Prólogo al libro: Técnicas e ingenios en la Sierra de Cuenca
(Ed. Diputación de Cuenca. Cuenca, 2010)
El Catoblepas • número 100 • junio 2010 • página 15
Filosofía de la Sierra de Cuenca
Iñigo Ongay
Iván Vélez Cipriano, poeta, narrador, arquitecto y filósofo español, acaba de dar a la imprenta el estudio sobre las «técnicas e ingenios» de la Sierra de Cuenca que el lector tiene en sus manos. Un estudio que, efectivamente, a pesar de tomar como tema de análisis las «industrias» de una comarca concreta de España como pueda serlo la Serranía de Cuenca –acaso debido a la circunstancia de ser el propio autor, él mismo, conquense de pro al tiempo que profundo conocedor del terreno que está pisando en su monografía–, se mantiene sin embargo, situado a mil leguas de todo particularismo localista posible, ya sea en sentido «geográfico» (puesto que ciertamente este no es un libro destinado a despertar el interés tan solo de eventuales lectores especialmente interesados en las circunstancias propias de la Sierra de Cuenca) como «técnico» (ya que tampoco estamos en efecto, ante una obra cuya lectura pueda concernir exclusivamente a especialistas muy eruditos en lo que respecta a las «técnicas» e «ingenios» cuyo análisis se aborda). En este sentido, y si decimos que ciertamente, el libro de Iván Vélez pretende –y de hecho, nos parece, consigue– mantenerse al margen de las perspectivas particularistas –otros dirán, de modo directamente metafísico: identitarias– que suelen ser propias de la literatura sobre estas cuestiones, ello, se debe entre otras cosas a que estamos ante un libro que adopta, ante todo, un prisma filosófico, no meramente categorial (en este caso técnico, sin perjuicio de ser su autor, entre otras muchas cosas, arquitecto, o precisamente por ello, es decir: por serlo entre otras muchas cosas) ante el trámite de reorganizar críticamente el material de referencia.
Y si es verdad que este prisma es filosófico, ello no será tanto debido a la casualidad, como si de hecho Vélez hubiese «escogido» gratuitamente dicha perspectiva como hubiese podido «escoger» otras diferentes (por caso: la histórica o la etnológica, &c.), sino justamente por la razón general de que es precisamente a través de las diferentes Categorías positivas, sean éstas científicas, sean tecnológicas, pero también políticas, religiosas, &c., y en su dialéctica mutua, que las Ideas filosóficas de nuestra tradición han podido abrirse camino a lo largo de la historia, sin que quepa desde luego decir, al menos desde el punto de vista del materialismo al que aquí empezamos por acogernos, que estas mismas ideas que nos proporcionan el contenido más propio de la filosofía entendida como saber de segundo grado (frente a la ciencia, a la técnica, pero también a los saberes religiosos o políticos) hayan, en manera alguna, llovido de una suerte de «cielo hiperuránico». En este sentido, es de suyo muy evidente, suponemos, que a través de los ingenios de la serranía conquense a los que Iván Vélez se acerca en las páginas que siguen, se modularán Ideas de muy diferente tenor que las que hayan podido formarse al calor, por ejemplo, de los «ingenios termodinámicos» (máquinas térmicas de Carnot, máquina de vapor de Watt, &c.) que pudieron alimentar la revolución industrial en el siglo XIX dando, entre otras cosas al traste, con las técnicas rurales a las que se refiere Vélez, las más de las ocasiones consistentes, por ejemplo, en máquinas simples, o en instrumentos basados en la «tracción animal», &c. El libro que presentamos es pues, en un sentido muy preciso, una «crítica» filosófica ejercitada sobre tales «ingenios» pre-industriales.
