre el horizonte; esa incierta línea que se adivinaba entre la oscuridad de la atmósfera y las inquietantes sombras del cercano bosque.

Porque aquella era la noche esperada. El satélite se encontraba más bajo de lo habitual y se mostraba pleno, henchido, dejando ver sus montañas y cráteres con nitidez.

Alfonso se puso el abrigo y subió a la cámara para coger el saco que tenía oculto en un baúl desde hacía días, desde que lo robó una mañana que su madre lo había mandado a comprar el pan a la tahona, en un descuido de la panadera, que atendía una llamada de teléfono. Él era el cabecilla de la expedición. Se trataba de un líder natural, un crío que por su audacia y personalidad arrolladora, ejercía un extraño magnetismo sobre la voluntad de sus compañeros. En esta ocasión, sin embargo, la idea no había brotado en su mente, sino en la de su abuelo, un anciano que respondía por el mismo nombre que el nieto.

En una de esas tardes de invierno que se alargan alimentadas por el calor de la lumbre, Alfonso, el viejo de ochenta años, propuso a Alfonso, el niño, ir a coger la luna. El niño lo escuchó incrédulo al principio, pero se dejó llevar de inmediato por la fantasía. Era un reto inalcanzable, único. Una misión que empequeñecía todas esas batallas llenas de disparos y de cartucheras de plástico. Nada que ver con los partidos de fútbol o las carreras de chapas sobre los montones de arena de las obras en que serpenteaban carreteras delirantes y túneles hundidos por los perros con los que iban a cazar lagartos entre los espinos como si de diminutos dinosaurios se tratara. Aquello era superior, y a la fuerza tenía que ser posible, pues su abuelo nunca le mentía, pues en esos ojos nublados por una tela casi invisible se adivinaba el brillo de la certeza. Porque entre aquellas amarillentas manos agrietadas por el trabajo, no había espacio para amasar embustes. La idea excitó de inmediato la imaginación del chaval, que enseguida empezó a elaborar un plan. Era sencillo, sólo era necesario un saco para salir y atraparla en un descuido. Pero había que esperar que se ensanchara, que se llenara y estuviera próxima para darle caza...

Y así, todas las noches, antes de acostarse, miraba el muchacho a través de los barrotes de su ventana el cielo taladrado de estrellas a veces, negro otras, en espera de encontrar el instante propicio. Y efectivamente, ese momento había llegado.

Víctor y Marcelo le ayudarían. Se lo había contado durante un recreo, y aunque al principio dudaron, finalmente estuvieron de acuerdo. Ellos eran sus mejores amigos, su escolta a veces, cuando había alguna pelea con la pandilla rival. Ellos eran los más próximos en los mejores y peores días. Con ellos iba de nidos a las tapias del cementerio, con ellos patinaba en el río helado en invierno, o cazaba culebras en esas mismas aguas durante el verano para asustar a las chicas.

Así pues, tras reunirse en el lugar y la hora acordados, enfiló el trío el camino, con el ánimo de capturar aquella esfera huidiza. Dejaron atrás las escuelas, ahora despojadas del infantil bullicio que por el día las inundaba, y salieron al campo abierto. Las casas del pueblo se iban haciendo cada vez más pequeñas según se alejaban, mostrándose como un conjunto de esquinas iluminadas por la exigua luz de las farolas. Tan sólo algún ladrido se colaba entre el ruido de oleaje que el viento provocaba al rozar las hojas de los árboles.

Pronto llegaron al vertedero. Atravesándolo llegarían antes a su destino. Una vieja estufa tirada junto a un abollado bote de leche condensada, enseñaba su boca abierta y desdentada, mostrando un frío paladar de ceniza y gastados tizones de hogueras muertas. Víctor le lanzó una piedra que impactó en la chapa provocando un estruendo metálico que hizo saltar unas escamas de pintura plateada. Un poco más adelante vieron el coche abandonado donde se introducían a veces para conducir de un modo vertiginoso por circuitos que sólo existían en los cambiantes surcos de sus cerebros, excitados por la fantasía que les hacía ver pasar el paisaje a toda velocidad y adelantar a otros bólidos conducidos por famosos pilotos.

En aquel automóvil de cromados parachoques y faros rotos, pasaban interminables tardes fumando sus primeros y furtivos cigarros mientras el cielo cambiaba de color o se llenaba de nubes que cambiaban sus formas y pasaban ante sus ojos a través del fragmentado parabrisas convertido en un puzzle de infinitas piezas.

-Mira dónde está- dijo Alfonso señalándola con su dedo índice.

Las tres caras se inclinaron hacia arriba recibiendo en sus pómulos el reflejo de los astros.

- Está al final de Vallejo Zarzoso- señaló Víctor, que la veía próxima, casi al alcance de la mano.

- Venga - animó así Alfonso a sus acompañantes mientras forzaba el paso.

Los tres muchachos emprendieron de nuevo la marcha. Coloreados copos de lana procedentes de sus jerseys quedaron prendidos en las aliagas y espinos que daban nombre a aquella vaguada al final de la cual se balanceaba su objetivo.

Recorrieron el tortuoso vallejo y coronaron el cerro que le daba fin algo fatigados por el esfuerzo. Una vez arriba vieron que la luna, pícara, se había desplazado más allá de su anterior posición.

- Se ha metido en la dehesa- dijo Víctor contrariado poniendo sus brazos en jarra.

- Pues vamos a la dehesa- replicó Alfonso volviendo a caminar en dirección al bosque.

Marcelo no dijo nada. Su mano derecha localizó un chicle de menta en el bolsillo. Con parsimonia lo extrajo de su envoltorio plateado y comenzó a masticarlo mientras por su cabeza pasaban ideas y preguntas cuyas respuestas se encontraban tan extraviadas como su perdida mirada, que buscaba sin éxito alguna referencia en el paisaje con la que orientarse.

¿Qué harían con la luna una vez capturada?, ¿sería fría o caliente? ¿se quedaría el nocturno cielo a oscuras para siempre?

Constelaciones de dudas poblaban su mente, compitiendo con las que se dibujaban con su eterna geometría en el cielo.

Mientras tanto, unas afiladas nubes atravesaban el rostro de la luna, aquel escurridizo redondel luminoso que de nuevo podían casi acariciar con sus infantiles dedos.

- Allí está- dijo Alfonso abriendo el saco -; encima de aquella pared - añadió señalando un viejo y desportillado muro de piedra perteneciente a un corral para guardar ganado.

Los tres amigos aceleraron la marcha intentando no hacer mucho ruido, no se fuera a espantar. Marcelo continuaba con sus interrogantes, aunque se alegraba de ver la luna así, llena. Si hubiera estado en cuarto creciente o menguante cortaría quizá la arpillera del saco con su filo cayendo a la tierra para clavarse y dejar un surco, una herida sobre el húmedo suelo. Volvió a elevar la vista, ahora le parecía que aquel cuerpo celeste tenía una piel clara y suave, casi transparente, de recién nacido; una piel delicada y frágil que se rozaría contra el áspero tacto de la tela del saco.

Según se aproximaban a la pared, vieron cómo una vez más su presa se alejaba confundiéndose ahora con la masa arbórea del bosque cada vez más próximo. Se quedaron un instante parados, un poco desilusionados ante este nuevo contratiempo. Los labios de Víctor se apretaron en una mueca de fastidio. De inmediato, Alfonso arengó a sus amigos mientras sus manos arrugaban el saco :

- En la dehesa la cogeremos.

Allí, enredada en las copas de los árboles, acorralada como un animal, la alcanzarían. Rodeada por la maleza, sin escapatoria posible, como una bestia asustada y salvaje.

Pensó Marcelo si no hubiera sido más sencillo atraparla en un charco tras cualquier día de lluvia, allí, sobre la delicada superficie en que a veces relucía. De golpe, antes de que las infinitas ondas del agua la convirtieran en una interminable sucesión de aros brillantes.

Continuaron caminando sin perderla de vista, adentrándose en el monte cada vez más cerrado. Llegaron por fin a la cerca que la delimitaba, y abrieron la verja metálica que daba paso a la dehesa. La oxidada puerta emitió una queja chirriante antes de que los niños entraran en aquel inmenso recinto donde las vacas ya dormían mecidas por la melodía de su respiración como viejos buques encallados en la noche oceánica. Una espesura de sombras rodeaba a los muchachos. El pesado silencio, tan sólo interrumpido por algún pájaro o por el crujir de ramas secas pisadas al andar, atenazaba sus corazones. Estaban desorientados entre los pinos y robles centenarios que se retorcían y mostraban las minuciosas grietas de su corteza y sus secos nudos, deformes muñones pertenecientes acaso a gigantes paralizados en un remoto pasado.

La luna, juguetona, se escabullía nerviosa cada vez que estaban a punto de darle alcance. Sus captores pasaban alternativamente de la ilusión al desánimo según cambiaba la distancia. Marcelo se detuvo, no sabía dónde quedaba ya el pueblo, tampoco había rastro de ninguna senda o camino por donde regresar. Sintió el escalofrío del pánico mezclado con el temblor de una duda: ¿y si fuera imposible cogerla?

Miró hacia atrás, pero enseguida notó la mano de Alfonso apretando su brazo empujándole a seguir.

- Vamos Marcelo, ya la tenemos.

Allí estaba, tras los próximos árboles.


14.Vertical

En vano trataba el aire acondicionado de contrarrestar el calor producido por el resto de máquinas que, silenciosas, habían ido tomando la oficina durante los últimos años. Fuera de aquella artificial atmósfera, el calor sofocante del verano, aplastaba a la ciudad sobre el caldeado asfalto que bañaba sus pies.

El trabajo por aquella jornada prácticamente había concluido. Ahora se trataba tan sólo de dejar pasar aquellos cuarenta y cinco minutos que restaban a las ocho horas que, en un contrato que hasta la fecha se renovaba con regularidad, estaban estipuladas.

Ángel Ruiz abrió el periódico por la página de pasatiempos y comenzó a hacer el crucigrama. No le fue difícil ir rellenando las cuadrículas:

Verticales.1. Nada bajo el agua

Era evidente, pensó, y con el bolígrafo colocó las letras en las cinco casillas vacías: bucea. Continuó leyendo.

En un momento tenía ya relleno un buen trozo de crucigrama. Apenas quedaban ya huecos.

Horizontales. 11. Estado mexicano, en la costa del Pacífico

Esta vez no se le ocurría ningún nombre que encajara. Estuvo unos segundos dándole vueltas a la respuesta. Repasó de memoria algunos nombres, pero ninguno se ajustaba a los seis cuadrados que formaban la respuesta. Por un rato lo dejó, volviendo a otras definiciones más sencillas. Tras añadir más letras en otras filas, observó que en los huecos primero y tercero de aquella horizontal 11 tenía colocados una a y una x pertenecientes a otras palabras que se cruzaban con ella. Rápidamente halló la solución al anterior enigma. El nombre del estado mexicano buscado era Oaxaca.

Miró su reloj, quedaban todavía más de veinte minutos para la hora de salida. Volvió pues al crucigrama. Una a una fue tachando las preguntas a las que había encontrado respuesta.

Verticales.14. Fallecimiento.

La respuesta era evidente, ya que además, la segunda casilla estaba ocupada por una b que formaba parte de la palabra ambos colocada en horizontal.

- Fallecimiento - susurró Ángel, y dejó el bolígrafo sobre la mesa antes de escribir la solución a la pregunta.

Ese día se cumplían diez desde que recibiera la llamada de teléfono. Fue su madre la que le informó, a eso de las doce de la mañana del fallecimiento de su abuela paterna.

- Carlos, te llamo para decirte que la abuela ha muerto.

Con esas palabras, su madre le comunicaba la fatal noticia, no por esperada menos triste. La muerte de su abuela paterna, revoloteó en su estómago unos instantes. Tras unos segundos con la vista fija en la pantalla de su ordenador, se levantó de la mesa y fue al lavabo. Allí, se lavó la cara y miró, con expresión vacía, aquel espejo que le devolvía su rostro empapado en agua. Se secó con tranquilidad, serenándose. Al momento estaba de nuevo ante su mesa repleta de papeles cuyos datos debían incorporarse a interminables hojas de cálculo. El resto de aquel día lo pasó ensimismado en su trabajo, ajeno a las conversaciones de sus compañeros, respondiendo con monosílabos a las preguntas que se le hicieron. No quería que se dieran cuenta de que atravesaba un momento delicado. Apuró la jornada hasta el final sin que nadie reparara en su estado de ánimo. Cuando todo el mundo recogía sus cosas para marcharse, se dirigió al despacho del jefe de su departamento para solicitar permiso para tomarse el día siguiente libre, pues deseaba asistir al entierro que se celebraría en el pueblo del que su familia procedía.

Al llegar a casa, Miriam, su mujer, ya lo sabía. Su suegra le había avisado, también por teléfono, de la noticia y ella ya había preparado las maletas. Saldrían por lo tanto esa misma tarde.

El viaje se les hizo largo, pues aunque los críos en la parte de atrás del coche no dejaron de dar guerra en todo el camino, aquello con lo que se encontrarían al llegar, pesaba sobre sus cabezas.

Llegaron cuando ya anochecía. Un reguero de débiles luces se esparcía por la suave colina en la que el pueblo, con las casas más bajas acariciadas por un río, se asentaba. Allí, en ese conjunto de casas había paladeado Ángel el humo del tabaco en los primeros cigarros comprados en el bar por los mayores de la pandilla. También allí, en los bancos de granito de aquella plaza, había saboreado los primeros besos, robados al atardecer en un ambiguo juego llamado “atrevimiento-beso-verdad” en el que descubrió el vértigo de la sensualidad. Recordaba todo aquello, y el recuerdo cobraba mayor nitidez al volver al escenario en el cual los hechos se habían producido tiempo atrás. Ahora no sentía sin embargo ninguna nostalgia, no la sintió ni siquiera al entrar a ese zaguán que conservaba todavía el olor a casa vieja, el imperturbable orden de los muebles que siempre ocuparon el mismo lugar, el blanco inmaculado que la cal daba a las paredes.

Allí, en el vestíbulo, encontró a Jorge, su primo, que había salido un momento a tomar el aire de la noche que se mezcló con el humo de su cigarro. Hacía años que no se veían, por lo que el saludo, a pesar de ser cordial, se produjo con la frialdad de lo protocolario.

En el salón habían colocado el féretro, que era velado por sus familiares, por algunos vecinos, y sobre todo, por vecinas que, vestidas con la sombra del luto, proyectaban unas oscurecidas y cambiantes siluetas sobre el blanco de la pared, animadas por el crecimiento o la debilidad de las velas. Esas velas que recortaban las sombras de los presentes, pequeñas columnas recorridas por lágrimas de cera, expandían un olor a iglesia por toda la estancia. Ante aquella escena recorrida por el rumor de una oración, Ángel se dio cuenta de que al día siguiente volvería a pisar aquel templo en el que hiciera la primera comunión con su primera corbata anudada al cuello. Entre aquellas frías piedras escucharía aquello de polvo eres y en polvo te convertirás y después el sacerdote hablaría de lo efímero de la vida, de la extinción de la carne y de una Gloria reservada a aquellos que hubieran vivido en la observancia de la ley del Dios católico.

Abriéndose paso entre el murmullo de las mujeres, saludó en primer lugar a su padre. El padre, no obstante, no parecía muy afectado por la noticia. Se le veía sereno, encajando con entereza el golpe que la vida le asestaba. Su madre yacía frente a él, que contemplaba el ataúd con gesto distraído, como atravesando la brillante madera con la mirada, quizá persiguiendo imágenes y recuerdos pretéritos. Rescatando de su memoria instantes compartidos con ese cuerpo que ahora estaba frente a él, preparado para su inhumación. Quizá pensaba en esas palabras dichas un rato antes por una de las viejas que casi había acaparado el protagonismo del velatorio:

- Que descanse en paz. Es mejor así, por lo menos la pobre deja de sufrir. Ahora se podrá encontrar con su Antonio.

Y, atada a la frase, recobraría la imagen de su padre llegando cansado del campo para sentarse delante de la mesa y esperar a que la mujer acudiera desde la cocina con un humeante plato de comida. Ambos, padre y madre presidían ahora su propia desaparición desde una retocada y amarillenta fotografía que colgaba de una de las paredes.

Ángel, tras saludar al resto de la gente y permanecer un momento acompañando a su padre, fue a la cocina para tomar el café que su cuñada Elena le ofreció. La noche sería larga y el café ayudaría a desvelarlo mientras su esposa se metía en una de las alcobas dispuesta a hacer dormir a los hijos y a contestar a sus preguntas en torno a la muerte y el Cielo. Allí, en la cocina, estaban algunos de los familiares que todavía no había visto. Bajo el retablo de sartenes y cazos de latón, conversaban algunos de sus numerosos primos.

Ramón, con su acostumbrado aspecto impoluto, era fiel a sí mismo incluso en aquel trance. Su carrera de abogado había conseguido anegar toda su personalidad. No le faltó tiempo para recordarles todo el papeleo que llevaba consigo la muerte de la abuela. Ángel disolvió dos terrones de azúcar en una taza de café caliente mientras escuchaba las instrucciones de su primo en todo aquello tocante a la herencia. Al parecer, la desaparición de aquella persona por la que él nunca se había ocupado desde el comienzo de la enfermedad, había hecho brotar algo bastante más interesante: la herencia familiar que ahora sería repartida entre la extensa descendencia.

La enfermedad. Parecía que nadie recordaba la enfermedad, ese mal que fue borrando a la persona, aniquilando su carácter, haciendo retroceder a la abuela Águeda hasta un estado próximo a la infancia que desmentían sus cabellos blancos y las arrugas que surcaban su rostro de anciana.

El mal de Alzheimer fue erosionando el resultado de una vida. Primero comenzó con leves lagunas de memoria, despistes, confusión de nombres, después, el bosque de neuronas de aquel cerebro cansado se fue marchitando, dejando que sólo afloraran retazos de la infancia...

Costumbres de otra época se abrieron paso en la realidad de la anciana, que emprendió un irreversible viaje a la demencia. Personas desaparecidas a lo largo de su vida, se encarnaban ahora en los rostros que le rodeaban.

La terapia posterior, parecida a los juegos infantiles, no funcionó, tan sólo la aproximó a un comportamiento pueril que a veces quedaba encerrado en el hermetismo, en la ausencia de aquella persona para la que el mundo se convertía en un cúmulo de sombras.

Al ritmo de las sucesivas cafeteras, la oscuridad de la noche, como la del café, se consumió en la casona. El salón, improvisado y doméstico tanatorio, se fue vaciando. Durante unas horas, el velatorio desapareció, pues todos durmieron.

A la mañana siguiente, el lento doblar de las campanas aceleró la vorágine de personas que entraban y salían de los dormitorios, desayunaban por turnos en la cocina, o esperaban en la cola su momento para ir al lavabo.

Tras la misa que el llanto de un bebé interrumpió varias veces, salieron de la iglesia. En la puerta recibieron los pésames de aquellas personas conocidas o no, que asistían al sepelio. Un destartalado desfile fúnebre llevó el ataúd hacia el cementerio, donde la tierra, desprendiendo un intenso olor a humedad, ya había sido abierta para sepultar otro cadáver.

Otro llanto, el de sus tías, rasgó el silencio del cementerio, entre el ruido estremecedor de las paladas de tierra impactando sobre la tapa de la caja. Después, con un hisopo, el cura añadió agua bendita a la tierra que dio un último y definitivo abrazo a la vieja.

Al salir del camposanto, la comitiva se disgregó. Enseguida se formaron algunos grupos que buscaron un tema cualquiera de conversación que evitara hablar de lo que acababa de ocurrir a sus espaldas. Atrás dejaron a algunas vecinas que aprovecharon la ocasión para visitar las tumbas de sus muertos, dedicándose a rezar una oración u ordenar los descoloridos ramos de flores de plástico que descansaban a los pies de las lápidas de mármol donde estaban talladas unas siglas en latín, un nombre, unos apellidos, una fecha, un epitafio; el raquítico y frío resumen de una vida extinguida.

De nuevo en la casa, Ángel apremió a su mujer y a sus hijos para que recogieran el equipaje. Quería volver cuanto antes a la ciudad. No se sentía cómodo, y menos aún cuando vio a su primo Ramón que volvía a incidir en los pasos que habría que seguir para formalizar todos los documentos. Casi sin despedirse, media hora después, se encontraban a bordo del coche de regreso a casa.

Por el camino, mientras se consumían los kilómetros, sus hijos volvieron a preguntar sobre el destino que aguardaba a la abuela. Ángel tuvo que hacer verdaderas filigranas para poder darles una explicación satisfactoria. Lo que él creía que estaba tras la muerte: el vacío, era una respuesta que los críos no encajarían fácilmente, influenciados como estaban por las enseñanzas del colegio al que acudían a diario.

La llegada al hogar fue un verdadero alivio para todos. De nuevo, el universo que habían ido construyendo durante años entre las paredes de aquel piso, les acogía protector. Qué lejos quedaba ahora la casa antigua, los recuerdos, los familiares que quizá sólo verían de nuevo en otra ocasión similar.

Ya casi eran las seis de la tarde en aquel reloj de inspiración industrial que presidía la oficina. Verticales.14: Fallecimiento. Ángel agarró con decisión el rotulador y escribió la respuesta con parsimonia y en mayúsculas: O B I T O. Después, dobló el periódico por la mitad, lo arrojó a la papelera y salió a la calle.


