Artículo publicado el 11 de octubre de 2018 en Libertad Digital:
https://www.libertaddigital.com/cultura/historia/2018-10-11/ivan-velez-los-caminos-de-la-hispanidad-86228/
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Los
caminos de la Hispanidad
En 1531 se publicó en Toledo el Tratado de ortografía y acentos en las tres
lenguas principales, obra de Alejo de Venegas, auxiliar de la Universidad de
la ciudad imperial. Más de cuatro siglos después, el 7 octubre 1944, el
semanario madrileño El Español,
incluyó un artículo de Zacarías de Vizcarra titulado, «Origen del nombre,
concepto y fiesta de la Hispanidad». En él, el obispo vizcaíno hizo un
recorrido por los orígenes del vocablo «Hispanidad» y por las festividades organizadas
alrededor de tal concepto, así como por los fastos relacionados con otro rótulo
ya marcado en su tiempo por la polémica: la raza. En efecto, don Zacarías se
apresuró a aclarar que el empleo de la palabra «raza» tenía un sentido
metafórico. Con raza se apuntaba a un «tipo moral» independiente de los
atributos fisiológicos de los individuos pertenecientes un determinado
colectivo. Pura ortodoxia católica que nos remite a la exhortación matea: «Id
por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura».
En su pieza periodística, Vizcarra
recuperó un extracto de la obra de Venegas, convertido en el papel prensa en el
«bachiller Alexo Vanegas». En el fragmento reproducido, aparece Marco Fabio
Quintiliano, de quien el autor de Agonía
del tránsito de la muerte, dijo: «Tan antigua es
esta palabra en su sonido material, que la encontramos en el Tractado de Ortographia y accentos del
bachiller Alexo Vanegas, impreso en Toledo, sin paginación, el año 1531 y
conservado como preciosidad bibliográfica en la Biblioteca de la Real Academia
de la Lengua. "De los oradores –dice Vanegas– M. Tull. y Quinti. son
caudillos de la elocuencia, aunque no les faltó un Pollio que hallase
hispanidad en Quintiliano”». En definitiva, la hispanidad estaría conectada a los
albores de la época cristiana, cuando en la Península Ibérica, transformada en
Hispania por el cuño imperial romano, vivían hombres que manejaban con
solvencia el latín. Ciudadanos romanos como Quintiliano, nacido en Calagurris
Nassica Iulia, la actual Calahorra. Tierras en las que, siglos después, comenzaron
a cristalizar los rudimentos del idioma español, una lengua vulgar que, como
ocurriera con el latín del que procedía, rodó por las calzadas para, al igual
que la sangre de José Arcadio en Cien
años de soledad, alcanzar los lugares más recónditos. Una de aquellas vías
condujo a Santiago de Compostela, donde Alfonso II el casto y el obispo Teodomiro, supieron encontrar el sepulcro del
apóstol, acaso en la misma cavidad que acogió las reliquias del hereje
Prisciliano. En ese eje horizontal, paralelo a una raya fronteriza que se fue desplazando
hacia el sur, ganando tierras al Islam, se configuró un proyecto político
imperial en el que la cruz unió a una serie de colectivos a los que el romance
ayudó a cohesionar, siglos antes de que gramática fuera publicada enel mismo
año en que cayó el reino musulmán de Granada.
Aquel sepulcro no
sólo sirvió para tomar distancias con Roma. Quien pretendidamente descansaba en
él, jugó un papel tan providencialista como práctico. A lomos de su caballo, Santiago
decantó la batalla de Clavijo y, siglos más tarde, después de dar un salto
oceánico, favoreció a la hueste de Hernán Cortés en la batalla de Centla.