Ahora bien, criticar (del griego crinós: criba) es tanto como clasificar, es decir, separar, por así decir, el grano de la paja con lo que –se comprenderá– toda crítica filosófica requiere, en el momento de ser desempeñada sobre cualquier material de que se trate, disponer –sea en el ejercicio sea en la representación– de un cedazo clasificatorio, esto es, de un conjunto necesario y suficiente de parámetros precisos a los que pueda suponerse la potencia imprescindible para dar cuenta de eventuales clasificaciones alternativas que operasen desde el ejercicio de tableros paramétricos diferentes. En el caso que nos ocupa, Vélez ha «optado», a fin de mejor así hacer justicia a los fenómenos de partida, por hacer uso de las líneas maestras del Materialismo Filosófico de Gustavo Bueno y, muy en particular, de su «teoría antropológica de las instituciones» así como del instrumental crítico proporcionado por la teoría del Espacio Antropológico tridimensional; herramientas ambas, junto con el concepto, verdaderamente clave, de «ceremonia» que nuclean las ideas que el filósofo español lleva defendiendo más de treinta años en lo referido a la Antropología Filosófica. Que tales ideas se ajusten con precisión milimétrica a los «pliegues» mismos del terreno que Iván Vélez ha roturado en su libro deparando, a la postre, resultados tan fecundos como los que arroja esta obra, es algo, creemos, que habla alto y claro sobre la extraordinaria fertilidad de las herramientas manejadas pero también, es preciso insistir en ello, sobre la pericia del operario que las utiliza.
En todo caso, es de reseñar que las tesis materialistas que Vélez está ejercitando, no podrían en modo alguno, sostenerse de una manera, diríamos, «exenta», al margen de su «aplicación» al análisis de temáticas como pueda serlo la que aborda este libro puesto que es sólo –tal la circularidad característica del materialismo de Gustavo Bueno– en virtud del progreso sobre el plano fenoménico (por ejemplo sobre las instituciones técnicas de la Sierra de Cuenca) y a su través, que los propios contenidos doctrinales que Vélez está aprovechando exhaustivamente –y de una manera, si se nos permite declararlo desde ahora, admirablemente sutil– pueden mantenerse en pie, al menos en cuanto que tales doctrinas han de mostrar su potencia ante la prueba de fuego de dar razón de los fenómenos mundanos engranando, ad integrum con las anomalías y anfractuosidades del propio terreno fenoménico que se trata de despiezar «por sus junturas naturales»; y ello, al menos, en la medida en que se pretenda evitar toda recaída en el formalismo. Es verdad que los análisis particulares de los fenómenos que se abren en el horizonte (en este caso en el horizonte del material antropológico serrano) remitirán , por su ejercicio, a las premisas doctrinales que se trate de desempeñar (y a este remite Gustavo Bueno, amparándose en la tradición platónica, denomina regressus) pero éstas a su vez, y aquí reside nos parece, la verdadera cuestión, reposan sobre la reconstrucción de los materiales de partida, si es que tales materiales pueden quedar efectivamente reconstruidos de un modo pregnante desde el ejercicio de tales premisas (y a este movimiento , igualmente platónico, de retorno a las sombras fenoménicas que laten en el fondo de la gruta , Bueno lo ha llamado progressus)
Precisamente en esta dirección, el análisis que Vélez ha emprendido de un sector muy concreto del material antropológico constituye si no nos equivocamos, un trámite enteramente imprescindible en el propio despliegue de la Antropología Filosófica materialista, esto es: un desarrollo interno de la misma (en modo alguno una mera «aplicación», que dejase intacto el sistema de coordenadas que se trataría de aplicar desde el «exterior») que demuestra el grado extraordinariamente elevado en que instrumentos gnoseológicos como pueda serlo el Espacio Antropológico tridimensional apuran, exhaustivamente, el terreno de los fenómenos de un modo que no puede en absoluto parangonarse con ninguna roturación bimembre alternativa.