Trapecio

Un viento helado sopla por la calle Olivar y arranca burbujas de los bordes de las cañas que doran las pulidas barras de las tabernas. Un viento que trae ecos andinos y se riza gitano en las calles de Lavapiés, formando remolinos, amontonando octavillas que gritan contra guerras lejanas y empujan a ocupar inmuebles huecos con la fuerza insurgente de la letra K.

Bien mamaos, como es debido, ensayan los incas el eslalon de bolardos que brotan de las aceras. Y el aire frío de invierno, estira el cobre de sus rostros, esculpe sus rasgos llevándose el sudor etílico que, hoy domingo, amansado ya el temporal del Rastro, sustituye al que a diario mana de sus frentes en los andamios chirriantes, en los mercadillos multicolores, en las líneas de metro que discurren eternamente monocromas al compás de melodías que un charco oceánico no logra hacer extrañas.

Pasos vacilantes, faldones de las camisas por única bandera, ondeando en la semana moribunda, plena ya de siluetas que se balancean sobre el trapecio babel que los mapas no capturan.


Página en blanco

El saltador de longitud estira sus fibrosas piernas para desentumecer los músculos algo agarrotados, alarga los dedos, y sus cartílagos están a punto de romperse. Sopla, se da palmadas en las nalgas, respira hondo para ahuyentar los nervios, la tensión que amenaza con paralizar su cuerpo apolíneo. Después, se balancea un instante y comienza a correr hacia el foso ganando velocidad según se acerca a él.

Por un instante vuela, después cae sobre el terso rectángulo de arena dejando un socavón a su paso. Salto nulo. El brazo de un juez tocado con un sombrero amarillo, se levanta como movido por un resorte, mostrando al público la bandera roja que anuncia el error. El público lanza un murmullo de decepción. En el primer plano de la retransmisión televisiva, se ve la banda de plastilina con la huella de los clavos de la zapatilla que invalida el salto. La televisión permanece encendida en el salón, sola, arrojando su influjo azulado sobre la pared de su derecha, sin espectador delante que contemple las hazañas de los atletas que corren y saltan en la parte opuesta del planeta.

El insomnio agita el cuerpo del hombre que prende una cerilla y enciende un cigarro en plena noche. No es la primera vez que le ocurre, ni mucho menos. Debido a la rotación en los turnos de trabajo, sufre alteraciones en sus ritmos de vida. El sueño a veces no acude, se transforma en vigilia, o le sorprende en el momento más inoportuno.

A menudo, casi siempre en noches calurosas, después de esperar a que se apaguen las últimas luces del edificio de enfrente, el hombre se asoma al balcón y observa un fragmento de ciudad, mira el trozo de calle que desde allí domina. Con frecuencia pasan motos sin tubo de escape ametrallando la calma nocturna, y el molesto ruido se sostiene un instante en la apnea, paréntesis de silencio, pausa de la respiración de los que a esa hora duermen. Las luces rojas de los intermitentes, dejan estelas que perseguir, pero también sus pilotos describen otras líneas, y a esa tarea, a la de construir su futuro o reconstruir su trayectoria pasada, se dedica con deleite el insomne.

Porque todos los que pasan por esa calle iluminada por el punteado resplandor de las farolas, vienen de algún sitio o se dirigen a otro, y ese intervalo de sus vidas no sólo transcurre entre lugares: su procedencia y destino, son también otras personas, otras situaciones cuya acumulación y mezcla va configurando las biografías de los viandantes nocturnos.

Con gran puntualidad, a eso de las dos y media de la madrugada, dos barrenderos pasan a diario con un camión municipal que riega las calles y deja en las aceras la suciedad acumulada por el día. Las bandas fluorescentes de sus uniformes, brillan en la oscuridad dando a los obreros un aspecto de astronautas. Los trabajadores conversan de sus asuntos despreocupados, bajan del estribo del camión y vacían los cubos de basura en el interior del estómago triturador de la máquina. Armados con grandes escobas, rascan después el áspero suelo, arrancando las huellas de los hombres y los coches. De vez en cuando, recogen muebles viejos, y el espectador silencioso, desde su palco doméstico, siente que un trozo de decorado desaparecerá para siempre en un vertedero tras haber formado parte de un drama no escrito.

En ocasiones abre el mueble-bar, echa dos dedos de whisky en un vaso ancho en el que giran trozos de hielo y, desde la cima del alcohol, contempla las lucecitas de los edificios y las de los aviones que, incansables, dibujan sus rutas por el firmamento. Despacioso, da un sorbo reteniendo por un instante el licor en su garganta y mira con complacencia la ciudad dormida, y así, con el paladar herido, cree poder ampliar el escenario de sus invenciones por toda la urbe semejante a una gran maqueta. Y, mientras los cubitos se derriten lentamente, se recrea en la contemplación de la ciudad mientras a él llega el rumor lejano y constante de las fábricas donde el esfuerzo, humano o eléctrico, no cesa.

Minutos después, por la esquina aparece, anunciada por su sonido metálico, una lata abollada que avanza a patadas arrancando ruido al granito de los adoquines. Un hombre la persigue hipnotizado por el trozo de hojalata, con la mirada fija en ella, pero sumergido en sus pensamientos, que pesan demasiado y le hacen agachar su cabeza repleta de interrogantes. En la esquina, cerca del bar que ya ha echado el cierre, el habitual grupo de pequeños traficantes le ofrece a su paso la ilegal mercancía:

- ¡Chocolate!, ¡chocolate!

Pero el hombre, ausente, no atiende a la oferta alcaloide de los inmigrantes africanos. Sus oídos están taponados para los cantos de esas insólitas sirenas que cruzaron un día el Estrecho y por ello conservan aún la sal del océano en sus soleadas pieles.

En el cruce con la calle perpendicular, desparece la figura pensante. El ruido del bote se atenúa, las preocupaciones también se esfuman a bordo de ese atareado cerebro.

Una débil brisa mueve la fina tela de su camisa de manga corta, el viento la hace ondear y acaricia con su frescor el torso del hombre. El observador, asomado entre los descuidados tiestos que cuelgan de su balcón, imagina una cita compleja, quizá una reconciliación que el hombre cabizbajo reconsidera una vez más antes de acceder a ella.

El paso raudo de un coche que aspira a parecer deportivo, repleto de accesorios y con las ventanillas bajadas, sustituye en la vía al paseante solitario y en la imaginación del observador, a la hipotética cita. La música ensordecedora que los temblorosos altavoces del vehículo expulsan al aire, reproduce un pulso, un latido rítmico, quizá el de la propia ciudad que bombea a través de las máquinas que la recorren.

El hombre ve pasar el estruendoso coche, enciende despacio otro cigarro y juega con el humo que sale de su boca recreándose en las formas caprichosas que la brisa construye con él. Apoyado en la barandilla, espera el paso de alguien más, una nueva víctima, otro figurante para sus obras imaginarias. La calle sin embargo permanece vacía, se hace el silencio, y en la calma el observador agudiza el oído hasta escuchar la radio de un vecino que a esas horas sintoniza una emisora en la que los oyentes llaman para contar sus propias vidas, sus preocupaciones y sus anhelos. Cientos de historias se cruzan perforando la aparente tranquilidad nocturna, ajenas al descanso de millones de cabezas que hallan en el mullido algodón de las almohadas, los sólidos cimientos en que se apoya el mundo onírico en el que habitan la fantasía y el pánico.

La noche comienza a clarear allí donde la ciudad se acababa. El perfil de los rascacielos se recorta tallado por los rayos de un nuevo sol que ya arde tras el horizonte que la metrópoli ha sembrado de antenas. El cazador de historias, escruta la calle una vez más antes de acostarse. Espera una imagen, un retazo de conversación que completar, una despedida o un encuentro a los cuales dar un inesperado sentido. Busca y no encuentra, y el tiempo de la fabulación se acaba con el amanecer. Las bombillas de las farolas alargan un poco más su esfuerzo eléctrico, pero la quietud continúa en esas esquinas en las que nacen y mueren vidas que su cabeza moldea. El hombre clava pensativo la vista en los adoquines. Ya no le interesa la gente que de nuevo ocupa la calle inagurando un nuevo día. A su espalda, como un papel arrugado, continúan las sábanas de su cama vacía. La historia más importante, la suya, permanece en blanco.


Anaranjado

El cigarro se pasea entre sus dedos, flota sobre los abultados nudillos mientras se consume. Cada cierto tiempo, la uña del pulgar se clava en el algodón de la boquilla dejando una hendidura curva que compite con los surcos que enmarcan su boca. En el cenicero, algunos cilindros de ceniza caen aplastados, se desmoronan dejando islotes, suaves colinas o abruptos acantilados sobre un muerto mar en el que descansan hebras de tabaco y trozos de papel quemado.

En su rostro, que se mantiene sin edad, hay prematuras arrugas que acompañan a una mirada que conserva destellos adolescentes antes de quedarse suspendida, clavada en un punto extraviado, perdido.

Y dos labios dan una calada al cigarro, expulsan el humo y dejan escapar una voz grave, quebrada. Un hilo sinuoso que ata palabras, fragmentos de viejos recuerdos:

- Estaba en la atmósfera. Estaba entre nosotros sin que lo notáramos, y entró en nuestras vidas como una débil oleada, con el bálsamo de un lento atardecer. Era el impulso definitivo para ser fulgurantes. Primero fue un juego, después lo fue todo, dominando nuestras vidas, dirigiendo nuestros movimientos. Ni siquiera las enfermedades se posaban en nuestros cuerpos, nada evocaba siquiera el dolor. Ningún ruido, ninguna estridencia llegaba a nosotros cuando ella estaba en nuestro interior. Un vaso se rompía contra el suelo, pero a nosotros no nos llegaba su estruendo, tan sólo un sonido de almíbar nos acariciaba. Dos pulmones ocupaban plenos de aire nuestro interior, dos piernas nos llevaban donde fuera para que nuestros brazos hallaran su alimento.

Después sí. Después conocimos el violento brillo de las navajas, el olor de la basura amontonada, la soledad de los polígonos envueltos en la tenue neblina, en el vaho de nuestra respiración. Vimos la vida convertida en una prótesis. La estupidez y el vacío que sigue al exceso. Después conocimos la intensidad de su dentellada, sentimos su mordisco en nuestras costillas cuando nos faltaba.

Pepe murió solo. También Álvaro, y todavía recuerdo cómo los cipreses contagiaron su severo color verde, su oscuridad a los rostros de sus familiares. Aún noto su muda acusación lanzada de reojo, sus cabezas vueltas hacia nosotros abriéndose paso entre el silencio y el murmullo.

Hubo también alguna tregua, algún remanso en todo aquel alud de vida vertiginosa. Rehabilitación. Granjas y terapias. Me gustaban los oficios, el uso de las manos, los profesores tan distintos a los que tuve en aquella infancia llena de uniformes y colegios caros. Pero algo me rebelaba, debía ser aquella sensación de ser tratado como un niño.

Y al salir, el ajuste de cuentas con la realidad...

Un día una palabra apareció luminosa en mi frente, parpadeando como un estropeado letrero de neón: METADONA.

En realidad un cambio de adicción con una dosis decreciente. Todo aquel tratamiento consistía en un juego de trileros a los que enseguida descubrimos el truco. Desde el principio supimos que una de las claves de su táctica era alejarnos de nuestras venas y de la fascinante ceremonia en la que un mechero calienta una cucharilla que anuncia el destello metálico de la aguja. Y ahí, en la sospecha del engaño en el que participábamos, daba comienzo el fracaso de la curación. Así lo viví yo, así lo he vivido ya varias veces. Como un juego cuya única emoción consiste en averiguar qué día sustituirán el contenido del vasito de plástico por un poco de zumo de naranja.

Y cuando eso ocurre, cuando el futuro se vacía, da una vuelta la noria de la realidad, y todo gira y vuelve a comenzar. Porque cuando el opio lame el interior de tus venas, sientes su dulzor, y el calor mortecino de un ascua que arde en tu sangre con un anaranjado resplandor.


Verbena

La pelota de trapo describe su trayectoria parabólica y, tras impactar en sus cuerpos rígidos, dos muñecos caen de espaldas. El tercero de ellos, dubitativo, se tambalea levemente, pero no es derribado. Un descomunal oso de peluche continuará atrapado en su velo de celofán a la espera de que alguien derribe el trío de grotescas figuras que de nuevo esperan erguidas para recibir nuevos disparos.

El aire cálido de la noche estival silba entre los hierros de la noria que descansa un instante antes de acercar al vértigo a sus nuevos pasajeros, y la gran rueda se recorta sobre el horizonte de edificios y antenas de la ciudad que se despide de un nuevo día. Las luces intermitentes, progresan en la oscuridad dibujando líneas de bombillas hasta alcanzar la circunferencia que de nuevo comienza a girar entre gritos.

Los caballitos del carrusel se detienen atrapados en su artificial mansedumbre. Un niño los contempla absorto y deja escapar de sus manos un globo anaranjado henchido de helio. Mira hacia arriba y observa silencioso su ascensión al tiempo que una gota de agua salada brota automática de su lagrimal izquierdo. Otros críos juegan al rescate entre las parejas que bailan en el descampado del recinto ferial mientras el aire se comprime en el cañón de una escopeta que apunta a un cigarro rubio que clava el algodón de su boquilla en un palillo. Y el plomo de la munición se aplasta casi siempre contra la chapa de la caseta, certificando el error. En ocasiones, la madera se quiebra y hace volar astillas antes de ceder y ofrecer tabaco a su verdugo. Entre la megafonía charlatana de las tómbolas, la trompeta de la orquesta lanza una nota hiriente al tiempo que una fila de manzanas muestra el rojo destello de su piel de caramelo.

Los flamantes coches de choque se estrellan con violencia y arrancan chispas eléctricas al arañar la madeja metálica del techo de alambre que los alimenta. En el parque, lejos de la pista, la música decrece y se aleja en la brisa. Bajo la luz amarilla de las farolas, las nuevas parejas prueban el amor en besos apresurados que se mecen en los columpios oxidados.

De nuevo en el baile, entre la borrasca de algodón dulce y la explosión de maíz de las palomitas, un castillo fluorescente muestra al gentío sus ingenuas almenas, sus adarves imposibles. Bajo el puente levadizo donde revolotean tres murciélagos de mentira, subido a una diminuta locomotora, un hombre disfrazado de esqueleto, agita una guadaña invitando a la gente a adentrarse en la fortaleza a bordo del Tren de la Bruja.

Con el paso de las horas, el baile se va despejando, mostrando un suelo alfombrado de rotos vasos de plástico y banderas de papel pisoteadas. La música de la destartalada orquesta y de las barracas de feria, enmudece, las atracciones duermen mientras un conjunto de sigilosas figuras comienza a recoger cables y guarda altavoces y bombillas de colores en cajas de cartón. Lentamente comienza a amanecer, la ciudad se despereza. Un hombre en compañía de su ocaso, habla solo mientras apura una copa de chinchón en la barra del chiringuito que el camarero baña en ginebra para limpiarla. Un dulce incendio se extiende por su garganta, y en el cielo de su paladar, las últimas estrellas brillan.


Verbena (cambio de escala)

En el artificial círculo polar de la Casa de Fieras, juegan las focas con los globos terráqueos. Y en sus hocicos, el mundo da vueltas caprichosas. Maremotos de plástico y terremotos de goma desdibujan los nombres y las fronteras de los países dibujados en la esfera.

Calurosa noche de verbena. El disfraz de esqueleto descansa sobre las vías muertas del Tren de la Bruja mientras acaricia con la yema de los dedos su clavícula de mentira.

Entre las bombillas de colores, la luna efervescente se disuelve en la oscuridad y esconde su plata a las parejas que bailan lento. Tacones envueltos en diminutas tormentas de arena, besos de clorofila y barato carmín gateando por los labios adolescentes.

En la chapa de la barra, un hombre habla solo y canta al vino amargo mientras el anís endulza el veneno de su nostalgia. En una caseta, la pelota de trapo traza una línea y derriba otro muñeco. El hombre bebe y asiste a la caída en el reflejo de su copa. Interminables segundos, otro disparo, otro trago. Dos pupilas brillan asustadas, dos rodillas se doblan débiles: en el guiñol, una figura se tambalea antes de caer. Tiene su mismo rostro.


Menú del día

Un aguijón se clava en la sien, una descarga, un calambrazo que sacude el sueño para borrarlo, para empujarlo hacia lo más recóndito: el olvido. En cada casa, en cada redundante dormitorio de la ciudad-dormitorio, una luz se enciende y tiñe de amarillo un rectángulo de la noche que se desvanece hasta mezclarse con el día, llevándose el firmamento de estrellas y farolas que perforan oscuridad. Melódico parpadeo el de las bombillas más madrugadoras. La diaria sinfonía de despertadores da comienzo mientras miles de extremidades se estiran y las bocas dibujan círculos, redondeles de noche donde sólo brilla el marfil amarillento o el metal del empaste que sepultó la erosión de las caries.

Miguel Alfaro se asoma al espejo, y el filo de la cuchilla hace desaparecer la espuma de afeitar que le confiere un anacrónico aspecto navideño, segando a la vez la incipiente barba que la noche ha hecho brotar; que los años han ido tiñendo de un blanco casi transparente.

El maletín de piel que le regalaron sus hijos el último día del padre y su chaqueta de espiguilla descansan en el sofá del comedor, tibios aún por la última caricia de la calefacción, templados por los rescoldos de un calor que nació el día anterior en una caldera de gas que protege a los inquilinos de la parálisis del frío invernal.

Otra bombilla cobra vida. En el edificio de enfrente una cafetera suspira hondo y deja escapar el aroma del café recién hecho, anunciando la nueva jornada en que Santiago Morales volverá a la obra tras otro fin de semana inevitablemente corto. Ocho o diez horas que servirán para que el cobre de los cables eléctricos recorra como un fluido sanguíneo las paredes, los techos, el suelo de nuevas viviendas que ya lucen flamantes en los carteles que anuncian la inasequible promoción inmobiliaria. Y dentro de su camisa de plástico, voltios, vatios y amperios, en un indescifrable misterio para Santiago, se unirán, se retorcerán para dar vida a futuros electrodomésticos, para iluminar las escenas de amor de jóvenes parejas o la nostalgia de los ancianos que mastican su pasado con los codos apoyados en una mesa camilla sobre la que esparcen fotografías y recuerdos.

Son sólo dos hombres que comparten itinerario sin saberlo, que llegan a rozarse a veces sin conocerse. Dos más entre la anónima multitud.

Y como cada mañana, en el andén del tren de cercanías, una borrasca estalla. Huidizas nubes, el vaho de la respiración de cientos de personas empañando la mañana. Los titulares de los periódicos que anuncian goleadas y fichajes, atentados y guerras, extrañas exposiciones de arte contemporáneo, necrológicas y natalicios tan sólo separadas por una página plena de anuncios de relax y pisos en venta. Y mientras tanto, avanzan a golpes sobre la esfera las manecillas de un reloj que un viajero mira con impaciencia antes de estirar el cuello en busca de la locomotora que aparecerá en ese punto en que convergen el metal de los raíles y el de la catenaria de cables, haciendo buena aquella definición escolar que afirmaba que las rectas paralelas se juntaban en el incierto infinito matemático.

Las estaciones, idénticas a sí mismas, se suceden en un abrir y cerrar de puertas automáticas, en una vertiginosa cuenta atrás de los dígitos que se aproximan, tenaces, a las ocho de la mañana. Pasan las traviesas, pasan los carteles publicitarios y las interminables vallas de hormigón repletas de caducas proclamas políticas y onomatopeyas en forma de graffitis de estridentes colores y retorcidas letras. Miguel contempla todos los días el enigma de la central eléctrica que nutre el polígono industrial, y evoca en su mente los fotogramas de aquella vieja película en la que un rayo se abría paso dividiendo la noche y la tormenta para descargar su fuerza y abrir los párpados de la artificial novia de Frankenstein. Cortante, la grabación de una voz femenina lo rescata de su ensoñación anunciando una próxima parada con conexión a una línea de la red de metro. El fondo negro del túnel funde su recuerdo como si de un recurso cinematográfico más se tratara.

En el asiento de al lado, un hombre de avanzada edad, embutido ya en un mono gris, mira también su reloj. Dentro de media hora estará en su taller mecánico, formando parte de un retablo en que contrastan la foto de calendario de una mujer desnuda y su propio rostro, enmarcado por un tablero a sus espaldas repleto de herramientas cuya silueta delineó con precisión un lejano día para que ocuparan un lugar propio e inmutable, para que la palabra orden quedara atrapada para siempre en la ennegrecida tabla.

Cientos de días comienzan a desplegarse mientras un estudiante levanta la vista de sus apuntes donde los renglones se arriman a los bordes del papel y se suceden atrapando una caligrafía retorcida y diminuta interrumpida por tachones. Sus ojos sostienen la mirada para fijarla en el vidrio de la ventana (rómpase en caso de emergencia puede leerse en ella) del vagón que, salpicado por una débil lluvia ofrece el indescifrable lenguaje del agua, los arabescos que las gotas dejan sobre la superficie. Una efímera y cambiante hidrografía que hace volver la hueca mirada del muchacho hacia su cuaderno, donde las líneas de las circunvoluciones de un cerebro-tipo perteneciente a una clase de medicina, esperan a ser fijadas en su memoria para ser volcadas después en un examen que ya se acerca imparable.

