Artículo publicado el 8 de abril de 2018 en El Mundo
http://www.elmundo.es/opinion/2018/04/08/5ac74a38468aebf4628b463d.html
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Las dos ligas de Roures
A principios de febrero, la Guardia
Civil entregó al juez Pablo Llarena un informe en el que aparecía el nombre de
Jaume Roures. El documento señalaba al fundador de Mediapro como «elemento
capital» dentro de los hechos que han dado cuerpo a una instrucción en la que
se insertan delitos tan graves como los de rebelión, sedición y malversación de
fondos. Conocida es la sintonía del dueño de La Sexta con el catalanismo,
cadena que ha ofrecido, sin duda en aras de la pluralidad periodística, horas
de cobertura a los líderes sediciosos. Sin embargo, en las apresuradas
semblanzas que se han publicado del antaño Robles, hogaño Roures, llama la
atención la insistencia en recordar su pasado trotskista. Con Roures como
pretexto, dedicaremos esta pieza a algunas relaciones entre trotskismo y
catalanismo.
Como es sabido León Trotski,
fervoroso creyente en el mito de un proletariado universal siempre al borde del
triunfo final, vino a España en 1916 tras ser expulsado de Francia. El motivo de
su expulsión fue su germanofilia, fascinación que ha cautivado a diversas
familias ideológicas españolas, ya sean las azuladas ya las de una renovada
socialdemocracia que tanto debe a las divisas alemanas. Durante el arco
temporal que va de la Revolución soviética a la Transición, en España
aparecieron muy diversas corrientes que evocaban, siquiera de manera retórica,
la revolución permanente que preconizó el fundador de la Liga Comunista Internacional
y la IV Internacional, opuesta a la Unión Soviética, verdadera patria del
comunismo que dirigió el piolet homicida de Ramón Mercader. En la estela
trotskista, entre los márgenes del antifranquismo y el antiestalinismo, fueron
apareciendo en España una serie de facciones políticas entre las que cabe citar
a la tardía Liga Comunista Revolucionaria a la que perteneció nuestro hombre.
Una Liga que sin duda tenía antecedentes. El más inmediato de ellos fue el aristocrático
Frente de Liberación Popular (FLP), el célebre Felipe fundado en 1958 por el diplomático español Julio Cerón. El
FLP, junto con otras plataformas, singularmente las de aromas jesuíticos, fue
un estructura muy útil para impulsar el diálogo cristiano-marxista que, sazonado
de eurocomunismo, permitió que afloraran organizaciones como la Liga. Las
raíces del trotskismo español eran, no obstante, más profundas, y conducen al
mítico Partido Obrero de Unificación Marxista, facción que cristalizó gracias a
la fusión del Bloque Obrero y Campesino con la Izquierda Comunista, esta última
integrada en la referida Liga Comunista Internacionalista.
Fue en ese mismo POUM donde se
foguearon algunos personajes hoy olvidados, cuyas actividades permitieron ir
construyendo la ideología que, junto a otros componentes, sustenta el actual
modelo autonómico español que ha servido como antesala de los hechos ocurridos
en las calles y las instituciones catalanas. Entre estos destaca la
personalidad de Julián Gómez García, revolucionario profesional conocido como Julián
Gorkin quien, tras su ruptura con Moscú, fundó en 1932 la sección de Madrid de
la Federación Comunista Ibérica, vinculada al ya citado Bloque Obrero y
Campesino. Por entonces, Gorkin todavía se movía en la órbita de un PSOE de
perfiles revolucionarios que se hicieron plenamente visibles en la Revolución
de Asturias que desestabilizó de manera definitiva a la II República española.