Si el lector alberga alguna duda acerca de lo que decimos, consúltese sin ir más lejos el análisis que Vélez efectúa en su libro de una institución objetual como pueda serlo la máscara del apicultor. Dicha institución, aun cuando en efecto como el propio autor reconoce lúcidamente, haya podido ser vista una y otra vez (incluso desde el particular punto de vista emic propio del apicultor que la utiliza en su trabajo) a la manera de un artilugio en todo análogo a la «máscara» del herrero, &c., sólo adquiere un sentido preciso, desde la perspectiva etic, cuando se la contempla desde un contexto ontológico envolvente que involucre la presencia necesaria de las relaciones que el propio apicultor que porta la máscara mantiene con las abejas, precisamente en cuanto que estas, a las que dicho sea de paso la etología de nuestros días reconoce actividades raciomorfas muy determinadas, son capaces de emitir respuestas operatorias de las que difícilmente podrá darse cuenta desde esquemas antropológicos bidimensionales que hagan abstracción de todo sujeto operatorio no humano. Al margen de tales relaciones del apicultor con inteligencias y voluntades anantrópicas pero personimorfas, la propia máscara como tal institución objetual no podría entenderse en absoluto.
Pero este extremo, que insistimos constituye la masa de evidencias más poderosa para todo sistema antropológico trimembre de coordenadas, aparece como algo todavía si cabe más claro en el caso del análisis, verdaderamente interesante, de la institución ceremonial consignada como «ahijamiento» en el que el pastor trata de endosar a otra oveja del rebaño la crianza de un cordero que ha sido rechazado por su madre, mediante el expediente de colocar sobre éste la piel de uno de los hijos muertos de la hembra. Esta institución remite necesariamente, por su estructura, a la presencia enteramente imposible de neutralizar de terceras subjetividades operatorias diferentes a la del propio pastor, unas subjetividades dotadas por ejemplo de «capacidad de comparación de fenotipos», a las que la propia racionalidad institucional característica de la ceremonia «ahijamiento» trataría, a nuestro juicio, justamente, de envolver. Es decir, la ceremonia «ahijamiento» consistiría ante todo, tal y como lo hace ver de un modo bien diáfano el análisis de Vélez, en una «trampa etológica» tendida a la organolepsis de los propios animales en el bien entendido de que esta misma trampa, aunque efectivamente termine por «envolver» la inteligencia del ganado, controlándola o dominándola etológicamente –y si no la controlara seguramente hubiese quedado arrumbada como tal institución ceremonial frente a terceras ceremonias más exitosas, &c.– no puede en manera alguna pasarse sin el inexcusable reconocimiento de la propia inteligencia que se trata de envolver; algo muy similar, mutatis mutandis, podría decirse también de otros «ingenios» de los que Vélez da razón tales como los mandiles o las parideras, en cuanto que tales instituciones objetuales aparecen como imbricadas enteramente en aquellos procesos industriales de selección artificial que el propio Charles Darwin pudo aprovechar en la construcción del modelo de la «evolución por selección natural», unos procesos ciertamente, en los que unos individuos operatorios, con la potencia evolvente necesaria para ello, «seleccionan» etológicamente a otros individuos a los que sin embargo, no habrá razón alguna para negar su condición de sujetos dotados de vis apetitiva y vis intelectiva, de inteligencia y voluntad. Tales instituciones, en este sentido, hacen pie entre otras cosas, sobre el reconocimiento de los sujetos operatorios no humanos que, a título de centros generadores de inteligencia y de voluntad, Gustavo Bueno ha encastrado en el eje angular de su Espacio Antropológico constituyendo, por lo tanto, el indicio más claro de que la supresión de dicho eje representa, seguramente, la forma más directa de no comprender ni querer comprender en absoluto el material antropológico que se trata de recubrir.
Consideraciones de este tipo, nos permiten decantar una de las consecuencias más interesantes que cabe extraer del estudio que el lector se dispone a leer. Y es que las instituciones técnicas conquenses de las que Vélez da cuenta de un modo tan ajustado como erudito, aportan según nuestro diagnóstico, un campo de pruebas de impresionante interés para la tesis materialista de fondo que el propio Vélez ha procurado poner a prueba, a saber: es sólo a través de las instituciones que se arraciman entre los contornos del material antropológico, globulándolo, que la definición aristotélica del hombre como «animal racional» puede reconstruirse positivamente frente a las evidencias presentadas por el propio desarrollo de la etología en lo concerniente a la «racionalidad operatoria» característica de los animales a los que, tras la puesta a punto del darwinismo no cabrá seguir considerando por más tiempo, como máquinas impersonales a la manera del mecanicismo propio de Descartes o de Gómez Pereira. Si el hombre es ciertamente un «animal racional», esta racionalidad sólo podrá redefinirse, fuera de la metafísica, a la escala positivo-institucional de los «ingenios» y de las «técnicas» en las que Vélez ha decidido introducir su bisturí.