Los raíles lanzan un último y afilado grito al llegar a la parada final del trayecto, dejando un arañazo en la delicada melodía que, a través del hilo musical de los vagones, busca un hueco de silencio entre el bullicio de los viajeros que llenan los vagones para ofrecer obras de Mozart o Bach. Aquí se bifurcan definitivamente los caminos de los viajeros. Pronto, Miguel accederá a la escalinata del Ministerio, y Santiago entrará en el aseo que han habilitado en la obra como improvisado vestuario. Tras cambiarse de ropa, se ceñirá el cinturón repleto de herramientas y no podrá reprimir un gesto desafiante frente a su compañero Sergio. Abrirá sus piernas, estirará los dedos de su mano derecha, y tras acariciar con gesto de extrema seriedad el mango de su martillo, simulará un duelo a muerte a la puerta de algún saloon lejano y polvoriento de película de sobremesa.

Las dos de la tarde rompen en dos la jornada. Santiago, se lava las manos en un bidón. Colgando de un clavo, una vieja toalla de color rosa, espera para raspar los brazos a los que el agua ha quitado las manchas de yeso.

Junto a sus compañeros, se sienta en unos tablones y da comienzo un destartalado banquete sobre una mesa hecha con palets que se apoyan en bovedillas. Las hojas de un periódico atrasado harán de mantel. Los termos y las tarteras se abren mientras en un hornillo se calienta una cazuela de judías pintas que empieza a extender su aroma por la estancia bajo un sordo ruido de burbujas. Una animada conversación envuelve el almuerzo, al tiempo que una gota de caldo se precipita desde la cuchara hasta la hoja donde pueden leerse las decisiones que en una cumbre internacional se han tomado para pacificar, con ayuda de tropas de élite y bombarderos, una alejada región de Oriente Próximo. Tras impactar en la página, la mancha aceitosa se ensancha imparable y anega los titulares, dejando las noticias atrapadas en un tono traslúcido y pringoso.

Menú del día Patatas con carne Alcachofas con jamón Ensalada mixta --- Filete de ternera Boquerones fritos Lomo con patatas --- Pan, vino --- Postre o café --- 7 euros

Ante los ojos de Miguel aparece la cuartilla con la comida que hoy ofrece el restaurante barato en el que desde hace años come. Tras leerlo con desgana, da un sorbo a su cerveza y se sonríe malicioso. Las patatas, siempre las patatas, dice para sí. Mañana serán fritas, o con bacalao, pasado habrá tortilla. Eso por no hablar de las ensaladas, continúa mientras dobla con precisión geométrica la servilleta de papel que el fabricante intenta hacer más entrañable añadiendo un relieve en forma de filigrana en sus bordes.

Miguel come solo todos los días en el cercano Bar “La Joya”, los demás, obligados por las estrecheces económicas, lo hacen en la misma oficina. Nadie le acompaña y mantiene cierta distancia con los camareros, aunque ello no impide que salude, también a diario, a ese señor del que desconoce el nombre, pero que siempre se sienta un par de mesas más a la derecha de la suya. El hombre, rescatado de su expresión taciturna, siempre le devuelve el saludo con un:

- Que aproveche, gracias - acompañando la frase de una gentil inclinación de cabeza.

Tras el café, volverá a su despacho para dejarse llevar por su anodina labor el resto de la tarde.

A eso de las cinco, Olga sale de su trabajo. No tiene prisa, y por eso, se deja distraer por los escaparates de las tiendas de la calle comercial que se interpone entre su mesa y el metro. Acude a ellos, atraída por el estruendo de los cierres metálicos que se abren, para dejarse fascinar por la ropa que tras el vidrio se muestra hipnótica, casi irreal. Pequeños mundos aparecen para envolver objetos que la publicidad, en sus múltiples formas, dota de un aura que confunde lo corpóreo y lo evanescente. Inalcanzables, los vestidos se acercan al canon, prometen una personalidad superpuesta a la real, que emana de las facciones perfectas y arquetípicas de los maniquíes de mirada vacía. Y mientras sus ojos recorren el sueño publicitario, los pies de Olga se dirigen hacia la boca del metro.

Instantes más tarde, su cabeza, junto a otras desciende en una línea diagonal mientras su cuerpo es transportado por las escaleras mecánicas en dirección a los tornos de acceso a la estación. Mañana volverá, pasarán los meses, y en primavera, observará cómo los escaparates son habitados por maniquíes en biquini que disfrutan de su no-vida sobre el fondo de un atardecer caribeño impreso sobre un cartón.

Ya en los túneles que le conducen a su andén, se vuelve a parar Olga para ver la bisutería colorista que un inmigrante ha extendido en el suelo sobre una tela negra: un trozo de cielo donde brillan extrañas y baratas estrellas, minúsculos planetas de piedra y plástico, porque sobre ese recorte de firmamento, Marte es una bolita roja atrapada en una sortija, y la Luna, una pequeña esfera de plata que brilla y cuelga de una cadena. Al mismo tiempo, fuera, la tarde invernal cae oscureciendo el cielo, formando así un inabarcable tapete en el que aparecen infinidad de estrellas que la polución ensucia, empañando su brillo, difuminando las imaginarias líneas que las unen para formar constelaciones.

Al sur de la ciudad, el sol se precipita sobre el horizonte mientras todos vuelven a sus hogares. En las fábricas, las sirenas aúllan dejando una nota sostenida en el aire que parece que nunca va a terminar. La ruta se invierte, los trenes y autobuses hacen el recorrido al revés. Como si de un efecto cinematográfico se tratara, el cauce de ciudadanos retrocede al punto de partida desde donde comenzó al alba. El cansancio atrapado en los rostros, moldea los rasgos. A veces la informe multitud es fracturada por algún individuo errático y ensimismado que camina en sentido contrario. En ocasiones, algún extraviado rompe la monotonía de los días, la inercia de los pensamientos que van y vienen aferrados a las vías y a la monotonía cotidiana. Locura, demencia, extravagancia: vocablos que se incrustan en los diccionarios ajustándose a la norma. Lo diferente, lo extraño, es aplastado por el gentío, devolviendo a los días la apariencia de lo inmutable, el tedio de la normalidad. Quedan amordazados los sueños, reprimidos los gritos en las gargantas, selladas las fisuras que amenazan el orden aplastante de la realidad.

De nuevo contempla Miguel a través de la ventanilla, en la que un cigarrillo es tachado advirtiendo de la prohibición de fumar, la central eléctrica rodeada como una extraña criatura por una valla metálica. Inquietante, iluminada por focos, parece atesorar algún enigma indescifrable enredado en sus hilos y espirales. Pasa vertiginoso el paisaje suburbial y bajan las miradas al suelo ante la cantinela repetitiva de los mendigos e inmigrantes que se acreditan como tales con bebés o heridas en los brazos.

Santiago también vuelve a casa, como Olga, como Miguel y como tantos otros nombres parapetados tras caras de preocupación o de ilusión. Apretado en una mano, lleva un periódico arrugado cuyas noticias pertenecen ya al pasado, con la otra, agarra el asa del bolso donde lleva su ropa sucia de trabajo. Bajo la piel negra de su cazadora, interpuesta entre ésta y su propia piel, lleva una cartera de cuero. En su interior, junto a la huella dactilar de su carné de identidad, cuidadosamente doblado, hay un boleto sobre el que ha dibujado varias cruces sobre otros tantos números. Una constelación imaginaria donde hibernan sus sueños. Quizá en el próximo sorteo... Esta semana, las equis forman una figura que recuerda al Carro de la Fortuna.

Arbóreo


Love me tender

love me sweet

never let me go.

Un mechón de pelo astilló su tupé, dividiendo en dos la frente del rey del rock. Bajo el mentón rotundo, las solapas levantadas de un traje de inspiración sideral, enmarcaban una cabeza que continuaba cantando en aquellas viejas imágenes grabadas hacía décadas, que llegaban hasta el presente a través de la pantalla del televisor envueltas en el ondulante humo azulado de los primeros cigarros del día:

You have made my life complete

and I love you so.


Y mientras un nuevo disco recopilatorio volvía a exprimir el talento del rockero de Menphis, los primeros clientes acudían, también con las solapas de sus abrigos levantadas, esta vez por el frío, al bar Catorce, frotándose las manos mientras el olor a café que emanaba de la anticuada y gigantesca cafetera se extendía por la ya cargada atmósfera de la estancia.

El acto estuvo presidido por Su Majestad Don Juan Carlos...

En la pantalla, el inexpresivo presentador del informativo vespertino, continuaba desgranando las noticias del día ante la indiferencia o la crítica de los cazadores, más preocupados de mirar a través de la ventana cómo evolucionaba la mañana.

- Una copa de aguardiente.

Acompañados por el monarca, numerosos empresarios asistieron a la inauguración...

La disecada cabeza de un ciervo preside la escena; un estático y mudo testigo cuyas paralizadas astas hieren un techo amarillento por el humo de miles de cigarros que hallaron allí un horizontal cielo que teñir de nicotina y alquitrán.

- Una copa de aguardiente.

- Un solo y un carajillo.

Un sol mortecino, semejante a un luminoso zumo de naranja atravesaba la tela mosquitera que protegía la ventana, y así, en esa luz cribada por los alambres, se mezclaban las palabras de los madrugadores clientes, sus toses, la voz en off del reportaje televisivo, algún ladrido de los perros ansiosos ya por dar comienzo a la jornada, el perezoso tic tac del publicitario reloj de pared, el sordo ruido de la base de una copa impactando sobre la madera pulida del mostrador para dar más énfasis a un frase. Un minúsculo tumulto en cuyo origen se halla el tenaz roer de la carcoma, el elástico golpeo de los glóbulos del torrente sanguíneo sobre las paredes de una vena, el aire silbando a través del bosque de bronquios...

La tenue niebla que a esas horas inundaba los valles, era una pesada nube de algodón dulce que en lugar de azúcar pegajoso en labios infantiles, dejaba gotitas de agua que empañaban la mañana y las mirillas telescópicas de las armas de fuego.

Acabadas las consumiciones, con las gargantas abrasadas por el alcohol, la cuadrilla salió del local en dirección a los coches aparcados enfrente con un pequeño ardor deslizándose por el estómago y, tras abrir la puerta trasera de los vehículos para que la rehala de ansiosos perros entrara, emprendieron el camino hacia ese monte que las nubes bajas ocultaban parcialmente.

Era la primera vez que Santiago iba de caza. Y lo hacía en esa batida como acompañante, bajo la mirada protectora de su padre Ramón que, de vez en cuando le dejaba tomar los dos cañones de la escopeta para pegar un tiro, no sin antes asegurarse de que el muchacho apoyaba con fuerza la culata del arma sobre su hombro para evitar el golpe producido por el retroceso que seguía a la detonación y a ese olor a pólvora que se expandía tras la explosión. En alguna ocasión, había disparado el crío sobre un bote oxidado o sobre el tronco de algún árbol, en cuya corteza, la lluvia de perdigones dejaba un conjunto de orificios. Ahora el plomo iría dirigido a alguna pieza, a algún ser vivo que en ese momento deambularía despreocupado buscando su vegetal alimento o, al contrario, acechando a alguna víctima lejos de las casas que ya despertaban a un nuevo día.

Montados en los todoterrenos, partieron todos, hombres y perros, a la zona en que se celebraría la cacería. La estrategia era sencilla: los cazadores, tras dejar los coches al lado de la pista forestal, se situarían apostados a ambos lados de la Hoz de Tragavivos, a cuyo fondo acudían a diario los animales para beber las frías aguas del arroyo que recorría el fondo del accidentado valle que lucía un nombre tan sobrecogedor y expresivo. Debían colocarse de forma escalonada en la ladera y abarcar toda aquella garganta natural a la que llegarían, hostigados por los canes, corzos, ciervos y jabalíes. Varios hombres barrerían con los perros los montes aledaños, animándolos en su persecución y haciendo ruido, para provocar una estampida que conduciría a las piezas hacia su muerte. Al chaval, que se colocó al lado de su padre en el puesto asignado, esta táctica le recordaba las descripciones de primitivas cacerías donde los mamuts, en vez de ser abatidos por armas de fuego, acababan por caer en precipicios o trampas artificiales ocultas por ramas con un manto de puntas de lanza en su interior.

Cuando todos los puestos estuvieron ocupados, se hizo durante unos instantes un silencio denso, tan sólo atravesado por ese característico sonido que habita en la profundidad de los bosques, un sonido evocador de los oleajes marinos, que viene y va, crece y disminuye en su intensidad, como una marea extraña.

Enfrente de ellos, tras un enebro albar, una famélica columna de humo procedente de algún cigarro, daba cuenta de la presencia de otro cazador que así, fumando, consumía el tiempo que lo separaba de matar, quizás, un animal. Ramón también fumaba, dando consejos y explicaciones a Santiago mientras desenvolvía el papel de plata que cubría los bocadillos que habían llevado para almorzar. Y al ritmo del discurso, la figura paterna se engrandecía a los ojos del hijo, sintiéndose éste protegido, creyendo que accedía a otro estrato, a otra fase más alejada de la infancia y más próxima, por tanto, a una mayoría de edad ya intuida en pequeños detalles de su comportamiento y en grandes transformaciones de su cuerpo cercano a la adolescencia.

Tumbado bocabajo, consumía Santiago la espera observando su entorno más inmediato. Bajo su codo apoyado sobre una roca, junto al tejido de su chaqueta de camuflaje que en vano intenta mimetizarse con el verdor de la ladera, los líquenes, rastros de una vieja ceniza vegetal, nebulosas ovaladas de áspera piel; más allá, entre las raíces de un árbol, el musgo como una tupida selva a escala arrancada de un belén recorrido por ríos de papel de plata y habitado por un Mesías de plástico. A sus pies, sobre la arcilla, las huellas de sus botas sobre las de una ave que dejó grabada su delicada impronta. Un microcosmos, un paréntesis entre la inmensidad de las montañas que se tiñen de azul en el horizonte, y los millones de acículas secas que cubren el suelo como la alfombra de un faquir, que vuela alimentada por el inagotable combustible de la imaginación.

La complejidad del mundo que llega a través del oído y del tacto, quizá el sentido más primario, pero sobre todo por medio de la vista. Los colores puros, mezclados para generar otros mestizos; el área V4 de la corteza del lóbulo occipital y la estimulación de sus células por longitudes de onda que reconstruyen el mundo dentro del cerebro. La secuencia que lleva de la realidad a la imagen. Entonces Santiago nada sabía de esto, lo supo años más tarde, en noches de estudio e insomnio iluminadas por el amarillento cono de luz de un flexo. Lo que él percibía aquella mañana era lo que le rodeaba, sin necesidad de ninguna explicación, pues la fascinación colmaba toda su hambre de novedades. No importaba qué mecanismos le hacían ver aquel valle que el río había cortado en la piedra durante miles de años de tenaz erosión. Allí estaban, sin más, los precipicios y los barrancos, con su caudal de vértigo y misterio, para excitar los sueños de quienes los contemplaran.

De pronto, la quietud que dominaba la escena, se quebró. A sus oídos llegaron unos lejanos ladridos. Algo indescriptible se agitó en su interior. Progresivamente, el volumen de los ladridos fue creciendo fragmentándose en el eco. La confusión no le impidió ver a su padre empuñando con fuerza el arma, dispuesto a descargarla sobre el primer animal que pasara ante ellos. Los ciervos o los jabalíes estaban próximos, se podía adivinar su presencia cada vez más cercana, se podía presentir su estampida entre la vegetación, el roce de su piel contra la áspera corteza de los árboles, arrancando ramas, salpicando barro con sus pezuñas que se clavaban en la tierra para impulsarse lejos de las bocas abiertas de sus perseguidores que dejaban escapar el agónico jadeo, la atropellada respiración que precede a la fatiga, y los hilillos de las babas delineando el aire. Se podía escuchar el lejano bombeo de sus corazones apretándose contra los costillares, el sincronizado pulso de perseguidores y perseguidos precipitándose hacia el barranco en que la pólvora esperaba para frenar en seco la escaramuza.

De repente, un bulto oscuro cruzó por debajo de su posición dejando a su paso un crujido de ramas rotas. Tras él, los perros corriendo escurridizos entre la maleza atados a sus propios llatidos. Los gritos de los cazadores se escucharon mezclados con los últimos chillidos casi humanos del animal y el sonido de disparos que se multiplicaron en el aire, tallando el silencio en que el bosque se hallaba atrapado.

El paso de los animales fue vertiginoso. A Santiago apenas le dio tiempo a ver nada durante esos escasos segundos de confusión. Los preparativos, la espera, se habían resuelto en un instante del que su memoria apenas pudo guardar algo más que aquella tensión que le impidió moverse hasta pasados unos segundos.

Pasado el momento, tras escuchar varias explosiones, salieron del puesto en que habían permanecido durante horas. La escopeta de su padre, apuntando al suelo, permanecía muda, pues los animales, aunque pasaron cerca, no dieron opción al disparo. Más abajo, junto a una aliaga, un par de cazadores se acercaban a un jabalí que yacía abatido. El muchacho corrió hacia el lugar dejando atrás al padre, que caminaba despacio rumiando su decepción por no haber hecho blanco.

Santiago se agachó para mirar de cerca el animal. Con un palo, presionó una de sus patas. Vencido el temor inicial, con timidez tocó su piel con los dedos. Un áspero pelo negro y marrón con rastros de barro seco, cubría totalmente su cuerpo, que aún estaba caliente. De su cuello, perforado la afilada hoja de una navaja, manaba todavía un hilo de sangre en cuyo extremo se había formado un charco rojo que se secaba y coagulaba despacio, oscureciendo su superficie.

La paletilla derecha había recibido la bala mortal, que dejó un boquete cuyos bordes eran también rojos. El vientre, informe, estaba aplastado contra el suelo mientras las patas permanecían rígidas, dejando ver el tizón de las pezuñas, astilladas en su último y desesperado galope.

Allí estaba el jabalí, muerto a sus pies, rodeado por un par de perros que daban vueltas sin cesar a su alrededor y conservaban todavía toda la tensión de la cacería. Los dos sabuesos ladraban y mordían de vez en cuando su cuerpo inerte, apagando así los últimos rescoldos de su rabia. En la boca, de la que sobresalía la lengua, aún permanecían amenazantes los afilados colmillos, en realidad el objeto de su caza, pues la carne era algo secundario para los cazadores, más atentos a cobrarse un trofeo que a obtener un alimento del todo innecesario. En su cabeza todavía mantenía el animal un rastro de su antigua fiereza ya inútil. El plomo le había arrancado la vida, pero entre los árboles, otros de su especie continuarían todavía corriendo espantados en búsqueda de un escondite, poniendo tierra de por medio para salvarse. El monte estaba repleto de animales invisibles pero vivos, de cuya existencia quedaban huellas, nidos, camas y madrigueras... Había cuerpos calientes bajo la tierra, cachorros que mamaban de las ubres de sus madres reproduciendo el infinito ciclo de la vida, y bajo la superficie del agua, cangrejos que arañaban la arena del fondo buscando alimento, mientras miles de peces se deslizaban por el cauce de los ríos dejando un fugaz brillo de escamas por estela. Bajo las montañas, más allá de las raíces y del cálido aliento de la tierra húmeda, permanecían clavabas las frías vetas de los metales, hibernaban las geodas, cápsulas de un sueño milenario que encierran el enigma cristalino y geométrico del mineral.

Reunidos en torno a él, ataron los hombres las patas del jabalí con una cuerda y, pasando entre ellas una vara que cortaron de un roble próximo, elevaron del suelo el cerdo para portearlo hasta la zona en la que se encontraban los coches. El rudimentario método era la única alternativa de sacar de allí un cuerpo tan pesado, por lo que de nuevo, aquella tropa pertrechada de los últimos adelantos técnicos en materia de caza, se asemejaba a un grupo perteneciente a una tribu primitiva que vuelve al campamento con comida para todos. Entre jadeos, relevándose para cargar con el peso, coronó la empinada cuesta la comitiva. Allí les esperaba el resto de cazadores, que se habían cobrado otros dos jabalíes que ya descansaban en el interior de un Land Rover.

De vuelta al pueblo se repasó la jornada. Se extrañaron todos de no haber visto ningún corzo o ciervo, tan sólo jabalíes, muy abundantes esa temporada por la gran cantidad de bellotas que habían salido. Mientras tanto, unos lamentaban su falta de puntería y otros, no haber tenido opción de disparar por no entrarles ningún animal. Algunos perros no habían vuelto, continuaban todavía la cacería hasta la extenuación, quedándose así en el bosque hasta verse abandonados por las fuerzas o perder el rastro.

Una hora más tarde, los tres cerdos colgaban de sendos ganchos en un garaje. Como si de una ceñida camisa se tratara, fueron despojados de sus pieles. Ya desollados, los abrieron en canal, dejando ver el interior de sus vientres. Un amasijo de vísceras apareció, un confuso conjunto de formas y colores que la munición había destrozado, dejando a su paso los restos de la hemorragia en aquellos órganos que unas horas antes funcionaban a la perfección para empujar los cuerpos a través de los montes, para permitirles respirar, para digerir todo aquello que entrara por el hocico del que ahora colgaba un débil hilo encarnado. Tripas, hígado, pulmones y corazón, descansaban ahora inútiles, formando un ovillo en el fondo un barreño. En un rincón, apartada, la cabeza del más grande de los dos jabalíes permanecía separada de su cuerpo. Sería disecada y formaría parte de la decoración de algún salón colgada de la pared. Inmóvil para siempre, contemplaría el paso del tiempo, el crecimiento de los niños, el envejecimiento de todos menos de ella misma, pues la taxidermia congelaría sus rasgos de artificioso dramatismo. Al tiempo que se despiezaban los jabalíes, con un cuchillo de cachas nacaradas, uno de los cazadores cortó un trozo de lengua que acompañó otra muestra de las entrañas y de carne de cada uno de los animales para llevarlos a analizar por el veterinario. El miedo a la triquina estaba siempre latente tras cualquier batida, y con ella, la amenaza de la triquinosis, incurable aunque no mortal enfermedad producida por un gusano espiral enquistado en los músculos de algunos puercos.