Santiago Matamoros, aquel caballero que
combatía a los infieles en la Península, se transformó en un Santiago Mataindios que hizo lo propio con los
idólatras del Nuevo Mundo. La figura del apóstol ilustra perfectamente a un
imperio, el español, en gran medida deudor del mundo al que perteneció ese
Quintiliano al que, de forma retrospectiva, se le colgaron ropajes inequívocamente
hispanos. Y es precisamente en el análisis de la estructura de aquel imperio,
cuando aparece una compleja disyuntiva: «Por el Imperio hacia Dios», o «Por
Dios hacia el Imperio», fórmula, esta última, a la que nos acogemos. Una doble perspectiva que también está
presente en el artículo de don Zacarías quien, meses antes de la derrota del
último gran proyecto racista, aquel que, apoyado en políticas eugenésicas y
duchas de gas zyklon, trató de ajustar a los individuos a un canon, cerró su
texto de este modo:
«Este mundo nuestro que se derrumba, víctima de luchas
raciales y apetitos materialistas, buscará un refugio de paz y fraternidad en
las veinte naciones católicas de la Hispanidad, salvadas casi íntegramente del
incendio de la guerra y relativamente inmunizadas contra las más peligrosas
reacciones de la posguerra.
La Hispanidad Católica tiene que prepararse para su
futura misión de abnegada nodriza y caritativa samaritana de los infelices de
todas las razas que se arrojarán a sus brazos generosos. La Providencia le depara
a corto plazo enormes posibilidades para extender en gran escala su acción
evangelizadora a todos los pueblos del orbe, poniendo una vez más a prueba su
vocación católica y su misión histórica de brazo derecho de la Cristiandad.
Por eso es necesario estrechar cada vez más los lazos de
hermandad y colaboración entre los grupos más selectos de la Hispanidad
Católica, prescindiendo de razas y colores mudables, para afianzar más las
esencias inmutables del espíritu hispánico.»
Para el de
Abadiano, hombre de Iglesia al cabo, la Hispanidad sería católica o no sería. Casi
ocho décadas después, las circunstancias han cambiado radicalmente debido a la
irrupción de un indigenismo alentado por las iglesias evangélicas norteamericanas
y su séquito de antropólogos que, con su fomento del empoderamiento de
determinados colectivos, por la vía de la religión o de la cultura, operan a
favor de la fragmentación de las naciones cantadas por Vizcarra. Un indigenismo
que, por otro lado, tiene profundos vínculos con la Iglesia católica, pues a
ella se debe la supervivencia de muchos idiomas prehispánicos, salvados del
olvido gracias a la labor de los clérigos que confeccionaron gramáticas
indianas, cuyo valor no debe ocultar el hecho de el mensaje que se transmitía a
través de las lenguas vernáculas, incorporaba a aquellas gentes a la Ciudad de
Dios al coste, en ocasiones, del alejamiento de las estructuras imperiales.
A pesar de todas
estas contradicciones, la realidad de la Hispanidad como parte constitutiva del
mundo, es un hecho, y no es descabellado pensar que su fortalecimiento, al
margen de la expansión de la lengua española en Norteamérica, pueda provenir de
aquellas Indias buscadas, ante las que se interpuso un continente inesperado. De
esa China para la que, infructuosamente, se buscaron pasos naturales que
abrieran una ruta marítima directa como la que buscaba Colón en 1492. Los
recientes acuerdos establecidos entre la República Popular de China y la Santa
Sede sobre el nombramiento de obispos cristianos, junto a los intereses
comerciales de la potencia asiática, podrían operar a favor de esa Hispanidad Católica
ensalzada por Vizcarra. Ayer, como hoy, el cruce de caminos entre los intereses
políticos y los espirituales, puede precipitar cambios trascendentales de los
que el tiempo será testigo. Sin embargo, difícilmente estos podrán alcanzar la
hondura que los que se derivaron del debate que tuvo lugar en el Colegio de San
Gregorio de Valladolid entre 1550 y 1551. En aquella ciudad castellana se prefiguraron
los Derechos Humanos, que se comenzaron a aplicar sobre los antepasados de los
que hoy, con diferentes acentos, hablan un idioma al Unamuno se refirió como «Su
Majestad la Lengua Española».
1 comentario:
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