Mas –y esta conclusión nos parece decisiva, desde muchos puntos de vista: por ejemplo el político–, ¿qué ocurrirá cuando, a resultas por ejemplo de la introducción masiva de terceras instituciones nacidas al amor del desarrollo categorial de la termodinámica, el electromagnetismo, &c., los «ingenios» conquenses que, dicho sea de paso, el propio Don Quijote habría conocido en su periplo (recuérdese los molinos hidráulicos) queden arrumbados definitivamente? Creemos que el estudio que Vélez ha elaborado ofrece, para quien quiera darse cuenta, las razones más precisas que cabe arrojar desde el materialismo histórico por las cuales es enteramente imposible, salvo que de nuevo pretendamos acantonarnos en lo que Gustavo Bueno denomina «mito de la Cultura» –un mito asociado no por nada al idealismo alemán– que la «identidad» propia de la Sierra de Cuenca (pero también la «identidad» de Catalunya, o de Euzkadi o de otras «nacionalidades» y «regiones» parecidas) pueda mantenerse del mismo modo antes que después del enérgico desdibujado, tras la revolución industrial, de las instituciones sobre las que el mismo «serrano» hacía pie. Mucho nos tememos empero, que semejante conclusión del libro de Vélez esté llamada, sin perjuicio de su inapelable contundencia materialista («no es la conciencia lo que determina el ser, sino el ser social lo que determina la conciencia»), a quedar literalmente intacta ante el grado en el que el mito metafísico de la «identidad cultural» ha conseguido penetrar, de un modo que desde luego es cualquier cosa menos inocente desde un punto de vista político, en tantas capas de la «España plural» de nuestros días, incluyendo, suponemos, la propia Sierra de Cuenca a la que Vélez ha rendido un hermoso homenaje racionalista, es decir, tan firme como generoso.
(Ed. Diputación de Cuenca. Cuenca, 2010)
El Catoblepas • número 100 • junio 2010 • página 15
Filosofía de la Sierra de Cuenca
Iñigo Ongay
Iván Vélez Cipriano, poeta, narrador, arquitecto y filósofo español, acaba de dar a la imprenta el estudio sobre las «técnicas e ingenios» de la Sierra de Cuenca que el lector tiene en sus manos. Un estudio que, efectivamente, a pesar de tomar como tema de análisis las «industrias» de una comarca concreta de España como pueda serlo la Serranía de Cuenca –acaso debido a la circunstancia de ser el propio autor, él mismo, conquense de pro al tiempo que profundo conocedor del terreno que está pisando en su monografía–, se mantiene sin embargo, situado a mil leguas de todo particularismo localista posible, ya sea en sentido «geográfico» (puesto que ciertamente este no es un libro destinado a despertar el interés tan solo de eventuales lectores especialmente interesados en las circunstancias propias de la Sierra de Cuenca) como «técnico» (ya que tampoco estamos en efecto, ante una obra cuya lectura pueda concernir exclusivamente a especialistas muy eruditos en lo que respecta a las «técnicas» e «ingenios» cuyo análisis se aborda). En este sentido, y si decimos que ciertamente, el libro de Iván Vélez pretende –y de hecho, nos parece, consigue– mantenerse al margen de las perspectivas particularistas –otros dirán, de modo directamente metafísico: identitarias– que suelen ser propias de la literatura sobre estas cuestiones, ello, se debe entre otras cosas a que estamos ante un libro que adopta, ante todo, un prisma filosófico, no meramente categorial (en este caso técnico, sin perjuicio de ser su autor, entre otras muchas cosas, arquitecto, o precisamente por ello, es decir: por serlo entre otras muchas cosas) ante el trámite de reorganizar críticamente el material de referencia.