Tras la comida, las armas vuelven a sus fundas, se enrolla el cuero de las cananas, los equipajes se rehacen y regresan a los maleteros. El acotado instante que el calendario laboral tiene destinado al ocio, acaba. Besos y abrazos de despedida y una gota de nostalgia que rueda como una mellada canica de nácar en todos los estómagos. Y así, el final de la semana también encuentra su fin. Pronto, aquellos motores que tras mostrar su complejidad mecánica a los carriles de tierra, se enfriaban con lentitud, recuperarán el calor y harán mover los engranajes, las ruedas dentadas, los ejes y el caucho para devolver a los cazadores a sus respectivos y urbanos domicilios.

Tras la marcha, quedarán atrás los tres cadáveres que ha dejado la cacería, que ya se secan solos en el garaje, sin sangre que recorra sus cuerpos, siguiendo el golpeo de los segundos, el infinito giro de miles de agujas en las esferas de los relojes que continúan dando vueltas, cronometrando ese proceso en que la flexible musculatura de la carne, desaparece perdiendo su vivo color con el paso de las horas hasta quedar cubierta por una suerte de telilla transparente que contiene toda la rigidez, todo el rigor paralítico de la muerte.

Y mientras sobre el asfalto de la autovía, la procesionaria de luces del atasco del domingo se arrastra lentamente dejando atrás las montañas desvanecidas de regreso a la ciudad, una luna efervescente se disuelve en la oscuridad de la noche al tiempo que en las calles prende la luz de las farolas para iluminar el caminar de los hombres solitarios y el taconeo apresurado de las muchachas con hora de llegada a casa. Al amanecer, un implacable camión de la basura pasará y borrará las huellas del paso de la vida por las aceras con su lluvia artificial. El tumulto de las calles enmudece al caer la noche. Tras las fachadas de los edificios se representan escenas que ningún dramaturgo ha escrito.

Lejos, en las carreteras, sopla el viento de la velocidad, y en él se mezcla el silbido arbóreo de los bosques con el aroma de la savia que recorre las vetas incendiarias de la madera.

* * *

Bajo la luz del flexo, una atmósfera ebria y cálida se expandía en la oscuridad de la alcoba, derramándose sobre los folios y los libros en los que se explicaba todo aquello que ocurría dentro y en torno al cuerpo humano. Y la columna vertebral de Santiago, se arqueaba durante las noches de estudio e insomnio hasta convertirse en animado arbotante.

De vez en cuando, el ruido estridente de una moto rasgaba el silencio nocturno de las calles y hacía levantar la mirada al estudiante para que sus pupilas persiguieran por el dormitorio un débil recuerdo, una idea huidiza y confusa. Otras veces, una línea de luz se encendía bajo su puerta, acompañada del ruido de sigilosas pisadas en el pasillo. Su hermana, o quizá alguno de sus padres, se levantaban para ir al lavabo o a la cocina, en la que segundos después, sonaba el grifo que llenaba de agua un vaso. Después la operación se repetía en sentido contrario, volvían a sentirse los pasos, la línea de luz desaparecía, y el ruido de un pestillo que cierra una puerta, devolvía al muchacho a su soledad inicial.

En ocasiones se distraía también planteándose el eterno debate médico-filosófico, la disputa sobre la salud entre Hipócrates y Galeno, entre la visión aristotélica y la platónica. El universo cerrado que el cuerpo constituía para el primero, ese microcosmos que tiende por sí mismo a la salud, a la perfección, era para Galeno un conglomerado de piezas que funcionaba a través de ciertos automatismos, y allí, en la coordinación, en el buen funcionamiento de esos elementos, era donde el médico encontraba el hueco para su acción. Buscaba Santiago en los viejos libros, un modelo certero para desarrollar su profesión. Un criterio firme que le sirviera para justificar sus actos o para tomar decisiones allí donde la razón se bifurcaba, en los momentos en que la técnica tenía que ser usada desde una perspectiva más amplia que el propio utilitarismo de la misma. Y así, pensando en todas estas cosas, desviando la atención de sus apuntes, la noche se alargaba elástica hasta que el sueño confundía las ideas y aplastaba la lucidez.

Como una obsesión, algunas noches, los dibujos realizados por Andrés Vesalio que tanto fascinaban a Santiago, aparecían en algo que estaba a medio camino entre el sueño y la pesadilla. El cansancio sumergía la mente del estudiante, la encerraba en algo semejante a un Nautilus desde cuyas ventanas, los cerrados y noctámbulos ojos accedían a otra realidad que el día alimentaba y la noche distorsionaba. Así, enfrentados a un deformante espejo de feria, desde el Humani corporis fabrica surgían, como recortables, los dibujos de cuerpos que cobraban vida y se iban despojando de sus pieles, capa a capa, enseñando lo que había tras el tejido superficial, mostrando su interior de vísceras y órganos hasta quedarse literalmente en los huesos, convertidos en esqueletos que incluso reflexionan con una hamletiana calavera entre sus huesudas manos. Aquellos antiguos grabados poblaban la noche, gesticulaban y vivían hasta buscar y lamentar la muerte que ellos mismos representaban. Luego, miles de calaveras sonreían desde lápidas y banderas, tatuaban brazos, se burlaban de los cables de alta tensión que se yerguen en los descampados.

Por el día, en la Facultad de Medicina, los pupitres atesoraban frases y nombres, dibujos y deseos grabados con paciencia sobre la madera durante tardes tediosas que se desplegaban bajo el tono monocorde de las explicaciones de un profesor que llenaba de conceptos y fórmulas la pizarra. Fuera, en los pasillos, clavadas en el corcho de los tablones de anuncios acribillado de chinchetas, aparecían las listas con el veredicto de los exámenes y la convocatoria de otros que, con apariencia de patíbulo, se recortaban sobre un futuro imperfecto. Aquel, el de los exámenes, era un tiempo de biblioteca, de tensión y pinchos de tortilla en la cafetería durante lo descansos en que se ausentaba con sus compañeros del laberinto de libros y estanterías.

Transcurridos los primeros cursos, superados no sin dificultades, hubo de tomar Santiago un camino, el de la especialidad. No sabría explicar muy bien el porqué, pero el caso es que se decantó por la opción de médico forense. Quizá creyó que el trato diario del médico de cabecera con el paciente le añadiría a su vida un desgaste innecesario, incompatible con su carácter retraído. El doctor en el ambulatorio no sólo curaba enfermedades con la ayuda de los fármacos, no sólo extendía recetas o encargaba electrocardiogramas y análisis; en su actividad laboral iba incluida una implicación personal mayor con el paciente, en su rutina se colaban las frustraciones, los problemas y asuntos personales de los enfermos que a él acudían buscando además de un sanador, a alguien que escuchara sus problemas cotidianos. Otras vías, incluso la posibilidad de la cirugía, tampoco le atraían, pese al interés que siempre despertaron en él los afilados bisturíes y los anestésicos que suspendían el dolor y la consciencia bajo aquel foco, como un sol en miniatura, que concentra sus rayos sobre un tórax humano. Como forense, pensaba, pertenecería a otra atmósfera, más fría y meticulosa, cercana a la justicia y a la policía, con cierto toque de suspense, con algunos rasgos literarios, un tanto distante del resto de la profesión médica. El peso de su afición por la novela negra y por el viejo cine en blanco y negro, decantó la inclinación de la balanza en cuyos platillos midió los pros y los contras de su decisión final.

Sobre el frío metálico de la mesa de disección del doctor Vega, aparecían a diario cadáveres que contenían bajo la piel un palimpsesto que Santiago debía descubrir y descifrar. En aquel relato transparente, estaban escritas la causa de la muerte y los últimos instantes de vida que después la tinta sobre el papel, haría legibles para los demás en el correspondiente informe. El forense debía seguir el rastro de una herida por el relámpago sanguíneo de una vena, buscar en el esmalte perlado de los dientes, un rasgo que identificaba a la persona que aquel cuerpo había sido, rescatar un cabello atrapado a la desesperada entre las uñas de una mujer para descubrir a su asesino.

Sobre aquella mesa a la que los focos arrancaban brillos acerados, descansaban mujeres asesinadas tras ser violadas o lorquianas niñas ahogadas en pozos ciegos, en cuya garganta continuaba retenido el último grito de dolor anegado de cieno. Hasta allí eran conducidos los hombres que morían solos a los pies de las botellas vacías en el amanecer de un parque o tras recibir una bala justiciera que hace las cuentas cuadrar...

La autopsia va mucho más allá de su significado, de la etimología que la define como: ver por uno mismo. El procedimiento es complejo y comienza por visitar la escena de la muerte, para, desde ese punto de partida, reconstruir los hechos ocurridos inmediatamente antes del fallecimiento. La escena del crimen, si éste existe, evoca el drama, la trama que se mueve por debajo de las apariencias para encontrar una estructura, un móvil y un orden que hay que recuperar para encontrar al autor del homicidio. Tras rastrear el decorado del crimen, es preciso examinar las prendas de vestir y hacer fotografías del lugar, más tarde viene el examen anatómico del cadáver. A menudo desfigurado por la violencia o la descomposición, hay que identificarlo y buscar, en la geografía del cuerpo, el instante en el que la vida se ha marchado de él. Después vienen los contrastes entre lo macroscópico y lo microscópico; la contundencia de un golpe o la sutileza de un veneno que deja en las cavidades interiores un rastro tóxico; la trayectoria del proyectil de un arma de fuego o el tajo limpio, cortante, de un arma blanca que abre la piel. Vida y muerte inseparables, causas unidas a efectos; la quiebra progresiva de la enfermedad o la brusquedad del traumatismo.

Las hipótesis sobre lo ocurrido son corroboradas a expensas de la ciencia y su método riguroso. El forense Santiago Vega, tras la resolución de un caso del que la prensa se hacía eco por su repercusión social, gustaba de leer las crónicas de sucesos en las que se informaba de un horrible crimen, acompañado muchas veces del perfil psicológico de su autor. Santiago disfrutaba buscando todo aquello que el periodista añadía al escueto texto de la autopsia en que se detallaba todo lo concerniente al delito. A menudo en esos artículos no sólo se colaban errores de imprenta que rompían la severidad de la noticia, también en su redacción se introducían interpretaciones que se desviaban de lo detectado en el examen forense. Patrones literarios y tópicos sensacionalistas se superponían a los datos precisos, confiriendo al asesinato y al criminal aspectos que a veces llegaban a hacerlos hasta atractivos. En algunos casos, los rasgos biográficos del malhechor, provocaban incluso comprensión entre los lectores, y entonces, los traumas y las carencias de una infancia difícil, de un entorno devastado, casi justificaban en las mentes de los lectores, la conducta de ese monstruo del que la sociedad, decían, era su creador y responsable.

Pese a su gran profesionalidad, esa que le había convertido en un reputado doctor, a la hora de redactar el informe, un instante antes de comenzar a escribirlo, asaltaba a Santiago la tentación de introducir en él datos distintos a los hallados, fantaseaba con la posibilidad de escribir u ocultar detalles que señalaran en la dirección del asesino o en la opuesta; otras veces, cuando la autopsia no iba encaminada al descubrimiento de un criminal por tratarse aparentemente de una muerte accidental, pensaba en la posibilidad de una muerte violenta justificada por sus apreciaciones. El punto culminante de esa auténtica construcción literaria que haría pasar una caída por un empujón, un suicidio por un crimen, concluiría en el instante en que lo fantástico y lo real encajaran tan perfectamente que el criminal, movido quizás por los remordimientos, no tuviera otra opción que entregarse rendido ante la evidencia de sus actos delictivos.

Nada escapa a la medicina, a su control de los cuerpos humanos, a sus modelos que configuran metafóricamente la estructura de la sociedad. Cualquier muerte que excede a su control, a su previsión, es objeto de estudio, y a esa tarea consagró Santiago su vida. Enfermos solitarios, accidentados, suicidas, asesinados, los cadáveres seguían llegando con regularidad al laboratorio, y junto a ellos, también venía toda una vida previa a una muerte inesperada que era preciso esclarecer. El doctor Vega comenzaba en ese punto su trabajo. Sin embargo, para Santiago, tras aquellos organismos inertes, existía una historia que las heridas revelaban. Oculto más allá de las apariencias, permanecía un vértigo, un rumor arbóreo que recorría su espalda cada vez que se enfrentaba a una nueva autopsia. Un vértigo fascinante que a veces le paralizaba. Idéntico al de aquella lejana mañana de su primera cacería.

Carrascosa de la Sierra

Julio 2003


Berenice

Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía marcas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso.

Con estas palabras dio por terminada la traducción de Berenice, el escalofriante relato de Edgar Allan Poe. El joven filólogo acabó su trabajo, su primer encargo para una editorial pequeña que trataba, aferrándose a una sección de clásicos, ganar espacio en ese mundo dominado por listas de ventas y autores consagrados. Ordenó Emilio la mesa y se levantó para volver al lecho donde había dejado a su mujer.

Durante ese verano, el primero tras su licenciatura, había encontrado en la traducción un suave modo de entrar en el mundo laboral. Una forma agradable, pues lo vocacional, lo pasional, ganaban espacio en su interior a la obligación, al compromiso adquirido, quitando así cualquier matiz tedioso a la labor de volcar al español el texto original. Además, Poe siempre le había gustado, con esos relatos de mujeres frágiles y bellas envueltas en cargadas atmósferas, con ese vértigo de revelaciones y enigmas al borde de la muerte. Mentes enfermizas y delirante vino color púrpura.

Aprovechando la época estival, dejaron atrás Madrid y se instalaron en una vieja casa de la sierra. Una casa que pertenecía a su familia, algo alejada del pueblo del cual procedía su apellido. El edificio no encajaba en la arquitectura popular de la zona, tampoco era partícipe de la invasión de uralitas y bloques de hormigón con que los habitantes iban contaminando las formas tradicionales de construcción. La suya era una casona de finales del XIX que, aunque no ostentaba en su fachada ningún escudo nobiliario, dejaba entrever, por la solidez de sus muros y la fina talla de sus dinteles y sillares, la situación económica desahogada de la que gozaron sus primeros inquilinos. Pese a su extraordinaria factura, el tiempo y cierto abandono habían ido dejando sus huellas en algunas zonas, con la humedad y el musgo por distintivos. La casa, no obstante, se mantenía en condiciones aceptables para ser habitada. La idea era permanecer allí más o menos una semana para después regresar y terminar las vacaciones en otro lugar todavía no decidido. Quizá, por contraste, en la playa y acompañados de amigos.

Bajaron del coche el escaso equipaje y algo de comida que habían traído de la ciudad. En una bolsa aparte venía un ordenador portátil y un conjunto de libros que Emilio utilizaría para su traducción. Mónica, tras colgar la ropa de ambos en un armario, preparó una improvisada cena mientras Emilio llevaba la computadora y los libros al garaje, que en tiempos fue cuadra. Allí se instalaría, en un insólito e improvisado despacho para no molestar a Mónica, pues, ansioso por comenzar la tarea, lo haría esa misma noche.

Después de superar los problemas que el calentador de butano diera para encenderse, y tras la improvisada cena, echaron en falta el café. Lo habían olvidado en Madrid y, aunque él sugirió la idea de acercarse al bar del pueblo cercano para tomarlo, Mónica se negó, apelando al cansancio del viaje que la conduciría a la cama media hora después.

El garaje se encontraba detrás de la casa, y allí se dirigió Emilio prometiéndole a Mónica que regresaría en una hora aproximadamente. En realidad, lo que más le interesaba en ese instante era organizarse, esbozar un esquema, un método uniforme con el que abordar el texto original que luego le sirviera para hacer una traducción homogénea.

La noche, incluso allí entre las montañas, era muy calurosa. Unas mariposas aterciopeladas y grises revoloteaban obstinadas alrededor de la bombilla que brillaba sobre la puerta de la casa. En la oscuridad, los grillos llenaban el silencio con una nota repetitiva, infinita.

Abrió Emilio el ordenador y comenzó una lectura somera de aquel relato que casi se sabía de memoria, pues ya lo conocía desde sus tiempos de estudiante de secundaria. En un gesto reflejo, buscó en sus bolsillos, primero en el de la camisa, luego en sus pantalones. Se había dejado el tabaco. Se trataba tan sólo de hacer un primer repaso al texto, pero fumar era algo ritual al comenzar una faena, por lo cual, salió del garaje y regresó a la casa en busca de los cigarrillos. Al entrar a la alcoba que habían elegido para dormir, vio a Mónica tendida ya sobre la cama, destapada y medio dormida. En su espalda, el tirante del camisón dibujaba una línea que destacaba sobre su tersa piel para perderse en el hombro entre los mechones negros, casi azulados, de su cabellera. La seda formaba pequeños charcos de luz reflejada en su superficie, sutiles matices cuya suavidad casi se podía sentir con la mirada. Con sigilo entró y tomó el paquete de tabaco que descansaba sobre la cómoda para desaparecer sin hacer ruido.

Salió de la casa para volver a su lugar de trabajo. De nuevo las mariposas, siempre los grillos aferrados a su ritmo incesante. Encendió, recreándose en la acción, un cigarro y recordó cómo, de niño, una noche descubrió en compañía de su padre la fascinación al contemplar una luciérnaga, un gusano que emitía una luz fosforescente de un blanco verdoso semejante a la que luego varía en neones de noches tan distintas a aquella. Aquel insecto al filo entre lo animal y lo artificial quedó grabado en su memoria y ahora volvía sobreimpresionado con nitidez, años después, en el mismo escenario idéntico pero tan cambiado.

De nuevo en el garaje, se acomodó sobre la mesa de terraza sobre la que había colocado su computadora y los libros. El flexo formaba un cono de luz en el que flotaban algunas motas de polvo. A su alrededor, una carretilla en la que se distinguía, por medio de una línea de óxido, el nivel al que había llegado el agua procedente de una gotera del invierno anterior. Junto a ella, una piedra de esmeril rodeada de extrañas herramientas y contra la pared, apoyada, una pala, constituían todo su decorado.

Ahora sí podía comenzar su tarea. Acelerado, con un ánimo febril, empezó una vez más a leer. El calor del foco, unido al de la noche estival, hizo manar unas gotas de sudor que perlaron su frente.

El relato protagonizado por el obsesivo Egaeus y su prima Berenice iba cobrando cuerpo sobre la pantalla del ordenador. Se trataba de un pequeño cuento y por ello Emilio intentó plasmar con precisión toda la geometría de la narración, su ritmo inquietante, su final estremecedor. De vez en cuando dejaba algún espacio en blanco, a veces subrayaba palabras o las escribía en cursiva en espera de que surgiera otra más certera que sin duda llegaría más tarde, en sucesivos repasos que, como sedimentos, se superponían los unos a los otros.

La traducción, pese a las dificultades, avanzaba de un modo vertiginoso. La aguja más larga del reloj giró una vez. La hora que se había propuesto dedicar aquella noche se consumió sin apenas darse cuenta, pero no podía dejarlo a medias. Un instinto semejante al del cazador que persigue su pieza le empujaba a proseguir con la traducción. Entre los renglones, creía escuchar la melodía interna de la narración, un rumor procedente de los engranajes, de las ruedas dentadas que sostenían el relato y mantenían la tensión del lector.

...que se desparramaron por el piso.

Por fin terminó. Con un punto de orgullo escribió, tras la palabra traductor, su nombre. Añadió después la fecha al pie del texto. Con los puños cerrados frotó sus ojos algo irritados tras permanecer tanto tiempo frente al monitor e introdujo sus dedos entre los cabellos para alisarlos y apartarlos de la frente. Ordenó sus libros, recogió el pequeño rimero de folios donde había hecho ensayos de las frases más difíciles, y guardó en un disco el resultado de su trabajo. En aquel montón de papeles quedaron, estratificados, los itinerarios que conducían del inglés que Poe comenzó a hablar en Virginia, al español en que los próximos lectores se dejarían llevar arrastrados por aquellos febriles relatos. Se incorporó de la silla y se notó entumecido, un poco torpe. La espalda y el cuello le dolían y le resultaba difícil erguirse completamente. Apagó el flexo y salió del garaje.

Fuera sintió un intenso frío, que se colaba entre sus costillas. A sus pulmones acudió una oleada de aire húmedo procedente de la noche. Abotonó su camisa hasta el cuello y cruzó sus brazos frotándolos con sus manos para darse calor. La bombilla de encima de la puerta estaba fundida, y las mariposas que antes revoloteaban a su alrededor, habían desaparecido. Por encima de su cabeza, continuaba la quietud, la inmensidad de un negro cielo punteado por la eterna geometría de los astros. Antes de entrar a la casa, la claridad de la luna le mostró los bajos del pantalón: estaban manchados de barro.