El siguiente paso, también de aliento trotskista, nos conduce, también de la mano
de Gorkin, al POUM. Constituido en septiembre de 1935, el POUM se incorporó al
Frente Popular y contó entre sus filas con George Orwell, autor de Homenaje a Cataluña. Con el estallido de
la Guerra Civil, Julián Gorkin operó como Secretario General del POUM en el
exilio que tan bien conocía. Desde México daría el salto a Nueva York, donde no
pasó inadvertido para los servicios secretos norteamericanos, preocupados por
la posible infiltración estalinista en España. Opuesto a Madrid, pero también a
Moscú, Gorkin jugó un importante papel en la discreta tarea de embridar,
gracias a la generosidad de determinadas fundaciones estadounidenses, a un
nutrido grupo de hombres de la cultura –las fuerzas del trabajo se movían en
otras coordenadas- que fueron cultivando las esencias regionalistas, las
lenguas vernáculas y el federalismo como respuesta al centralismo franquista.
El trotskismo en España era ya apenas un pálido reflejo, una coartada contra el
estatalismo y los rescoldos del estalinismo que todavía seguían activos en
plena Guerra Fría.
Tras el seísmo primaveral y
contestatario que recorrió París en 1968, el internacionalismo de Trotski,
asesinado en Coyoacán, encontró cierto acomodo en un movimiento contracultural
que parecía ofrecer una vía alternativa a los dos bloques hegemónicos. El
ajuste a la escala nacional española consistió en la consideración de
determinadas regiones como entes nacionales de un Estado, el español, gobernado
por un general que había tomado el poder sin pasar por las urnas. Se trataba,
en suma, de un internacionalismo de ámbito doméstico sólo viable por medio del
federalismo. Desde esta particular óptica, España no era más que la prisión de
las verdaderas naciones, entre ellas la Cataluña en la que Jaime Robles vio sus
primeras luces una década antes de que lo hiciera en Valladolid su benefactor,
José Luis Rodríguez Zapatero, quien por razones de edad no pudo militar ni en
el Felipe ni en la primera Liga con
la que tuvo relación Roures antes de convertirse en un exitoso hombre de
negocios a quien el presidente socialista concedió en 2005 una licencia de
televisión analógica sin necesidad de pasar por concurso público. Un sutil hilo
ideológico unía a ambos personajes. Si en el catalán operaban lejanos resabios
revolucionarios siempre al servicio de la causa catalanista, Zapatero, aupado a
la presidencia de su partido por el catalanista PSC, reconoció en su día su
deuda intelectual con Anselmo Carretero, cultivador de la fórmula «nación de naciones»
que, a despecho de su contradictoria estructura, hace las delicias de la
socialdemocracia española, la del puño y la rosa, pero también la de los
círculos podemíticos, grupos que oscilan entre el federalismo desigualitario y
la no menos diferenciadora estructura del Estado plurinacional.
A principios del siglo XXI, el
Telón de Acero se había desvanecido, poniendo fin al sueño de la revolución proletaria universal,
y certificando el triunfo del sistema capitalista. Los tiempos heroicos de
Roures, incluidos aquellos en los que su hospitalidad se puso al servicio del
etarra Iñaki Ibero Otegui, habían quedado atrás, y de la vieja revolución de
los pueblos tan sólo quedaban las puntas de una estrella ahora al servicio de
la independencia de una de las regiones más prósperas, gracias en gran medida a
la acumulación industrial favorecida por el franquismo, de España. Una España
capitalista en la cual la férrea conexión entre mercado y democracia, se
sustentaba en gran medida en una tecnología, la televisiva, capaz de conformar
la opinión pública de un modo exponencialmente superior al de la tribuna de
Lenin de cuya base desapareció en su día Trotski. La violencia de la lucha de
clases debía ser sustituida por el pacífico triunfo de la voluntad, expresado a
través del derecho a decidir. Conocedor de muchos de los resortes de ese
mercado, y de las relaciones entre tecnología, ideología y espectáculo, Roures
puso sus ojos en una liga muy diferente a aquella en la militó durante los 70,
una liga, la futbolística, administrada a través de las pantallas, en la que
triunfa una de las más poderosas herramientas del catalanismo: el Fútbol Club
Barcelona.
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