Y si es verdad que este prisma es filosófico, ello no será tanto debido a la casualidad, como si de hecho Vélez hubiese «escogido» gratuitamente dicha perspectiva como hubiese podido «escoger» otras diferentes (por caso: la histórica o la etnológica, &c.), sino justamente por la razón general de que es precisamente a través de las diferentes Categorías positivas, sean éstas científicas, sean tecnológicas, pero también políticas, religiosas, &c., y en su dialéctica mutua, que las Ideas filosóficas de nuestra tradición han podido abrirse camino a lo largo de la historia, sin que quepa desde luego decir, al menos desde el punto de vista del materialismo al que aquí empezamos por acogernos, que estas mismas ideas que nos proporcionan el contenido más propio de la filosofía entendida como saber de segundo grado (frente a la ciencia, a la técnica, pero también a los saberes religiosos o políticos) hayan, en manera alguna, llovido de una suerte de «cielo hiperuránico». En este sentido, es de suyo muy evidente, suponemos, que a través de los ingenios de la serranía conquense a los que Iván Vélez se acerca en las páginas que siguen, se modularán Ideas de muy diferente tenor que las que hayan podido formarse al calor, por ejemplo, de los «ingenios termodinámicos» (máquinas térmicas de Carnot, máquina de vapor de Watt, &c.) que pudieron alimentar la revolución industrial en el siglo XIX dando, entre otras cosas al traste, con las técnicas rurales a las que se refiere Vélez, las más de las ocasiones consistentes, por ejemplo, en máquinas simples, o en instrumentos basados en la «tracción animal», &c. El libro que presentamos es pues, en un sentido muy preciso, una «crítica» filosófica ejercitada sobre tales «ingenios» pre-industriales.
Ahora bien, criticar (del griego crinós: criba) es tanto como clasificar, es decir, separar, por así decir, el grano de la paja con lo que –se comprenderá– toda crítica filosófica requiere, en el momento de ser desempeñada sobre cualquier material de que se trate, disponer –sea en el ejercicio sea en la representación– de un cedazo clasificatorio, esto es, de un conjunto necesario y suficiente de parámetros precisos a los que pueda suponerse la potencia imprescindible para dar cuenta de eventuales clasificaciones alternativas que operasen desde el ejercicio de tableros paramétricos diferentes. En el caso que nos ocupa, Vélez ha «optado», a fin de mejor así hacer justicia a los fenómenos de partida, por hacer uso de las líneas maestras del Materialismo Filosófico de Gustavo Bueno y, muy en particular, de su «teoría antropológica de las instituciones» así como del instrumental crítico proporcionado por la teoría del Espacio Antropológico tridimensional; herramientas ambas, junto con el concepto, verdaderamente clave, de «ceremonia» que nuclean las ideas que el filósofo español lleva defendiendo más de treinta años en lo referido a la Antropología Filosófica. Que tales ideas se ajusten con precisión milimétrica a los «pliegues» mismos del terreno que Iván Vélez ha roturado en su libro deparando, a la postre, resultados tan fecundos como los que arroja esta obra, es algo, creemos, que habla alto y claro sobre la extraordinaria fertilidad de las herramientas manejadas pero también, es preciso insistir en ello, sobre la pericia del operario que las utiliza.