Atravesó el amplio zaguán y comenzó a subir por las escaleras. Las piernas acusaban la debilidad producida por el tiempo pasado sentado, casi se le doblaron al pisar el primer escalón. Apoyó su mano izquierda en el pasamanos de la balaustrada y vio cómo la palma se le llenaba de polvo. No recordaba haberlo visto al llegar, pero no le dio importancia, se limpió descuidadamente en el pantalón y con extrañeza volvió a ver las manchas de barro. Debía de haber pisado algún charco. Alguna tormenta estival habría descargado mientras él estaba sumido en el trabajo, pensó mientras los escalones se sucedían y sus oídos se llenaban del ruido rítmico, desasosegante de un grifo goteando en la cocina. Las gotas marcaban un compás pausado pero implacable llevando cierta tensión unida a ellas. Emilio, no obstante, y con una extrañeza creciente por esos detalles que no había observado a su llegada, continuó su ascensión pisando cada escalón casi al tiempo que una esfera de agua se estrellaba contra el frío y pulido aluminio del fregadero. Ese sonido, a pesar de su levedad, era insoportable para él. Dudó en volver a la cocina para cerrar el grifo definitivamente, pero desistió empujado por el cansancio tratando de apartar de su mente el goteo hasta que éste se hizo imperceptible conforme la escalera acababa. Estaba deseoso de volver junto a su mujer y dejarse llevar por la deriva del sueño abrazado a su cuerpo.

Ya en el piso de arriba, avanzó procurando no hacer ruido hasta la alcoba. La puerta estaba entreabierta, como invitándole a pasar. La empujó con suavidad para no despertar a Mónica. No encendió la luz, pues la lechosa Luna se colaba por entre las cortinas dando una tenue iluminación a la estancia. Mónica seguía más o menos en la misma posición en la que la había dejado al salir. Acomodando sus ojos a la oscuridad, se fijó en su hombro. La tersa piel tenía ahora la textura de un pergamino, alrededor de la axila, un conjunto de arrugas se arremolinaban con la apariencia de la tierra cuarteada por el Sol, la carne del brazo había perdido vigor y colgaba levemente cerca de la sábana. Miró su pelo semejante a una gastada escoba, el negro había sido sustituido por la ceniza, la palabra lacio, debía ser cambiada por quebradizo. Sintió Emilio la dentellada del pánico clavándose en sus costillas al contemplar el cuerpo de su mujer y no pudo contener un minúsculo, un ahogado alarido que despertó a Mónica.

Sin darse la vuelta, de aquel cuerpo salió un reproche. Una astillada voz dijo:

- Has tardado tanto...

Un frío glacial se apoderó de Emilio. La voz contenía el chirriar de una vieja máquina, la mella del paso del tiempo.

Lleno de espanto, posó la mirada en la mesilla de noche. En un vaso, sumergidos en agua, vio, engarzados en una prótesis en forma de paladar, una hilera de objetos pequeños, marfilinos.

Noche vieja

David Cruz abrió su cuaderno en el que llevaba tiempo haciendo anotaciones, abriéndose paso por sus hojas entre errores y tachones. Por fin lo había logrado, había conseguido hilar una serie de ideas para elaborar un nuevo relato. Era colaborador habitual del fanzine Borraska, que en la próxima entrega quería hacer un número monográfico. El tema era recurrente: la Navidad. La revista aparecería inmediatamente después de las fiestas, como si se tratara de una prolongación de las mismas.

Lo cierto es que escribir sobre la Navidad no le atraía en absoluto. Se trataba de un asunto demasiado manido, repleto de tópicos, pero aún así, pensó que cualquier otro tema también tendría sus propias formas dadas. A esas alturas, no había ya territorios vírgenes para la literatura. Miró a su alrededor, en su estantería, junto a otros muchos volúmenes, estaban las obras de Verne que leyera en su infancia. Bajo las tapas de aquellos libros, los personajes que habitaban sus páginas se internaban 20.000 leguas bajo el mar o llegaban al corazón de la tierra sin que el magma lo impidiera. Atravesado por las arrugas que otorga el uso y el paso del tiempo, el lomo de “El corazón de las tinieblas”, destacaba entre otros ejemplares también manoseados. La selva encerraba lo extraño, entre su espesura había cobijo para el enigma, pero se habían escrito también multitud de novelas mediocres ambientadas en ese escenario. De todos modos Joseph Conrad se había servido de un paisaje exótico para exponer otras cosas... La ambición humana, la sed de riqueza del colonialismo o el delirio de un hombre, eran sombras que se proyectaban sobre ese decorado de cocoteros y caudalosos ríos por los que navegaban los barcos de vapor de una compañía de importación de marfil.

No era preciso situar la acción en parajes extraños, no era necesario colocar a los personajes ante situaciones heroicas para escribir algo interesante. Kafka era un buen ejemplo: K nunca tuvo que escalar el Everest, ni enfrentarse a ejército alguno arrastrando tras de sí una epopeya. Lo que hace grande “El proceso”, es precisamente todo lo contrario, es el extravío, la angustia de un ciudadano acorralado por una sociedad, la suya, cuyas normas funcionan por encima del individuo hasta acabar con su vida.

Así reflexionaba David mientras se disponía a comenzar su nuevo relato, y casi podía notar el peso de las manos de Dostoievski y del propio Kafka apoyadas sobre sus hombros en aquella habitación invadida por la música de la radio. Admiraba a Kafka, el grajo. Porque en realidad, el apellido real era Kavka, grajo en checo. Aquel dato extraño, que no parecía una simple casualidad, lo había leído el joven autor en el prólogo de “El castillo”, y cada vez que recordaba al escritor austriaco, la silueta del córvido se insinuaba alegórica, representativa de toda la literatura que a él le atraía desde siempre. Y los rasgos del propio Kafka, plasmados en las viejas fotografías en blanco y negro de sus libros, parecían contener los rasgos afilados y oscuros del ave.

La Navidad, por tanto, no era ni mejor ni peor excusa para ponerse a escribir. Se había convencido de que no existían temas sublimes para la literatura, como no los había para la filosofía o para la arquitectura. Construiría un relato navideño, y lo haría con la mayor energía, dando lo mejor que tenía para aquella humilde revista que se confeccionaba gracias a los folios y la fotocopiadora del Ministerio de Agricultura donde trabajaba la novia del “editor”. Al fin y al cabo él se sentía dichoso cada vez que la veía asomando de la ranura de su buzón, o cuando entraba en un bar donde se distribuía el fanzine, y con disimulo, echaba un rápido vistazo a sus páginas buscando su relato que a veces contenía erratas, pero que en ocasiones venía acompañado de una ilustración hecha por algún aficionado al cómic.

Llevaba años escribiendo en pequeñas publicaciones, metido en ese mundillo que funciona al margen de las grandes editoriales y sus ídolos mediáticos. Él se movía en otra escala, con sus virtudes y defectos, con la frustración de un público tan reducido, pero también con la gran distinción de poder maniobrar a su capricho. Y de la experiencia acumulada se alimentaban sus relatos. Tenía recursos suficientes, algo similar a un oficio adquirido a fuerza de ensayar y errar. Sabía que era clave un comienzo que enganchara al lector, que había que desplegar una o varias líneas en la acción. Contaba con aquello que había aprendido en lecturas de grandes y pequeños, todos aquellos ejercicios de estilo, trucos y recursos que separaban un relato mediocre de uno redondo. Redondo, porque bajo las palabras escritas funcionaban melodías y ritmos, resortes y palancas, leyes casi físicas, algo semejante a la geometría. El final, por supuesto, también era muy importante, en él todo debía resolverse, deshacerse o cobrar sentido. O incluso todo lo contrario: quedar abierto...

Encendió el ordenador y preparó en la pantalla su formato de texto preferido. Una vez más, como hacía siempre que repetía esa operación, recordó los lejanos días en que escribía a mano, sobre el papel. A pesar de los primeros recelos, había sucumbido a la informática. Ahora reconocía que no era más que un prejuicio aquella aureola romántica del escritor que emborrona papeles bajo la mortecina luz de una vela. Trabajando con la computadora, las correcciones, las pruebas, eran más fáciles de realizar.

El relato que iba a escribir: “Adhesiva Navidad” versaría sobre un profesor de Historia Antigua que lucha en vano contra esa celebración religioso-pagana. Por supuesto, en él volcaría David parte de su animadversión hacia esas fechas en las que se hallaba inmerso, no en vano, aquella tarde que ya se oscurecía pertenecía al treinta y uno de diciembre. A punto estuvo de escribir la muerte en soledad de un octogenario abandonado por su familia en días tan señalados. No obstante, se decantó por la otra alternativa, pensando que le sería difícil despojar de cierto tono sensiblero al relato del viejo que muere en su casa y es encontrado días más tarde por sus vecinos alertados por su ausencia, o avisados de su fallecimiento por el hedor que a ella sucede. Decidido por la primera opción, comenzaría la escritura trazando los rasgos del profesor:

Lorenzo Montero se levantó de la mesa, estaba algo cansado y decidió tomarse un respiro. Fue a la cocina, abrió un armario y sacó la cafetera. Tras llenarla de agua y enrasar su depósito con un aromático café molido, se asomó al balcón para esperar que un pequeño soplido le avisara de que el café estaba listo. En ocasiones le gustaba relajarse mirando las molduras de ladrillo del edificio neomudéjar de enfrente, y recorría con la vista su fachada en la que la erosión de la arcilla y algunos churretones negros producto de la lluvia y la polución, daban cuenta de su antigüedad.

Instantes más tarde, un intenso olor a café ganó la estancia. Lorenzo se dio la vuelta dando la espalda a la calle y echó el líquido negro en una taza. Añadió dos cucharadas de azúcar, pegó un sorbo y regresó a su despacho para continuar con su tarea. Sobre su mesa estilo imperio descansaba un rimero de folios en los que había ido escribiendo un ensayo sobre el historiador romano Flavio Josefo. El catedrático Montero, de convicciones ateas, rastreaba en búsqueda de datos certeros las obras de aquel judío romanizado del siglo primero, intentando conseguir una reconstrucción fiel de esa época crucial en la que el cristianismo se empieza a fraguar. En aquellos libros, Josefo se internaba en la maraña que constituían las ramas del judaísmo, hablaba de sus guerras, de la destrucción del Templo de Jerusalén, de Roma y sus emperadores. El profesor estudiaba en su próximo libro, las diferencias entre esenios, fariseos y saduceos. Incluso se ocupaba de los zelotas...Trataba, como proyecto más ambicioso, como idea central que daba sentido a toda su obra, de demostrar que la Biblia era en realidad un conjunto heterogéneo de libros, en el cual, la Historia, el mito y las ideologías se iban dando forma mutuamente a veces a costa de los verdaderos hechos.

El primer objetivo ya estaba logrado, Lorenzo Montero estaba situado en la escena, la acción había comenzado a rodar. David leyó las líneas escritas para cerciorarse de que no se había colado en ellas ningún fallo, después se levantó y salió al pasillo para ir un momento al lavabo. Mientras caminaba por el corredor, vio a su madre de espaldas, en la cocina, preparando la opípara cena con la siempre despedían los años. Sobre una vestimenta más elegante de lo habitual, destacaba la cuadrícula verde y blanca del delantal que abrazaba el abdomen de la mujer que, con naturalidad, preparaba un asado, mientras canturreaba en voz baja una copla andaluza.

Al salir del lavabo de vuelta a su habitación, pudo observar en el salón a su abuela haciendo ganchillo y, sentado en el sofá, a su padre, que en esos instantes, mientras leía el periódico, vigilaba a su hermana pequeña, que jugaba con una oveja tomada del belén que presidía el comedor con sus errores de escala.

De nuevo se sentó David frente al ordenador para volver a su relato:

Montero, estaba claro, se encontraba incómodo en aquellas fechas navideñas, a pesar de que, por suspenderse las clases en la universidad, tenía más tiempo para dedicarse a su ensayo. El historiador hacía verdaderos esfuerzos por abstraerse de las celebraciones con que se topaba en cualquier momento.

En su casa, ningún indicio hacía pensar que el calendario tenía aquellos días marcados en rojo. No ponía el belén, en realidad, ni siquiera tenía belén, tampoco guirnaldas ni bolas. Por supuesto, no había espacio en su hogar para el árbol ni para Papá Noel, pues aquellos símbolos desataban en él mayor aversión que el Nacimiento, por considerarlos extraños a su cultura greco-latina.

Mientras David pulsaba las teclas para escribir esto, se sonrió, pues para él también todos aquellos símbolos nórdicos le resultaban bastante repulsivos. Con el belén, en cambio, no ocurría lo mismo. Por él sentía cierta simpatía que procedía de su etapa infantil. Aquel paisaje que el resto del año dormía dentro de una caja, en el fondo de un armario, le recordaba a aquellas guerras de indios y vaqueros en miniatura de su infancia. Al fin y al cabo, sobre el musgo artificial, sobre las colinas de corcho vigiladas por el Castillo de Herodes, vivían muñecos, soldados romanos, dromedarios y ovejas, excepto esa que todavía tenía entre sus manos su hermana. Por esos caminos de serrín que conducían al portal, caminaban reyes y pastorcillos, como los del villancico que, procedente de la televisión del comedor, se colaba en su alcoba en ese preciso momento, atravesado por el ruido de los cubiertos al ser colocados sobre la mesa.

Montero había erigido una muralla de libros e ideas a su alrededor tras las cuales se parapetaba desde hacía años. No obstante, a pesar de esos obstáculos que él colocaba frente a las creencias de los demás, a pesar de sus sólidos argumentos, no podía evitar las tarjetas de Navidad que se colaban en su buzón puntualmente, año tras año, obstinadas, pese a no obtener respuesta alguna por parte del profesor. En el trabajo, con estoicismo soportaba las bromas de sus compañeros de departamento, sabedores de sus convicciones y siempre dispuestos a fastidiarle el último día de clases con un: Feliz Navidad, Lorenzo.

Todas esas precauciones cotidianas, en cambio, eran insuficientes para eludir la familiar cena que todos los veinticuatro de diciembre se celebraba en casa de su madre y en la que tenía que escuchar los mismos reproches que aludían a su soltería, a su carácter huraño, que le convertía en un misántropo a los ojos de sus teñidas cuñadas.

Y lo peor de todo, era que esa cena se produciría mañana, porque una llamada de teléfono de su hermano mayor le había recordado la cita esa misma tarde para evitar un voluntario despiste. En eso pensaba mientras repasaba la lista de la bibliografía que aún permanecía inédita a sus ojos, y que le sería imprescindible para continuar con el libro en el que trabajaba. Y mientras imaginaba la predecible escena que sin duda se produciría al día siguiente, subrayó en rojo el título de una obra de un autor todavía no leído por él que en breve formaría parte de su ya impresionante biblioteca particular.

Ahora sí, pensó David, ahora el relato había alcanzado el punto deseado, el momento de tensión que permitía lanzarse hacia un final que resolviera la trama. Además, su extensión se ajustaba a lo que le había pedido Patxi a través del correo electrónico. Su contenido antinavideño y su extensión, encajarían a la perfección en el próximo número de Borraska, que hacía el catorce. Se tomó un descanso para releer lo escrito y, mientras se hacía el silencio, escuchó el sonido de copas que brindaban en el salón. Volvió a fijarse en la pantalla. Como si hubiera tomado carrerilla, se volcó de nuevo en la narración.

Eran ya las seis de la tarde, el profesor tomó nota del título, autor y editorial del libro antes subrayado, se puso el abrigo y salió a la calle para acudir a su librería de confianza. A esas horas, la ciudad, oscurecida por la noche, estaba punteada de luces, sus calles contenían una marea humana que se dirigía a los centros comerciales como hipnotizada por los villancicos que procedían de los edificios para mezclarse en el aire invernal. Lorenzo Montero tomó un taxi para evitar las aglomeraciones de viajeros del metro o el autobús. La otra alternativa, ir en coche, hubiera sido una locura debido a la congestión que esos días ahogaba la urbe. Una a una, las estrellas de bombillas que colgaban en las calles formando estrellas o campanas, se sucedieron, arrojando sus reflejos dentro del coche en cuyo interior, el taxista se había empeñado en establecer una conversación que giraba en torno al mercado de fichajes de invierno.

Continuó escribiendo a buen ritmo. Ahora era la canción del crooner que todos los finales de año aparecía por la gala de televisión, la que llegaba a sus oídos procedente del salón. La inmediata respuesta de David fue contraatacar con uno de sus discos, que comenzó a sonar para contrarrestar aquella composición tremendista de Manuel Alejandro. Entre la música, las risotadas de su familia, también explotaron en el aire de la casa, antes de hacerse un silencio que el tañir de lentas campanadas, interrumpió.

Un Papá Noel de barba y barriga postizas hizo una reverencia al profesor al pasar por la puerta de un centro comercial, tras el escaparate, un risueño conjunto de renos le miró mientras tiraba de un enorme trineo. Montero, continuó con su paseo e inspiró el olor de las castañas asadas de un puesto cercano mientras se abría paso entre la multitud que abarrotaba la calle. Minutos más tarde llegó a la librería. Tras saludar a uno de los empleados que en ese momento envolvía con papel de regalo una novela, se acercó a los estantes para buscar el libro que había ido a comprar. Tras mirar toda una balda, lo halló. Tuvo que esperar en la cola para pasar por caja. Finalmente le llegó su turno. Pidió que no se lo envolvieran en aquel papel que llevaba copos de nieva pintados, y pagó.

Salió de nuevo a la calle. El famoso espíritu de la Navidad llenaba todos los pulmones, llegaba hasta el último rincón de la ciudad. Sobre un cine, dentro de un cartel, los edulcorados dibujos de Disney cumplían también con su cita navideña apoderándose de un viejo cuento popular. Más adelante, un grupo de jóvenes algo borrachos desafinaban cantando un villancico bajo sus gorros rojos terminados en una bola. Era inútil luchar contra todo eso, pensó. Continuó caminando mientras imaginaba la cena del día siguiente. Metros más tarde, introdujo la mano en la bolsa y extrajo el libro. Inspeccionó su índice y miró el precio. Al menos, se sonrió pícaro, le habían rebajado un diez por ciento.

Por fin había concluido su trabajo. Tendría que darle un último repaso posterior, pero por el momento se encontraba satisfecho con el resultado. Al pie del último párrafo, puso su nombre acompañado de la fecha: 31 de diciembre de 2003. Ahora sólo faltaba enviárselo a Patxi y esperar a que lo publicara, pero para eso ya habría tiempo más tarde.

Se estiró en la silla para desentumecer la espalda, apagó el ordenador, cerró el cuaderno que en todo momento le había servido de guía y salió del dormitorio. La casa se encontraba en un extraño silencio, a oscuras. En el pasillo, la alcoba de la abuela permanecía con la puerta cerrada. Llegó al salón y encendió la luz. Ante sus ojos apareció la mesa desordenada, con restos de comida y botellas verdes vacías. En el fondo de una copa todavía quedaban burbujas que afloraban a la superficie dorada del cava. En el suelo, junto a la pata torneada de una silla, perdida sobre un multicolor océano de confeti y rizadas serpentinas, descansaba la oveja artificial que nunca regresó a su rebaño.

Se asomó a la terraza y miró un fragmento de la ciudad. Por encima de ella, el negro cielo, con un llanto de fuegos artificiales, se despedía de la Nochevieja.

Vida perra

Aquella mañana, tras someterse al chequeo que su médico le recetó a raíz de esa tos que se fue apoderando de sus pulmones, mientras desayunaba en la cafetería a la que acudía a diario durante los últimos años, se dio cuenta. Limpió las yemas de sus dedos en una servilleta de papel dejando unas manchas de grasa ovaladas que la hacían traslúcida, y repasó mentalmente aquella ecuación recién deducida. Ahora le parecía evidente. Había encontrado la conexión causa-efecto, el escondido resorte que saltaba y hacía que la realidad se ordenara de un modo concreto. Estaba claro, esa era la constante que le había perseguido durante todo el tiempo. Taciturno, se levantó de la mesa, dejó el periódico del bar sobre la mesa, y pagó con exactitud su café con porras.

Cruzó el Paseo del Prado y se dirigió al museo del mismo nombre. El sol de la mañana proyectaba sombras y añadía nitidez a las piedras talladas en forma de capiteles y estatuas que formaban parte de la fachada del majestuoso edificio de Villanueva. El negro metal de la figura de Velázquez continuaba delante de las grandes columnas dando su diaria bienvenida a Gregorio Gutiérrez.

De su taquilla sacó el traje azul que le distinguía de los visitantes, pues él era vigilante de sala. Aquel traje azul simbolizaba su cargo bajo la protección del Estado, y para conseguir esos pantalones y esa chaqueta con ribetes dorados en sus bocamangas, hubo de superar unas oposiciones. Una placa plastificada colgaba de su pecho mostrando su nombre y apellidos. De aquel tiempo como opositor, quedó el recuerdo de las tardes de biblioteca en que se mezclaba con estudiantes que preparaban sus exámenes. En la biblioteca municipal preparó aquella prueba en que debía mostrar sus conocimientos sobre el convenio único o las funciones de los museos.

Afortunadamente, semanas más tarde, su nombre aparecía junto a otros en la lista de aquellos que eran aptos para custodiar el excepcional patrimonio pictórico que el Prado encerraba, pues, por haber obtenido una nota alta, podría elegir como destino la pinacoteca madrileña.

Planta baja, DXII A. Nunca olvidaría aquella dirección, pues fue en esa sala en la que comenzó a trabajar dentro del museo. Allí tomó posesión de su primera silla con brazos desde la que vería pasar a miles, millones de turistas y amantes de la pintura que desfilarían ante sus ojos en años posteriores.

Un gran pez con pies humanos camina junto a otros animales fantásticos y seres zoomorfos, dejando atrás a un médico charlatán y usurero que sana la dentadura de su paciente al son de un gaitero enloquecido. Un gigantesco carro avanza pesadamente seguido por el Emperador y el Papa que, complacidos, van tras su carga de hierba seca acompañados por un multitudinario y distinguido séquito. Sobre el heno, viajan dos amantes por los que un ángel reza mientras un diablo azulado sopla por su nariz una lujuriosa música.

Bajo las ruedas, aplastados, las clases bajas, los artesanos y los burgueses se disputan los haces de heno que caen desde lo alto del gran carro de tracción demoníaca. A pesar del poco valor de lo que recogen, la vana ambición humana, la codicia, les hace robar y cometer crímenes

En la tabla de la izquierda Adán y Eva son creados y expulsados del Edén, y un conjunto de ángeles rebeldes revolotean por los aires mostrando su negrura y deformidad alrededor del Creador.

En el ala derecha, la silueta de una ciudad se recorta sobre el horizonte, consumida por las llamas de un gran incendio mientras, en primer plano, los demonios albañiles edifican una torre circular que parodia a la de Babel.

A los pies de la composición, unos perros muerden a su amo desnudo. El pecado y la locura dominan la escena

Aquel tríptico, El Carro de Heno, fue el primer cuadro ante el que se detuvo, el primero en impresionarlo, pues la gran cantidad de telas que colgaban de las paredes, llegó a abrumar de tal modo a Gregorio, que sólo esas tres tablas unidas por bisagras, le devolvieron la fascinación que las paredes del Museo transmitían.

La atracción que le produjo aquel cuadro, hizo que Enrique en ocasiones escuchara casi de forma furtiva, las explicaciones que los guías daban de la pintura de El Bosco, inventor de monstruos y quimeras para unos, precursor del surrealismo para otros. Al parecer, el pintor había intentado plasmar de forma alegórica, los pecados, las esperanzas y los temores de la Edad Media. Como algunos de los coetáneos que compartían aquellas salas, aquellas escenas pintadas siglos atrás, estaban plagadas de seres extraños, sobrenaturales, de esqueletos que cobran vida y hombres sujetos a sus errores o a fuerzas celestiales o infernales. Allí estaba también la Mesa de los Pecados Capitales y el Jardín de las Delicias, con sus escenas eróticas, incluso obscenas seguidas del inevitable castigo divino que cae sobre los hombres que abandonan la senda que Dios señala como correcta.

Ahora, mientras se ponía el uniforme en los vestuarios, recordaba con claridad aquellos cuadros a pesar de no tenerlos delante, pero sobre todo, la imagen del perro era la que sobresalía de entre aquellas que tanto le fascinaran en esos lejanos días de su debut como vigilante de sala, de la sala de El Bosco.

De inmediato, aquel perro pintado dentro de un cuadro tan moralista, le parecía que encajaba a la perfección como constante en aquella ecuación recién deducida a la que su vida se adecuaba de forma tan exacta. Por aquella época, la de su desordenada juventud, deambuló por paisajes parecidos a los pintados por el viejo maestro que tanto admiró Felipe II. Los vicios, la ambición, el juvenil apetito de carne, la incertidumbre ante la vida futura, el horizonte lejano pero cierto de la muerte, no tenían el aspecto de esos monstruos que habitaban las tablas, sin embargo, todas esas dudas le mordían como el perro que hacía presa en el cuerpo de su amo.

Tras un tiempo en esa zona del museo, cambió de sala, incluso de planta. El azar quiso que todos los días tuviera ante sí la joya más preciada de aquella especie de cofre en el que se guardaban algunos de los lienzos más importantes de la Historia.

Las Meninas se encontraban en la sala número doce de la planta principal del edificio. Se trataba de una estancia situada en el corazón del edificio cuya planta casi dibujaba un óvalo, en cuyos muros estaban colgados los cuadros a los que se asomaba la familia de Felipe IV acompañada de sus animales de compañía y de los bufones que con tanto cariño retrató allá por el siglo XVII el gran Diego de Silva Velázquez.

Ahora todo era más claro para él. En aquellas telas también aparecían perros. En el retrato del príncipe Baltasar, por ejemplo, un gran can descansa semidormido a los pies del niño que empuña una escopeta en una pose cinegética. Pero también en las Meninas había un perro: el mastín León que, tumbado en el ángulo inferior derecho, recibe la patada del diminuto Nicolasillo de Pertusato.

Indagando acerca del famoso cuadro, hurtando de nuevo las explicaciones de los guías que ante aquella obra se paraban para explayarse en detalles y datos de todo tipo, Gregorio pudo conocer las múltiples interpretaciones que se habían hecho de aquella tela de 310 x 276 centímetros.

Con deleite y admiración se quedaba en ocasiones Gregorio contemplando ese lienzo que plasma una escena aparentemente habitual en el antiguo Alcázar de Madrid que un navideño incendio destruyó. En Las Meninas, la familia real aparece en una escena ambigua, espontánea e ilusoria a la vez, bajo una atmósfera cuyo aire casi se puede acariciar con los dedos. El pintor, con sus pinceles y paleta en las manos, nos mira de frente, ocultándonos la pintura en la que se haya trabajando en ese preciso instante. Un figura oscura, enigmática, la del aposentador se despide, con la puerta entreabierta, de la gran habitación en la que cuelgan otras grandes obras pictóricas. Finalmente el mágico juego de espejos paralelos que hace aparecer a los Reyes reflejados en la pared del fondo

Durante todo el tiempo que pasó en aquella zona, el vigilante Gutiérrez pudo ir conociendo la obra de aquel pintor que desde entonces comenzó a apreciar en extremo, pues aunque en el colegio tuvo que aprenderse una lista de sus obras acompañada de una breve descripción, aunque aquellos cuadros se encontraban reproducidos por todos lados en carteles o sellos, era allí, en el Museo del Prado, donde los borrachos de El Triunfo de Baco, las hilanderas del La fábula de Aracne o las lanzas que pinchan el cielo en La rendición de Breda, adquirían una categoría más elevada.

Con extrañeza contemplaba también los rostros y cuerpos deformes, desproporcionados, de los enanos que pulularon por la lejana Corte de los Austrias. Esas personas le atraían, no podía evitarlo, incluso se aprendió los nombres de tan singulares personajes. En Las Meninas aparecía Nicolás de Pertusato, pero también la macrocéfala Maribárbola. Lo que más le sorprendía eran los cuadros dedicados en exclusividad a otros bufones como el llamado irónicamente Juan de Austria, o Pablillo de Valladolid, que casi flota en el vacío, o el bufón don Cristóbal de Castañeda Barbarroja; pero sobre todo, Francisco Lezcano, el enano Niño de Vallecas que mira de forma inexpresiva, o el pícaro y estrávico bufón Calabacillas, y por encima de todos, el bello retrato de Don Sebastián de Mora, sentado, mostrando las suelas de sus zapatos para ocultar la cortedad de sus arqueadas piernas. Desde el lienzo, aquel hombre sigue mirándonos manteniendo un conmovedor porte distinguido, desde su rostro severo, de honda tristeza por el papel que su peculiaridad física le ha obligado a desempeñar.

Además de los bufones y de los caballos, que ocupaban gran parte de los cuadros, también estaban los perros, a los que dedicaba Gregorio mucha atención. Había muchos, casi todos acompañaban a sus dueños en una cacería, aunque el doméstico León seguía pareciéndole el más importante. Junto a las infantas, permanecía acostado, sin reaccionar ante el puntapié del enano Pertusato. Ahora recordaba que una vez, un guía identificó la figura del perro con España, una España que según quien hubiera construido aquella teoría que a él le parecía extravagante, permanecía adormecida.

Aquel intento de explicar la presencia del animal en el cuadro, nunca le convenció, aunque al repasarlo mentalmente, no pudo reprimir la sonrisa, pues él también había encontrado una teoría extravagante que no iba referida a la pintura, sino a algo más importante: su propia vida.

Efectivamente, los perros seguían apareciendo, pero ahora el rasgo que los caracterizaba era la serenidad que transmitían, la fidelidad que mostraban al permanecer quietos, confiados junto a sus amos. También él por el tiempo que estuvo en aquellas salas, mostró esa fidelidad canina hacia la que se convirtió un domingo otoñal en su esposa. Como el dócil mastín que cierra los ojos casi complacido pese al pie del enano, su existencia entonces quedó inscrita en lo doméstico, aunque el nuevo estado no le quitara complejidad a su vida, aunque algunas noches tuviera que levantarse de la cama para atender a uno de sus hijos sobresaltado por una pesadilla infantil; aunque algunos finales de mes las dificultades económicas casi estrangularan a su familia.

Tras repasar esos lejanos acontecimientos, Gregorio anudó la corbata sobre el cuello, se miró con expresión trágica en el espejito que colgaba en su taquilla, y salió del vestuario en dirección a la nueva sala en la que debería trabajar desde esa misma mañana.

Antes de acceder a la planta primera en la que se encontraba la obra de Goya, salas en las que debería permanecer desde ese mismo día, entró Gregorio en la tienda del museo. Pasó revista a los muchos regalos alusivos a los tesoros que El Prado albergaba: camisetas y postales, tazas y carteles llevaban impresas obras de Tiziano, Ribera o Murillo. Por fin, su mirada se topó de súbito con el lomo de un libro en el que se recogían las obras que el Museo conservaba de Goya.

Tras esperar a que atendiera a unos turistas orientales, pidió a la dependienta que se lo prestara un momento, para consultar un dato, pues no tenía intención de comprarlo. De forma atropellada, pasó las suaves páginas del catálogo. Sabía lo que buscaba. Entre el ruido que hacían las hojas al pasar, fue repasando los cuadros del pintor aragonés: ante él desfilaron, de un modo vertiginoso, La maja desnuda, que en la página posterior aparecía vestida, las caras de Carlos IV y su regia familia, ridiculizadas según algunos por el genial pintor, las escenas campestres madrileñas, los horrores de una guerra y los caprichos de una mente enfrentada a la realidad. Sin detenerse, siguió persiguiendo la imagen. Por un instante, la lámina buscada pasó ante sus ojos. Retrocedió unas páginas y contempló lo que buscaba. Tras examinar aquel cuadro reproducido en el libro, cerró éste mientras asentía con la cabeza en un gesto de gravedad. Sus sospechas se acababan de confirmar. Pensativo, contempló una vez más la ilustración de la portada, después, devolvió el libro a la dependienta y se encaminó a ocupar el puesto recién designado.

Sin prisa, con cierta resignación, accedió Gregorio Gutiérrez a la planta principal del edificio. Mezclado con los visitantes que debido a su retraso habían tomado esa zona, fue mirando aquellos cuadros. Allí estaba esa tela en la que dos hombres, enterrados hasta las rodillas, se baten en un duelo a garrotazos. No quería enfrentarse de inmediato a la obra que le obsesionaba, por ello, deambuló por las estancias viendo brujas y demonios, percibiendo la convulsión que la locura y el delirio añaden al arte. Dos viejos mostraban sus caras deformes, un macho cabrío presidía un aquelarre, desde otra pared, la brutal imagen del cuadro titulado: Saturno devorando a sus hijos pasó ante sí.

Envuelto por aquellas escenas correspondientes a las pinturas negras, avanzó por el pasillo con decisión hasta llegar a la sala XXXVI. Ante él surgió un inquietante cuadro de acentuada verticalidad, casi vacío. Dentro de los límites del desnudo marco, el cielo y el suelo se confunden en tonos ocres, terrosos. Dos ojos se abren y miran hacia arriba desesperados. Gregorio se acercó. A la derecha del lienzo, en una plaquita gris, pudo leer: Francisco de Goya, (Fuendetodos 1746 - Burdeos 1828), Perro semihundido.


Relato automático

Un calor asfixiante se extiende por el verano de la gran ciudad. El escritor aficionado intenta en vano conciliar el sueño en la noche, y le cuesta cogerlo. Las altas temperaturas y ese terreno inexplorado que su esposa ha dejado vacío en la cama nupcial esa noche, le impiden acceder al mundo onírico.

Desvelado y empapado en sudor, el narrador se levanta de la cama. Su esposa no ha llegado todavía de su prevista y larga reunión de trabajo. Es la tercera vez que ocurre en las últimas semanas.

Vicente García, abogado de profesión y aficionado a la escritura, se levanta, entra en el lavabo y refresca su cara con agua fría. Después, se sienta en el sillón de su despacho y aparta de su mesa lo último que ha tenido entre manos: un tortuoso caso relativo a herencias.

Bajo el flexo, se concentra en escribir una historia que se le ha ocurrido hace un rato mientras daba vueltas en la cama. La luz de su despacho es la única que brilla en el edificio en el que vive. Escribe el narrador sobre una mujer que vuelve a casa en el coche de su amante mientras su marido duerme distraído.

Los ruidos de la calle penetran en el interior de la casa, que tiene las ventanas abiertas buscando una bocanada de aire fresco. En el despacho, en el que Vicente traza los rasgos de un relato, los frenazos y acelerones de los coches que circulan por las calles, la música lejana que se escapa de una discoteca al abrir las puertas, las conversaciones de los que pasan bajo la ventana, se mezclan e interrumpen desordenando el silencio nocturno.

Una mujer de melena rubia y labios encarnados, viaja en el interior de un coche atravesando la ciudad. Las luces de los luminosos se reflejan en sus pómulos arrojando colores estridentes sobre su maquillaje ya desvaído. A su lado, dentro de un traje gris que se cierra en el nudo de una corbata de seda, conduce un hombre. Durante un largo rato, guardan silencio, parecen meditar sobre un asunto difícil de resolver. El asunto es el mismo para los dos.

Sentado en su escritorio, el escritor sigue perfilando su historia. La trama de la historia consiste en dos amantes que cruzan la ciudad en dirección a una casa en la que acaba de encenderse una luz. Han decidido contarle al marido engañado toda la verdad de su relación que va más allá de lo laboral. Primero subirá ella e intentará explicarle el porqué de sus últimas llegadas a casa a horas tan tardías. Lo hará con dulzura, apelando al cariño que ella todavía le guarda, le dirá que no quiere hacerle daño, que intentará mantener la amistad que siempre, antes incluso de casarse, les unió, pero finalmente le comunicará con frialdad que todo ha terminado entre ellos. Después se despedirá y bajará a la calle para introducirse en el coche y desaparecer. En caso de que el marido no acepte la cruda realidad, sitúa Vicente al amante consultando con impaciencia su reloj, esperando nervioso en el coche. Para concluir la historia, existe la posibilidad de que en el piso haya una discusión, que se produzca un forcejeo entre los cónyuges. En previsión de estas dificultades, el amante ha traído una pistola que descansa en la guantera del automóvil.

Con las ideas ya claras, da comienzo Vicente a su relato. Con letra afilada, escribe cómo un coche se acerca en la noche a una casa en la que una luz encendida brilla abriéndose paso en una calurosa noche de verano.

A medida que el abogado aficionado a la escritura avanza en su relato, un coche se acerca a su casa. Sin dejar de escribir, desde su despacho, escucha el narrador el frenazo de un coche que aparca bajo su ventana. En ese instante, bajo el flexo, escribe apresuradamente la conversación que los amantes mantienen dentro del automóvil, la decisión final de que será ella quien suba para contarle la verdadera realidad.

Las líneas se suceden en el papel. Por un momento, el escritor cree escuchar la voz de una mujer joven bajo su ventana. Una voz idéntica a la de su esposa que dice:

- Le conozco muy bien, no te preocupes. Yo sabré como explicárselo.

Tras oír la frase, el escritor levanta la vista de su mesa y piensa que no es posible, que esa mujer que habla en la calle no es su mujer, que tan sólo se trata de una sugestión, de un mecanismo psicológico que le hace identificar esa voz femenina con la de su esposa. Su relato es pura ficción, se dice a sí mismo, su argumento no tiene nada que ver con la realidad, es inventado, aunque la cama permanezca vacía a esas horas...

El escritor aficionado trata de convencerse de que todo es fruto de su imaginación mientras busca razones que expliquen esa coincidencia. En la escalera resuenan unos tacones, unos golpes rítmicos sobre los escalones de madera que se escuchan cada vez con mayor nitidez. Bajo la ventana, el sonido del motor de un coche en marcha, continúa llegando como un rumor al interior del despacho. En la escalera, el taconeo cesa mientras una llave hurga nerviosa en la cerradura intentando abrir la puerta de la casa.


V H S

En una de las paredes del ascensor que nos subía hasta el 6º B en el que vivíamos, había una plaquita de aluminio en la que se podía leer:

PRECAUCIÓN.

No se acerquen a la entrada.

Impidan que los niños viajen solos.

Dos dibujos explicativos ilustraban las frases: a la derecha, un niño iba de la mano de su madre; a la izquierda, ese mismo niño estaba solo dentro de un círculo rojo tras un aspa del mismo color que sancionaba el error de su soledad en el vertical viaje hacia el hogar. Yo miraba la advertencia y apretaba tu mano maternal, aunque algo en mi interior me empujaba a introducirme dentro de la señal de prohibición. Tiempo después, alguien se dedicó a raspar ciertas letras, y así el mensaje se transformó en:

se acerquen a la entrada.

pidan que los niños viajen solos.

En el parque, la cuerda de colores se enroscaba en la peonza formando una espiral. Entre los dedos, una antigua moneda con un agujero en medio, servía para darle tensión y lanzar el poncho para que el tiempo se detuviera un instante en su girar hipnótico. Las vueltas perdían velocidad poco a poco para finalmente mostrar la peonza tambaleante hasta quedar tendida en la arena sobre su abultada panza.

Durante los recreos, mientras paladeábamos lenguas de gato, cogíamos trozos de vidrio verdoso y, como hombres primitivos atravesábamos nuestro paleolítico y neolítico tallando y pulimentando aquellos cristales hasta dejarlos redondos. Después los incrustábamos en chapas para que los futbolistas de los cromos quedasen atrapados. Construidos los equipos, con una tiza, sobre la cuadrícula de los adoquines dibujábamos un asimétrico terreno de juego sobre el que un garbanzo-balón rodaba buscando la portería rival. Otras veces, los rostros de los ciclistas eran los que habitaban las chapas y recorrían las etapas imposibles que con nuestras manos habíamos construido en la arena. Un trasquilón eliminaba las curvas.

Comenzaba la temporada con el yo-yó, después otra promoción de cromos que salían en los bollos de chocolate, más tarde las canicas con su choque exacto buscando el guá. Las modas infantiles se sucedían continuamente para regresar transformadas la temporada siguiente. Por entonces yo ya viajaba solo en el ascensor mientras tú preparabas en casa la merienda.

La tarde que arranqué la placa del ascensor tú habías salido de compras. Al llegar, la casa estaba en silencio, tomada por la quietud de los muebles. Movido por el magnetismo de lo desconocido, entré a vuestra habitación. Sobre la mesilla de noche estabais los dos. Tú llevabas un traje blanco con un ramo de rosas en las manos, papá uno negro. Sonreíais y erais más jóvenes.

Abrí tu armario repleto de vestidos. Abrí después un cajón, y vi unas ropas desconocidas, pequeñas. Debajo de ellas había una cinta de video parecida a la de 101 dálmatas que yo veía casi todas las tardes mientras merendaba. La cogí y la puse en el video. Tú estabas en una cama, acompañada por dos hombres desconocios. Desnuda.

Dejé la cinta con cuidado en su sitio y salí de casa. Ya en el ascensor, mientras bajaba, arranqué el rectángulo de aluminio y borré con una llave la figura de la mujer. Sólo quedó una mancha de pegamento reseco.

El cigarrito

Fumaba despacio, se recreaba dejando que el humo del tabaco diera vueltas bajo el paladar, después lo expulsaba también de forma lenta, y el humo azulado manaba de su boca abierta al igual que en las rejillas que expulsan el gas tóxico suburbano.

Apoyado en la almohada doblada tras su espalda, en su torso desnudo colgaban pliegues de carne a las que los años, tenaces, habían ido arrancando su tersura juvenil. Unas volutas de pelo blanco iban ganando terreno en sus rizada cabellera. Las sábanas arrugadas cubrían sus piernas.

Enfrente, sobre una silla, continuaban colocadas sus ropas, cuidadosamente dobladas para evitar que las arrugas delataran la reunión clandestina entre el hombre y la mujer. Fuera, como un lejano rumor de mar, el ruido incesante del caucho sobre el asfalto de la M-30.

Ella, con desparpajo, se había levantado hacía unos minutos dejando ver su espalda y había recorrido, desnuda, el espacio a veces infinito que separaba la cama de la puerta entreabierta al blanco sanitario del lavabo.

Un estruendo acuático señaló el inicio de la ducha. El olor del hombre, sus furtivas caricias, el roce de su piel rociada de una varonil y publicitada colonia, eran arrancados por el agua a presión, y los hacía girar invisibles, a sus pies, en una espiral que se perdía tuberías abajo para mezclarse con otras caricias en pieles desconocidas.

Desde la alcoba, por la rendija de la puerta, el hombre veía a ratos trozos del cuerpo de ella. Una fina película de agua resbalaba, en oleadas sucesivas, por sus caderas y sus senos; después el agua bordeada por lechosas burbujas de jabón, bajaba por sus piernas. Una de esas oleadas empapó y aplastó su vello púbico que, al instante, recobró su aspecto mullido, volviéndose a rizar. Delicado musgo, cabello de ángel caído.

Envuelta en una toalla, la mujer regresó a la habitación; al deshacer el nudo que la ataba a su cuerpo, ésta cayó al suelo abrazada a sus pies. Dos pequeñas esferas cobrizas coronaban sus pechos. El hombre continuó observándola deleitado mientras ella abrochaba su sostén por la espalda con sorprendente soltura.

Consumido el cigarro, lo apagó en el cenicero, quedando aplastado y rodeado de montículos de ceniza y de otros pitillos en cuyas boquillas continuaba detenido el rastro de carmín arrancado a unos labios carnosos. Junto al cenicero, el prisma de cartón duro de la cajetilla, exhibía mensajes de enfermedad y muerte. Ella continuó vistiéndose con tranquilidad. En el cráneo del hombre, un conjunto de ideas comenzó a girar como humo de tabaco.

Allí estaba él, desnudo dentro de una cama niquelada, bajo un póster de Marilyn que trataba de evitar que sus faldas subieran movidas por el humo de una rejilla de ventilación, con una mujer de carne y hueso que ahora se abotonaba una blusa. Carne, sobre todo carne, saciando el apetito, mercantilizando el deseo. Naturalmente era jueves y a los ojos de su esposa estaba a esa hora en una reunión que se prolongaba toda la tarde. Se trataba de coordinar el trabajo de la próxima semana, solía decir muy temprano antes de salir camino del trabajo, fingiendo tener que afrontar una tarea tediosa pero inevitable.

Un bolero de pretendido sabor añejo comenzó a sonar en el salón tomando poco a poco todo el apartamento. En la cocina se oía un trastear de platos. En esa cama, siguió pensando, se hacían realidad todas sus fantasías, esas que las reglas morales había decidido arrojar a la penumbra de lo torcido, las mismas que se instalaban en todas las conciencias y alimentaban el deseo más inconfesado. Evitaba besarla, evitaba cualquier rasgo amoroso en su relación. Su boca no fabricaba besos para ella, eso lo reservaba para casa. Aquel no era un territorio para el amor, sino para el placer obsceno.

Hacía tiempo que visitaba aquel apartamento de aspiraciones suntuosas: jacuzzi y aire acondicionado. Atrás habían quedado los burdeles de empalagoso perfume, el reino del neón y las falsas copas de whisky. Siempre, durante esas tardes, había un instante de reflexión sobre un tema concreto: la legalización de la prostitución y sus ventajas. Un momento para repetirse a sí mismo la cantinela de la función social de aquel ejercicio clandestino y la erradicación de las bandas de explotadores que conllevaría su reconocimiento.

Qué paradoja: rutinariamente acudía todos los jueves a ese piso para romper con su rutina conyugal.

De ella sabía poco, apenas algunos trazos de su vida quizá falsos. Ella de él sabía más porque el hombre le contaba sus preocupaciones en esos eternos minutos que se agrandan en el silencio de una cama.

La mujer terminó de ponerse las medias; fina piel de humo, caricia oscura. En su cuerpo también se atisbaban los efectos del paso de los años. Por sus piernas comenzaban a intuirse futuras varices, ahora tan sólo venas moradas que serpenteaban bajo la piel de sus muslos. El hombre se levantó del lecho y comenzó a vestirse con cuidado. Mientras se abrochaba los pantalones, de su cartera, en cuyo interior guardaba una foto de su hija junto a su mujer, sacó unos billetes. Había que pagar el servicio, se dijo con sorna. Lo contó. Dobló los manoseados billetes y dejó el dinero de forma discreta encima de la mesilla de noche. Marilyn, en el cartel, permanecía luchando contra la bocanada de aire que agitaba sus faldas y dejaba al descubierto sus piernas. La vieja foto había capturado el aliento del humo y el brillo de los tacones.

Anudó su corbata. En el lavabo comprobó que todo estaba en orden, que nada podría hacer pensar que venía de otro sitio que no fuera la oficina. Se despidieron hasta la semana siguiente. Sin beso.

Mientras regresaba a casa a bordo de su coche, el recuerdo de la tarde se fue difuminando. Semáforos en ámbar e incertidumbre, luces de freno estirándose en la oscuridad, farolas despertando a la noche de la ciudad. Velocidad, deseo de que caiga aguanieve y se aplaste contra el parabrisas. Deseo de borrar la tarde, deseo de aniquilar el deseo. Luces de freno de nuevo, una puerta automática de aparcamiento subterráneo se abre, ruido de zapatos contra el hormigón pulido y moteado de manchas de aceite y gasolina. Motores de automóvil enfriándose. Hileras verdes de buzones en el portal; nombres y apellidos grabados sobre plaquitas atornilladas. Ascensor. Un botón iluminado y pálido con un cuatro en su interior, dedo índice, pulsión.

El ascensor se detuvo dando un respingo, el hombre que huye de la tarde giró la llave y entró en su hogar. Algunas fotos en el aparador del vestíbulo le recordaron su innegable identidad, esa realidad que había estado construyendo desde hacía tantos años, aquella de la que se alejaba los jueves por la tarde. Besó a su mujer y se sintió extraño. Geometría de platos y cubiertos sobre la mesa del salón sobre el fondo espectral de un concurso televisivo con aplausos pregrabados. Era un poco tarde y la niña hacía tiempo que dormía. El hombre recorrió el pasillo y entró en la habitación infantil. Una bombilla iluminó aquel espacio fantasioso, poblado de animales de rasgos humanos, de hombres de aspecto animal. Dibujos de pupitre en las paredes, coloreados con torpeza. Cuatro chinchetas, cuatro esquinas de papel doblado. Un duende y un hada de goma colgaban de un sedal clavado al techo. En la cama, su hija abrazada a la almohada, tapada por sábanas estampadas de personajes Disney. Un proyecto de mujer, una futura poseedora de placer, dormía serenamente. El padre acercó su cara a la de la niña y sintió en el rostro el aliento de su respiración. A sus labios llegó también el calor que gateaba por sus mejillas. Tapó sus hombros con el trozo de tela que ocupaba Pluto, la miró durante segundo elástico, y dejó que un beso se posara en su cálida frente.


Pablo

Le dieron caza en el descampado. Tras un pequeño montículo de arena reseca y cuarteada por el débil sol otoñal. Algunas manchas de barro y agua procedente de los charcos pisados durante la persecución, habían dejado una pequeña y casual constelación en los cañones del pantalón del fugitivo.

Agotado, cayó al suelo al saltar el terraplén y allí, Juan, el primero en llegar hasta él, lo agarró por el cuello inmovilizándolo. Al instante, jadeando por el esfuerzo de la carrera, llegó Pablo.

- Sujétalo- dijo Pablo a su camarada con un severo ademán.

Tomándolo por un brazo, Juan lo levantó del suelo. Alberto apretó los dientes y miró desafiante al jefe de la banda rival.

Pablo le preguntó:

-¿Dónde está Robles?

Alberto, sin responder, siguió mirando a su oponente.

- Que me digas dónde está- insistió Pablo encañonando su barbilla con la escopeta que traía.

De nuevo el silencio fue la respuesta.

Pablo agarró con fuerza el fusil, apretó la culata contra su hombro y apuntó a la sien del cautivo.

- O me lo dices o te mato- dijo mientras una imaginaria línea unía su pupila con el punto de mira que coronaba el extremo del arma.

Alberto continuó en silencio, aferrado a la inquebrantable lealtad que hacia su líder profesaba.

- Muy bien. Tú lo has querido- concluyó Pablo.

El dedo índice se encogió, y el gatillo, tras oponer una ligera resistencia, cedió. Una explosión sonó, y la cabeza de Alberto recibió el impacto de un cilindro de corcho que dejó como señal un círculo enrojecido en la piel del capturado. Éste, con gran teatralidad, cayó al suelo escenificando una épica y dramática muerte.

Pablo volvió a colocar el corcho, que se unía a la escopeta por medio de un hilo, en el extremo del cañón de plástico. Pasó la cinta verde alrededor de su brazo y haciendo con su boca el sonido de los cascos de un imaginario caballo, se alejó del abatido enemigo en compañía de Juan, al que algunos llamaban por su apellido: Púa.

La tarde se consumió entre escaramuzas, secuestros y ficticios asesinatos. Hubo incluso una tregua para pactar e intercambiar rehenes entre los cabecillas de ambos bandos. Al caer la tarde, se produjo un alto el fuego. Las amarillentas luces de las farolas devolvieron a todos a sus casas. Cuando entró Pablo en la suya, el aire caldeado del hogar lo recibió, notando por contraste un ligero dolor de alfileres clavándose en los dedos de sus pies, húmedos dentro de los mojados calcetines.

Mientras merendaba, en la televisión se sucedían, colándose entre los dibujos animados, anuncios que el crío retenía en su memoria como queriendo atesorar todos esos mundos envueltos por una publicitaria atmósfera irreal y difuminada.

Hizo con rapidez los deberes. Después, con una cuadrilla de indios, tomó Fort Apache causando numerosas bajas entre el Séptimo de Caballería.

Comenzado el telediario llegó la cena. Su madre le hizo chantaje una vez más: si no se comía el pescado se quedaría sin probar la carne de membrillo recién hecha por su abuela. A regañadientes tragó, sin apenas saborearlo, el gallo a la plancha que descansaba inerte y rebozado en el plato. Los ojos de su abuela, escarchados por el tiempo, seguían atentamente cada acto del crío y de su hermana María. Unos ojos empequeñecidos, acuosos, cuyas pupilas eran dos saltarinas bolas de un azabache al que la edad había quitado su juvenil brillo.

Tras la tapa del yogur, arrancada con esmero, como de costumbre no había premio, tan sólo la invitación a seguir participando en el sorteo que un notario se encargaría de supervisar en una fecha próxima.

Ya en su alcoba, tras ponerse el pijama azul en cuyo pecho, un bordado e inmóvil esquiador se precipitaba hacia su barriga, se metió en la cama. Sábanas limpias, sábanas gélidas, estiradas sábanas que recorrió con sus pies hasta hallar calor mientras sus brazos rodeaban la almohada con el ímpetu de un naufrago. La costra seca y agrietada de una herida en la rodilla, le tiraba al extender la pierna. Un gastado cerco de mercromina delimitaba su dolor.

Ya con la luz apagada, antes de que el peso del cansancio aplastara sus párpados, enumeró Pablo los cuatro ángeles que, en las esquinas de su cama, velaban sus sueños. Cerró sus ojos y comenzó a rezar rutinariamente un padrenuestro. Con desgana se sucedían las palabras, pues en su mente comenzaron a dibujarse los pechos debutantes, suaves colinas que apenas empezaban a despuntar, de Marta, su compañera de clase. Después se durmió.


Vida prótesis

Durante algunos instantes, décimas de segundo tan sólo, la tarde se detenía en la oficina. Tiempo paralizado, oprimiendo las sienes. Y el tedio era un pantano denso que amenazaba con ahogar a todos, acallando la tenue melodía que el hilo musical hacía fluir por todas las estancias de la planta segunda del edificio. Una marea de melancolía todo lo inundaba, anegando de desánimo el pulso de los trabajadores. De golpe, una diminuta explosión, y un fósforo prendía para dar lumbre a un cigarro en cuyo extremo sobrevivía un ascua tenaz que lo iba consumiendo. Y las colillas de los cigarros se amontonaban en los ceniceros, unas mordidas, otras con un rastro de carmín, mientras los dígitos del reloj de pared mutaban en dirección al anhelado fin de la jornada.

Dos o tres veces al día, Aranda recorría el pasillo con un vaso de plástico del que humeaba algo similar a café extraído de la máquina que había en la entrada. Casi siempre pasaba en silencio, ensimismado en sus pensamientos, encerrado en su incierta edad, pues su aspecto, instalado al margen de las modas, y un físico inalterable desde que ingresó en la empresa, hacían casi imposible deducir sus años.

Muñoz lo observaba durante el intervalo de trayecto que el pasillo le dejaba contemplar. Después lo perdía tras rebasar la puerta camino de sus ordenadores donde su hermetismo aumentaba entre las computadoras que esperaban una reparación y los programas pendientes de una modificación que mejorara sus prestaciones, su eficacia. Instalado de nuevo en su mesa, Aranda daba un sorbo al café y mientras el amargo sabor se expandía por su boca, parecía acariciar, leer el braille de las gotas de soldadura de un circuito impreso. Otras ocasiones se perdía en el laberinto de signos algebraicos que atesoran órdenes, hojas de cálculo y herramientas que moldean el silicio, la infinita y luminosa memoria artificial encerrada en plástico, alimentada por electricidad.

Mientras, Muñoz volvía a su pantalla para continuar dibujando aquello que tuviera entre manos, que podía ser un puente o un detalle constructivo, una pieza o un plano donde se reflejaran accidentes geográficos en una maraña de curvas de nivel, símbolos y cotas.

Amanece un día en que la vida gira, se retuerce. Por eso ahora Muñoz es delineante. Por eso cierra el grupo de compañeros cuando bajan a media mañana a la cafetería a tomar un impulso que los lleve hasta las dos, hora de la comida. Él quería haber sido ingeniero industrial, pero aquella tarde... Y después todos aquellos meses en la cama, o en el sofá, recibiendo visitas o esquivándolas mirando la tele con falsa atención. Un brusco cambio de dirección. Fractura física, fractura vital y una bicicleta de carreras que envejece, con su cuadro doblado por el accidente, en el trastero. Tubulares fláccidos y destensados cables de frenos.

Y todos los días acudir al hospital para seguir con la rehabilitación, y tras la recuperación, las clases de dibujo. Dos, tres dimensiones sobre el papel. Axonometría y perspectiva. Y algunas noches, aquel coche gris acercándose a toda velocidad en los fotogramas de una repetitiva pesadilla que termina en un sobresalto que interrumpe el sueño.

Aprender que cualquier objeto encierra o es encerrado por un manojo de formas y medidas. Ver cada tarde, al salir de clase, una trama de líneas que se interponía entre sus ojos y la realidad configurando una transparente estructura que todo lo sostenía.

Ya en casa, haciendo los deberes, disfrutaba especialmente al representar piezas mecánicas, tuercas o partes de un motor. Algunas incluso las realizaba voluntariamente, al margen de los ejercicios propuestos por el profesor. Aislado en su habitación, sobre la mesa de dibujo iban surgiendo las figuras. Se deleitaba descendiendo hasta el menor detalle, tentado a veces de añadirles anomalías, defectos de fabricación que las hiciera peculiares. En ocasiones, casi ofendido por tanta perfección lineal, concluida la tarea, dejaba caer, con expresión cruel, una gota de tinta desde el acero de su plumilla. Y la esfera de líquido negro se rompía contra el pulcro papel de croquis formando una irregular estrella que quebraba el dibujo y contaminaba sus ortogonales leyes.

Finalmente, con un diploma que acreditaba sus conocimientos, su ingreso en la oficina, su adaptación a la vida laboral, a ese despacho que ha ido haciendo suyo con fotos y pequeños recuerdos entre los que ya se cuentan las plumillas, el compás y las reglas, arrinconadas como objetos inútiles por el ordenador o el escáner.

Evocando todos estos recuerdos, la tarde fue pasando. De nuevo pasó Aranda, en esta ocasión con un potenciómetro amarillo en la mano en vez del habitual café. La jornada estaba a punto de concluir, y Méndez se acercó a su mesa para ofrecerse a llevarlo a casa, pues ese día había traído el coche. Muñoz aceptó. Aunque solía acudir al trabajo en metro, la vuelta sería más rápida a bordo del coche. El trayecto sería más ameno en compañía. Podría hablar con alguien, en vez de limitarse a ver el cotidiano desfile de rostros anónimos que, apiñados en los subterráneos vagones, pasaban sin expresión ante el suyo.

Era primavera y las tardes se alargaban arrastradas por un sol cada día más potente. Al salir de la ciudad en dirección a aquella menor en la que vivían ambos, los espacios se abrían dando paso a un paisaje cercano a lo rural, con sembrados e incluso, en ocasiones, un destartalado rebaño de ovejas cuya lana, manchada por la polución, era grisácea.

Avanzaban a impulsos en el atasco comentando las últimas novedades de la oficina, los cambios, la reciente llegada de la nueva secretaria, los próximos puentes que ya se acercaban con su promesa de evasión, ocio y consumo. Una peña ciclista se cruzó con ellos. Méndez criticó la disposición de su marcha, la invasión que hacían de la calzada, el peligro que acarreaba tanto para ellos como para los conductores. Muñoz guardó silencio y se limitó a seguirlos con la mirada por el retrovisor del acompañante hasta perderlos tras una curva.

En el pequeño pelotón se congregaban todos los tipos de ciclista aficionado. El veterano, cuyo maillot embute los michelines, algunos jóvenes que se inician en la ruta, incluso alguna promesa que aún sueña con ascender en solitario una cumbre mítica o adelantarse en la foto finish de una clásica acabada al sprint.

Probablemente en el trastero de sus padres, arrinconada, continuaría aún la bici que nunca se atrevió a visitar, con la cadena inmóvil, oxidada, pensó mientras se reincorporaba a la conversación de Méndez, que había vuelto a girar en torno a la nueva secretaria. En concreto alrededor de su voluptuoso busto.

Al hilo de la conversación, un conjunto de bloques apareció. La ciudad dormitorio surgía como un conjunto de prismas iluminados por farolas que a esa hora comenzaban a encenderse tallando angulosas siluetas sobre el horizonte. Los dos compañeros, pese a ser habitantes de ella, vivían cada uno en una punta.

A pesar de la insistencia de Méndez en acercarlo hasta su misma puerta, Muñoz se negó, apelando al caos circulatorio de su barrio y a unas compras que todavía tenía que hacer. Así pues, se apeó el delineante en una calle próxima a su domicilio.

Tras salir del supermercado, enfiló Muñoz hacia su hogar. No tenía prisa, nadie lo esperaba en casa, así que dio un pequeño rodeo y se detuvo ante los cristales que, a modo de escaparate, dejaban ver el interior del gimnasio recién inagurado. Con pudor, acercó su cara a la luna para ver mejor, evitando con la ayuda de las manos su propio reflejo. Dentro, un grupo de chicas se movía al ritmo marcado por la música y por una monitora que le recordó a aquella que tantas veces viera en el televisor durante el tiempo de su convalecencia. Giró su cabeza hacia otro rincón, allí un grupo de deportistas movían pesas y aparatos con la ayuda de sus desarrollados y sudorosos músculos. Algunos al fondo hacían kilómetros sin moverse del sitio, pedaleando en bicicletas estáticas.

Movimientos al ritmo de la respiración y la música, tablas de ejercicios, músculos en tensión y elásticos ligamentos. Conocía bien aquella atmósfera. Al fin y al cabo también él hubo de pasar en su momento por el gimnasio durante la rehabilitación. Por un momento pensó si eran los cuerpos los que movían las máquinas o viceversa. Si en esa simbiosis de formas animales y artificiales se podían intercambiar unas por otras. Trató incluso de atraparlas con la imaginación bajo esferas y poliedros, en una confusa geometría. Mantuvo la atención unos instantes más, después volvió a mirar a las bicicletas carentes de ruedas y se dio la vuelta para regresar a casa. Antes de reanudar la marcha, bajó su mano y acarició con la yema de los dedos el plástico color carne de aquella prótesis con que, un lejano día ya, sustituyeron su destrozada pierna.


Un mapa que no incluya la isla de Utopía
no merece siquiera un vistazo

Oscar Wilde

Brevísima noticia del no lugar

Utopía: No lugar. La ínsula se repliega sobre sí misma y más de 50 ciudades ideales iluminan la noche y la imaginación del sheriff de Londres antes de abandonar la Torre un 6 de julio de 1553 para subir los escalones del patíbulo que acabará con su vida pero no con su cálido sueño. Amaurota, el nombre de la capital, suena en sus labios con la musicalidad de una dulce melodía.

Salento, Sinapia y la Ciudad Encantada de los Césares continúan deshabitadas más allá de la geografía, en las zonas vacías de los mapas donde vive aletargada la fantasía.

De la comuna Nueva Armonía, apenas sobrevive el vago recuerdo de su impulso igualitario, de su búsqueda de un hombre nuevo alejado de la pobreza y el crimen. Hombres lejos de las máquinas, en una Arcadia rural y perdida. Un nuevo mundo bajo la ley de la atracción personal, las ciudades en miniatura de Fourier: los falansterios, que Godin transformó en familisterios de apariencia carcelaria.

Utopía, sostenida por su ritmo automático, flotando distraída en el firmamento de la perfección.

El lugar inexistente, hacía ese sitio incierto señaló el dedo de Jonathan Swift. Allí empujó a Gulliver, para que en el reino de Lilliput, miles de cuerdas lo ataran al suelo de la realidad.

Con efecto

Betinho recibió en la media luna, arrastró el balón con su bota izquierda de forma primorosa para recortar a Silva, y lo colocó junto al palo lejos del alcance del portero.

Así reflejó el cronista el último gol obtenido por el astro carioca, aquel tanto que colocaba a su equipo en la final.

Finalizado el encuentro, tras intercambiar su camiseta con el defensa rival, enfiló Betinho el camino de los vestuarios con las medias bajadas. Dos heridas recorrían longitudinalmente su gemelo derecho, dos marcas encarnadas que habían dejado los tacos de las botas rivales en una entrada por detrás. Dos líneas bordadas de sangre coagulada que afloraron sobre la tensa piel bajo la que se encerraba su elástica musculatura.

Entró despacio en el vestuario, se desnudó y se introdujo en la ducha. Cerró los ojos, dejó que el agua caliente arrancara el sudor que cubría su cuerpo y apoyó su peso sobre la pared de esmaltados azulejos blancos. Le parecía que así dejaba resbalar por aquella fría superficie todo su cansancio. Entre la neblina de vapor, a través de olor a medicinas, a sprays milagrosos, una oleada de nostalgia bañó su cuerpo de atleta.

En los vestuarios de aquel frío estadio alemán, recordó Cidade de Deus, aquel racimo de favelas donde nació y creció, donde aprendió a sortear las entradas de famélicos defensas que intentaban en vano detener su poderosa zancada. Allí no había agua caliente ni césped, y las porterías no eran blancas ni tenían ángulos rectos, tan sólo estaban construidas con un montón de camisetas amontonadas en el suelo a modo de postes y un larguero imaginario bajo el cual entraban goles que no morían en red alguna, sino en la sucia cal de una pared repleta de pintadas. Ahora los duelos no eran contra equipos de chavales de Cidade Alta en los cuales estaba en juego el honor del barrio, sino contra escuadras que patrocinaban grandes firmas comerciales grabadas en los pechos de las camisetas, o contra países representados por colores y escudos.

Tras la ducha, examinó el médico del equipo su pierna lastimada, el pronóstico era favorable: podría jugar la final sin problemas, así que se vistió y salió a la rueda de prensa. Un ejército de periodistas le aguardaba apostado tras cámaras fotográficas y de televisión, tras cuadernos y grabadoras ávidas de recoger sus opiniones. A sus 22 años, la prensa había construido bajo sus pies un pedestal de artículos y reportajes para situarlo en el olimpo futbolístico. Era el siguiente en esa línea sucesoria de ídolos que inagurara en los años cincuenta el mítico Alfredo Di Stéfano, con su nombre de evocaciones renacentistas.

Una a una fue respondiendo a todas las preguntas que le hacían. Siempre eran las mismas, y para ellas, siempre existía una contestación automática, tópica. Conocía la expresión a priori, aunque ignoraba su correlato: a posteriori. Pero eso daba igual, como poco importaba no saber nada de anatomía. En su mecánico cuerpo, se encontraban, como piezas procedentes de un animal desguace, meniscos, tibias y peronés. Allí, en alguna parte de sus piernas se hallaban el ligamento cruzado anterior o el músculo sóleo, daba igual dónde, lo importante es que funcionaran, que no se rompieran haciendo así añicos el edulcorado sueño en que vivía gracias a su cuerpo atlético.

Había aprendido también a hablar de sí mismo en tercera persona. Era lógico, pues su pupila se había habituado a verse en todo tipo de pantallas anunciando zapatillas, coches o refrescos. Todo el mundo se quería retratar con él: aficionados anónimos, monarcas, políticos, líderes religiosos, empresarios... Su imagen era utilizada indistintamente en campañas contra el hambre en el tercer mundo o como reclamo de tarjetas de crédito en el primero. Una réplica exacta de sí mismo hacía jugadas de ensueño en un videojuego que llevaba su nombre. En el Museo de Cera de la ciudad, otro Betinho permanecía inmóvil con su mirada líquida dirigida a sus boquiabiertos visitantes, paralizado bajo una temperatura constante que aseguraba su parecido con el jugador de carne y hueso. Él era el auténtico Betinho, pero los betinhos se multiplicaban a su alrededor haciéndole dudar con cuál de ellos se sentía mejor representado, más identificado.

Acabada la multitudinaria entrevista, bajo una lluvia de flases, y tras firmar unos cuantos autógrafos, un coche con los cristales tintados lo devolvió al hotel de concentración. Tres días más tarde se jugaba la final, serían tres días de reposo y aislamiento de la maquinaria mediática, que ya se preparaba para el enésimo “partido del siglo”.

Las tres jornadas transcurrieron tediosas, tan sólo alteradas por suaves entrenamientos y videos donde estudiaron junto al entrenador el modo de juego, la estrategia del rival. La cuenta atrás, no obstante, terminó, y por fin llegó el día esperado. Solo en su habitación, trató de concentrarse en el partido en que miles, millones de ojos, se clavarían en él. La angustia, la impaciencia y la ansiedad agarrotaban su cuerpo. Siempre le ocurría lo mismo antes de un encuentro importante, por eso sabía que esa tensión se disiparía por completo al pisar el campo y entrar en contacto con el balón.

Para relajarse durante la tensa tarde que precedía a la final, se tendió sobre la cama y puso un disco de Só pra contrariar. Atadas a la música, las imágenes de sus amigos de la infancia, Paulo Sergio y Gerson, acudieron a su mente. Se sentía transportado de nuevo a Rio de Janeiro. Sus antiguos amigos andarían por ahí buscándose la vida, trapicheando para comprarse un reloj de pulsera dorado con que impresionar a las chicas bronceadas de Copacabana. Moviéndose al ritmo de la coca, a su impulso cardiaco, a los billetes manoseados que revoloteaban como confeti a su alrededor. Ellos quedaron atrás, como defensas quebrados por un regate, y a esas horas probablemente estarían buscando un televisor donde poder ver a su antiguo compañero de fútbol callejero, Betinho, el mismo que batió a Marcio, el portero de Cidade Alta, en aquel partido que un inesperado aguacero estival truncó. El ruido de unos nudillos, los del utillero golpeando contra su puerta, espantaron la melancolía que se había apoderado de él.

Junto a sus compañeros, a bordo de un lujoso autocar y escoltados por la policía, cruzaron la ciudad. No podían defraudar a los hinchas de su equipo que se habían trasladado hasta esa ciudad en busca de un triunfo y, orgullosos de sus colores, habían teñido con éstos el casco histórico. Una vez en el estadio de la final, el entrenador dio la última charla técnica en el vestuario. Explicó la táctica que emplearían, ese orden geométrico que rompería el de su oponente. Repitió los nombres de los jugadores rivales más peligrosos, y apeló a la hombría de sus jugadores. Finalmente les recordó que si la cosa se ponía cruda, la bola debería ir a Betinho, encomendándose así a su magia, esa que le había hecho ganar botas y balones de oro.

Llegó la hora y saltaron los dos onces al terreno de juego: noventa minutos y un rectángulo de cal donde se jugaban toda la temporada. En medio de una angustiosa tensión, una moneda giró en el aire y decidió quién sacaba desde el punto central y qué portería defendería cada equipo.

En los primeros minutos ambos rivales se estudiaron, se midieron amagándose, sin exponer demasiado. El juego era pesado, pero pronto llegó la primera oportunidad: un pase largo lo recogió Redondo, que apuró hasta la línea de fondo desde donde dio el pase de la muerte. Betinho, en un gesto felino, estiró su pierna y tocó el balón, pero la pelota se estrelló en la base del poste sin que nadie pudiera recoger el rechace. Un ¡Ohhh! gigantesco brotó de las tribunas empequeñeciendo al delantero brasileño.

La final continuaba, pero él no se encontraba a gusto, no hallaba su lugar en el campo. Sus desmarques no eran comprendidos por sus compañeros y el balón era algo extraño entre sus pies. Aquella conexión casi magnética que unía el cuero de su bota con el del esférico, parecía haber desaparecido.

Mediada la segunda parte, Valdés, el medio centro, se escapó de la maraña de centrocampistas enemigos y metió un balón en profundidad, al hueco. Betinho corrió tras él dejando atrás, con un sutil toque, al líbero rival. Pisó el área y encaró al portero, al que también desbordó con una finta. A puerta vacía, casi sin ángulo, lanzó con el interior de su pie izquierdo, pero el balón, tras botar de un modo extraño, salió por la línea de fondo. Unos centímetros separaban el gol del error, y en esta ocasión la suerte había sido esquiva. Betinho, arrodillado, apretó los dientes y miró al cielo, mientras, de modo instintivo, sus dedos arrancaron un puñado de hierba. Definitivamente aquel no era su día. Desesperado, pensó por un momento en fingir una lesión para quitarse de en medio, para huir de ese lugar en el que todo le salía mal. Cabizbajo, tensó no obstante los cordones de sus botas y se levantó para continuar disputando la esperada final. No podía abandonar, estaba en deuda no sólo con la afición que en un gesto cariñoso y esperanzado seguía aplaudiéndolo, sino, sobre todo con su condición de futbolista. Durante su carrera había sorteado múltiples obstáculos. Era un esfuerzo que le debía a su deporte, a esa actividad que había pasado de ser una pasión a convertirse en su profesión, que le había permitido cambiar las chabolas por los hoteles de lujo de todo el mundo. Pero además, quería demostrar que seguía siendo un jugador diferente, que podía seguir alimentando la ilusión y las miradas de admiración de los niños que se le acercaban tras los entrenamientos para sacarse una foto con él, o para tocarlo levemente con un sentimiento casi religioso.

A falta de diez minutos, su compañero, el argentino Cortés, cabeceó un córner a las redes. De inmediato, el equipo se atrincheró atrás para defender la ventaja, sacando el balón como fuera, renunciando al juego preciosista que los había llevado hasta allí maravillando a la afición. En el borde del área, se levantó una defensa numantina, como dirían al día siguiente las crónicas de los diarios. Un manual de juego sucio y marrullerías se desplegó sobre el césped. Eran profesionales y estaban allí para ganar, pensaron, no importaban las formas utilizadas.

Los diez minutos finales parecían ralentizarse, no se acababan nunca. Finalmente, tras el descuento añadido por las pérdidas de tiempo, el silbato del árbitro puso fin al choque. La hinchada explotó cuando el capitán alzó el trofeo, que relució bajo los miles de vatios de los focos. Betinho participó algo ausente, taciturno, en la vuelta de honor. No había brillado, y aunque al día siguiente sería uno más de los campeones y formaría parte de aquella alineación que los aficionados recitarían de memoria años más tarde, se sentía decepcionado, y lo que le dolía aún más, sabía que había decepcionado a su gente más cercana.

De vuelta a los vestuarios, los corchos de las botellas, entre cánticos, volaron en el vestuario. La copa ganada se llenó burbujas que todos bebieron. Betinho también lo hizo. Cuando la euforia se atenuó, guardó en su bolso la camiseta con la que había disputado la final, su madre se la había pedido como recuerdo. Después se vistió en silencio con un traje de corte impecable para ir a la cena de celebración. Fue el último en abandonar la estancia para tomar el autocar que los llevaría al hotel donde el embajador ya esperaba para darles su felicitación y la de todo el país. Por el camino, vio sobre la acera la lata abollada de un refresco. Recordó, en décimas de segundo, aquellos regates hechos años atrás con destrozados balones, entre el barro y las chabolas, en las laberínticas calles de aquella anémica infancia de posters y camisetas en la que Maradona sustituyó al Capitán Nemo. Miró la lata arrugada con el logotipo por él anunciado. Flexionó su pierna derecha y disparó con rabia. El lanzamiento, con efecto, impactó en la escuadra del parabrisas de un coche aparcado, dejando agrietado el vidrio en una infinidad de fragmentos. Colocó la medalla conmemorativa sobre su pecho, apretó sus dedos contra el asa del bolso y subió al vehículo. En la fina piel de su zapato italiano quedó una marca. Profunda, como una herida dolorosa.

Branquias
Alguna nota de color, macetas en los balcones, el destello naranja de las bombonas de butano, persianas a medio bajar como párpados entornados. Éstos y algunos detalles más, distinguen los diferentes hogares que se ordenan por medio de rigurosos ángulos rectos tras la fachada del edificio.

En el patio interior retumba el eco de músicas y los fragmentos de conversación que en sus paredes rebotan. Ropa tendida, banderas domésticas, y pinzas caídas de las cuerdas que cruzan el aire.

En casa de Nicolás y Laura el día siempre concluye semejante al anterior, y con la oscuridad, la realidad se tuerce en los cuentos que su abuela Gloria va desgranando en las cabeceras de sus camas. A través de la narración de la anciana, las mentes de los críos se adentran en las profundidades abisales de la fantasía o el miedo, y miles de peces transparentes, deformes, circulan por sus frentes teñidas de océano. Hablan los árboles y los animales de las fábulas. Amenazante, la puerta prohibida del cuarto en que Barba Azul encierra los cadáveres de sus seis primeras esposas, queda entreabierta al pánico.

Cada noche, retrasando la hora de acostarse, la mujer acude a la alcoba que comparten los niños y los anestesia con todos aquellos cuentos que ella escuchara en aquella su ya lejana infancia de la que a veces emergen borrosos recuerdos, muñecas de cartón de eterna sonrisa y bombarderos que cruzan el cielo de su ciudad entre aullidos de sirena y gritos de madre.

Los cuentos suelen ser siempre los mismos, por eso, en ocasiones, alguno de sus nietos le corrige cuando ella cambia algún dato, o cuando olvida algún detalle importante. Así, mientras las gafas de la vieja se apoyan en la punta de su nariz para seguir con sus ojos cansados la labor del ganchillo, esta ariadna casera, teje a la vez el relato.

Hay un cuento que ella repite con más frecuencia que otros, un relato que hace que los ojos de sus nietos se agranden a la fascinación. Se trata de una mezcla de otros cuentos clásicos, con una trama maniquea, incluso con madrastra. El cuento dice así:

Había una vez un señor que era muy rico y tenía una mujer y una hija llamada Inés. Los tres vivían felices hasta que un día la esposa murió, dejando al padre viudo y a la hija huérfana.

Pasado un tiempo, el señor se casó con otra mujer que ya tenía una hija más o menos de la edad de la suya. La nueva señora se adueñó de la casa y la voluntad del padre y pasó a ser la madrastra de la hija. La niña, que hasta el momento gozaba de todo el cariño del padre, pasó a convertirse en una sirvienta de su hermanastra, perdiendo terreno en el corazón del señor. Todas las atenciones, todo el cariño, los mejores vestidos, las mejores comidas eran para la nueva niña, mientras la verdadera hija vestía con harapos y tenía que trabajar de sol a sol para atender los caprichos de su hermanastra.

La nueva niña de la mansión era muy presumida aunque no muy guapa, por lo que mandaba a su hermanastra a recoger agua a un arroyo cristalino que manaba en lo más espeso del bosque, pues decían que quien se lavara con ese agua conseguiría tener la piel más blanca y suave.

Así, como todas las mañanas, muy temprano, Inés se adentró en el bosque. A su interior apenas llegaban los rayos del sol, por lo que pasaba mucho miedo y corría hacia el arroyo para permanecer el menor tiempo posible entre aquellos árboles retorcidos que parecían tener rostro.

Cuando llegó al arroyo, dejó en la hierba el cántaro que traía y acercó sus infantiles labios al agua para beber y saciar su sed. Por un instante, su bello rostro se reflejó en la superficie espejada del agua. Bebió un sorbo de la fría agua y se miró de nuevo, pero esta vez, bajo la superficie, vio dos ojos azules que miraban los suyos. Extrañada, se fijó más y logró distinguir la silueta de un gran pez que le habló de este modo:

-Por favor, niña, sácame de este río.

La niña retrocedió asustada, pero, atraída por la dulzura de aquella voz que salía de las aguas dejando una estela musical, se asomó de nuevo al arroyo. Con algún miedo, introdujo sus manos en el agua, sacó el pez y lo depositó junto al cántaro.

Al momento, el pez, con sus ojos escarchados, le contó que era en realidad un príncipe, pero que una bruja malvada le había lanzado un hechizo para convertirlo en lo que ahora era. El príncipe transformado en pez le explicó a la niña que el encantamiento sólo se podría romper si alguien le arrancaba las tres espinas que sobresalían de su espalda formando una afilada aleta dorsal.

- Arráncamelas, y yo me casaré contigo y viviremos en mi palacio- le suplicó a la muchacha.

La niña agarró una de las espinas y tiró suavemente de ella estirando la piel de brillantes escamas que arropaba aquel cuerpo. El príncipe, al sentir el tirón, lanzó un grito hiriente que empañó de lágrimas sus ojos. Ante el dolor del pez, la niña dejó de tirar, pues no quería hacerle daño.

- Continúa, niña, sólo así volveré a ser un príncipe y podré abandonar estas frías aguas.

Con decisión, agarró Inés de nuevo la primera de las espinas y la arrancó con firmeza. Esta vez, las lágrimas retenidas anteriormente, recorrieron el rostro del animal, que ahora parecía haber adquirido unos rasgos casi humanos, bellos en cualquier caso.

- No tengas miedo, quítame las otras dos- dijo el príncipe recuperándose del dolor inicial.

Inés repitió por dos veces la operación, y a cada espina que le sacaba de su dolorida espalda, el alargado cuerpo del pescado, se transformaba en el de un apuesto joven.

Extraídas las tres espinas y roto el maleficio, recobrando su apariencia humana y poniéndose de pie, besó Felipe, que a ese principesco nombre respondía el pez, a Inés. Después la levantó en sus brazos y así la llevó a su palacio atravesando el bosque, que ahora parecía más luminoso y delicado. El cántaro, vacío, quedó olvidado a sus espaldas.

Tras un breve noviazgo, meses más tarde, se celebraron con grandes fastos las bodas en el palacio. A ellas acudieron los personajes más relevantes y representativos del país, y así, tras la impresionante ceremonia, reinaron los esposos y fueron dichosos durante muchos años mientras madrastra y hermanastra se marchitaban corroídas por la envidia a Inés, la nueva reina del país a la que todos los súbditos veneraban.

- Y fueron felices y comieron perdices. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado- solía decir siempre la abuela satisfecha de ver que los párpados de sus nietos se habían cerrado y continuaban viviendo historias dentro de sus sueños. Como astronautas o submarinistas, con el pijama de algodón por improvisado uniforme, flotaban o se sumergían los críos en una realidad onírica que se nutría del mundo con el que se reencontrarían al despertar a la mañana siguiente.

Esa era la forma en que concluían los días en aquel hogar, quedando las bombillas apagadas y las carteras dispuestas, repletas de libros, para ir al colegio a la mañana siguiente. Sin embargo a veces algo inesperado rompía la rutina diaria, cambiando el orden establecido en el que las distintas piezas encajaban a la perfección.

Más o menos a la misma hora, en todos los salones de la ciudad, bajo los globos de vidrio de las lámparas, se reunían las familias para cenar, y sobre el mantel, frente al televisor, se solían escuchar los argumentos de los adultos, que opinaban sobre las noticias de los últimos giros de la política, o los comentarios acerca de alguna atroz noticia de la que la sección de sucesos de un periódico no ahorraba detalles.

Aquella noche, sin embargo, un violento silencio se apoderó de la mesa en el hogar de Laura y Nicolás. El gesto severo de los padres era la secuela de la regañina que los niños habían recibido media hora antes, cuando desde la cocina, el olor del horno donde se preparaba la cena ya se extendía por la casa para anunciar el menú nocturno.

Tras la cena, pues, no habría cuento. Los lobos ya no se comerían a ninguna niña, ni se construirían castillos con dulces sillares de chocolate. Tampoco verían pasar por la ventana la sombra de un bruja a lomos de su escoba despeinada. La estrella que coronaba la varita mágica de un hada, perdería sus poderes mágicos. Después de la cena, quizá sin postre, se cepillarían los dientes e irían directos a la cama sin armar jaleo.

El origen del castigo era un conflicto que los hermanos habían tenido al volver del colegio. Al parecer, Nicolás, jugando a la pelota en la alcoba, había roto el póster de un famoso cantante mitificado por Laura. El papel clavado en la pared, al recibir el impacto del balón, se había desgarrado, convirtiendo la blanqueada sonrisa del artista, en una mueca extraña.

Enseguida, con la indignación encaramada a sus mejillas, acudió Laura al salón para reclamarle a su padre un castigo para su hermano menor. El padre, sin apenas prestarle atención, no le dio importancia a aquel incidente tan grave para su hija. Ante la indiferencia de su padre, Laura, haciendo caso omiso a esa máxima que aconseja servir frío el plato de la venganza, tomó un tenedor del cajón de los cubiertos y pinchó el esférico causante de aquella catástrofe irreparable. El chivatazo, la queja, cambió ahora de origen, siendo Nicolás el que, llorando, corrió a contar al padre lo del balón.

Al contrario que en la ocasión anterior, esta vez sí, el padre reaccionó ante la queja del hijo menor. Salomónicamente decidió que los dos se quedarían esa tarde sin dibujos animados, a lo que la abuela añadió su negativa a contarles por la noche un cuento antes de dormir.

Acabado aquel diminuto juicio, dando cumplimiento a las penas sentenciadas, la tarde, sin el bullicio acostumbrado, pareció alargarse más que nunca. Por fin, a eso de las diez, con un guante acolchado en su mano derecha para protegerse del calor, llegó la madre a la mesa con una gran fuente de barro en la que humeaban unas pequeñas montañas blancas.

Los críos, callados, y sin las quejas acostumbradas durante las comidas, se habían tragado ya la sopa de letras del primer plato sin que esta vez, como solía ser habitual en ellos, se dedicaran a formar palabras. Bajo la mirada del padre, repartió la madre el segundo. Uno por uno, los platos fueron recibiendo las doradas, pues aquellas colinas en las que brillaban pequeños cristales transparentes, no eran sino doradas a la sal.

Rompiendo la costra salada que las cubría, los cinco comensales empezaron a desmenuzar los pescados. Dos bocados más tarde, Nicolás comenzó a toser escandalosamente. Se había atragantado con una espina. Los padres y la abuela, como movidos por un resorte, se levantaron de sus sillas alarmados, mientras la cara del niño enrojecía.

Laura permaneció, como lo había estado durante toda la tarde, en silencio y con la cabeza agachada. Miró de reojo a su hermano, al que daban fuertes palmadas en la espalda y trataban de dar agua y una gran miga de pan para que arrastrara la espina clavada en su garganta. Su hermano Nicolás le había roto el póster, recordó la niña mientras las toses del chico continuaban amontonándose en el aire de aquel salón.

Los segundos parecían ser eternos entre la angustia y la tensión de todos. La madre corrió al teléfono y comenzó a marcar un número con su tembloroso dedo índice. Laura permaneció quieta. Delante de ella, en su plato, había un pez descansando en la orilla de una isla de sal. Miró sus ojos ensangrentados y acercó el oído a sus branquias.

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