En todo caso, es de reseñar que las tesis materialistas que Vélez está ejercitando, no podrían en modo alguno, sostenerse de una manera, diríamos, «exenta», al margen de su «aplicación» al análisis de temáticas como pueda serlo la que aborda este libro puesto que es sólo –tal la circularidad característica del materialismo de Gustavo Bueno– en virtud del progreso sobre el plano fenoménico (por ejemplo sobre las instituciones técnicas de la Sierra de Cuenca) y a su través, que los propios contenidos doctrinales que Vélez está aprovechando exhaustivamente –y de una manera, si se nos permite declararlo desde ahora, admirablemente sutil– pueden mantenerse en pie, al menos en cuanto que tales doctrinas han de mostrar su potencia ante la prueba de fuego de dar razón de los fenómenos mundanos engranando, ad integrum con las anomalías y anfractuosidades del propio terreno fenoménico que se trata de despiezar «por sus junturas naturales»; y ello, al menos, en la medida en que se pretenda evitar toda recaída en el formalismo. Es verdad que los análisis particulares de los fenómenos que se abren en el horizonte (en este caso en el horizonte del material antropológico serrano) remitirán , por su ejercicio, a las premisas doctrinales que se trate de desempeñar (y a este remite Gustavo Bueno, amparándose en la tradición platónica, denomina regressus) pero éstas a su vez, y aquí reside nos parece, la verdadera cuestión, reposan sobre la reconstrucción de los materiales de partida, si es que tales materiales pueden quedar efectivamente reconstruidos de un modo pregnante desde el ejercicio de tales premisas (y a este movimiento , igualmente platónico, de retorno a las sombras fenoménicas que laten en el fondo de la gruta , Bueno lo ha llamado progressus)
Precisamente en esta dirección, el análisis que Vélez ha emprendido de un sector muy concreto del material antropológico constituye si no nos equivocamos, un trámite enteramente imprescindible en el propio despliegue de la Antropología Filosófica materialista, esto es: un desarrollo interno de la misma (en modo alguno una mera «aplicación», que dejase intacto el sistema de coordenadas que se trataría de aplicar desde el «exterior») que demuestra el grado extraordinariamente elevado en que instrumentos gnoseológicos como pueda serlo el Espacio Antropológico tridimensional apuran, exhaustivamente, el terreno de los fenómenos de un modo que no puede en absoluto parangonarse con ninguna roturación bimembre alternativa.
Si el lector alberga alguna duda acerca de lo que decimos, consúltese sin ir más lejos el análisis que Vélez efectúa en su libro de una institución objetual como pueda serlo la máscara del apicultor. Dicha institución, aun cuando en efecto como el propio autor reconoce lúcidamente, haya podido ser vista una y otra vez (incluso desde el particular punto de vista emic propio del apicultor que la utiliza en su trabajo) a la manera de un artilugio en todo análogo a la «máscara» del herrero, &c., sólo adquiere un sentido preciso, desde la perspectiva etic, cuando se la contempla desde un contexto ontológico envolvente que involucre la presencia necesaria de las relaciones que el propio apicultor que porta la máscara mantiene con las abejas, precisamente en cuanto que estas, a las que dicho sea de paso la etología de nuestros días reconoce actividades raciomorfas muy determinadas, son capaces de emitir respuestas operatorias de las que difícilmente podrá darse cuenta desde esquemas antropológicos bidimensionales que hagan abstracción de todo sujeto operatorio no humano. Al margen de tales relaciones del apicultor con inteligencias y voluntades anantrópicas pero personimorfas, la propia máscara como tal institución objetual no podría entenderse en absoluto.
Pero este extremo, que insistimos constituye la masa de evidencias más poderosa para todo sistema antropológico trimembre de coordenadas, aparece como algo todavía si cabe más claro en el caso del análisis, verdaderamente interesante, de la institución ceremonial consignada como «ahijamiento» en el que el pastor trata de endosar a otra oveja del rebaño la crianza de un cordero que ha sido rechazado por su madre, mediante el expediente de colocar sobre éste la piel de uno de los hijos muertos de la hembra. Esta institución remite necesariamente, por su estructura, a la presencia enteramente imposible de neutralizar de terceras subjetividades operatorias diferentes a la del propio pastor, unas subjetividades dotadas por ejemplo de «capacidad de comparación de fenotipos», a las que la propia racionalidad institucional característica de la ceremonia «ahijamiento» trataría, a nuestro juicio, justamente, de envolver. Es decir, la ceremonia «ahijamiento» consistiría ante todo, tal y como lo hace ver de un modo bien diáfano el análisis de Vélez, en una «trampa etológica» tendida a la organolepsis de los propios animales en el bien entendido de que esta misma trampa, aunque efectivamente termine por «envolver» la inteligencia del ganado, controlándola o dominándola etológicamente –y si no la controlara seguramente hubiese quedado arrumbada como tal institución ceremonial frente a terceras ceremonias más exitosas, &c.– no puede en manera alguna pasarse sin el inexcusable reconocimiento de la propia inteligencia que se trata de envolver; algo muy similar, mutatis mutandis, podría decirse también de otros «ingenios» de los que Vélez da razón tales como los mandiles o las parideras, en cuanto que tales instituciones objetuales aparecen como imbricadas enteramente en aquellos procesos industriales de selección artificial que el propio Charles Darwin pudo aprovechar en la construcción del modelo de la «evolución por selección natural», unos procesos ciertamente, en los que unos individuos operatorios, con la potencia evolvente necesaria para ello, «seleccionan» etológicamente a otros individuos a los que sin embargo, no habrá razón alguna para negar su condición de sujetos dotados de vis apetitiva y vis intelectiva, de inteligencia y voluntad. Tales instituciones, en este sentido, hacen pie entre otras cosas, sobre el reconocimiento de los sujetos operatorios no humanos que, a título de centros generadores de inteligencia y de voluntad, Gustavo Bueno ha encastrado en el eje angular de su Espacio Antropológico constituyendo, por lo tanto, el indicio más claro de que la supresión de dicho eje representa, seguramente, la forma más directa de no comprender ni querer comprender en absoluto el material antropológico que se trata de recubrir.
Consideraciones de este tipo, nos permiten decantar una de las consecuencias más interesantes que cabe extraer del estudio que el lector se dispone a leer. Y es que las instituciones técnicas conquenses de las que Vélez da cuenta de un modo tan ajustado como erudito, aportan según nuestro diagnóstico, un campo de pruebas de impresionante interés para la tesis materialista de fondo que el propio Vélez ha procurado poner a prueba, a saber: es sólo a través de las instituciones que se arraciman entre los contornos del material antropológico, globulándolo, que la definición aristotélica del hombre como «animal racional» puede reconstruirse positivamente frente a las evidencias presentadas por el propio desarrollo de la etología en lo concerniente a la «racionalidad operatoria» característica de los animales a los que, tras la puesta a punto del darwinismo no cabrá seguir considerando por más tiempo, como máquinas impersonales a la manera del mecanicismo propio de Descartes o de Gómez Pereira. Si el hombre es ciertamente un «animal racional», esta racionalidad sólo podrá redefinirse, fuera de la metafísica, a la escala positivo-institucional de los «ingenios» y de las «técnicas» en las que Vélez ha decidido introducir su bisturí.
Mas –y esta conclusión nos parece decisiva, desde muchos puntos de vista: por ejemplo el político–, ¿qué ocurrirá cuando, a resultas por ejemplo de la introducción masiva de terceras instituciones nacidas al amor del desarrollo categorial de la termodinámica, el electromagnetismo, &c., los «ingenios» conquenses que, dicho sea de paso, el propio Don Quijote habría conocido en su periplo (recuérdese los molinos hidráulicos) queden arrumbados definitivamente? Creemos que el estudio que Vélez ha elaborado ofrece, para quien quiera darse cuenta, las razones más precisas que cabe arrojar desde el materialismo histórico por las cuales es enteramente imposible, salvo que de nuevo pretendamos acantonarnos en lo que Gustavo Bueno denomina «mito de la Cultura» –un mito asociado no por nada al idealismo alemán– que la «identidad» propia de la Sierra de Cuenca (pero también la «identidad» de Catalunya, o de Euzkadi o de otras «nacionalidades» y «regiones» parecidas) pueda mantenerse del mismo modo antes que después del enérgico desdibujado, tras la revolución industrial, de las instituciones sobre las que el mismo «serrano» hacía pie. Mucho nos tememos empero, que semejante conclusión del libro de Vélez esté llamada, sin perjuicio de su inapelable contundencia materialista («no es la conciencia lo que determina el ser, sino el ser social lo que determina la conciencia»), a quedar literalmente intacta ante el grado en el que el mito metafísico de la «identidad cultural» ha conseguido penetrar, de un modo que desde luego es cualquier cosa menos inocente desde un punto de vista político, en tantas capas de la «España plural» de nuestros días, incluyendo, suponemos, la propia Sierra de Cuenca a la que Vélez ha rendido un hermoso homenaje racionalista, es decir, tan firme como generoso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario