La Gaceta, domingo 9 de enero de 2017:
Alemania, prisión de naciones
El 29
de abril de 2015, el Tribunal Constitucional de Italia rechazó una iniciativa
impulsada en la región del Véneto que pretendía celebrar un referéndum
independentista. La principal razón esgrimida por los togados fue que la
República Italiana es «una e indivisible». El rotundo no, venía acompañado del
reconocimiento, perogrullesco para cualquier nación de una mínima escala, del
pluralismo de sus regiones, variedad y distinción que en modo alguno podía
emplearse para que los gobernantes de las mismas, emboscados en su parcialidad,
se arrogaran la representatividad de esa pretendida nación cuya cristalización
política supondría la destrucción de la propia Italia. El Alto Tribunal
apuntalaba definitivamente su negativa con un argumento que destruía la burda
argucia de los secesionistas norteños: la convocatoria de un referéndum
consultivo no podía engolfarse en la invocación a la libertad de expresión de
los ciudadanos para hacer pasar tal votación como un rutinario y menor proceso
de toma de temperatura política. En todo caso, tal libertad debía extenderse al
todo, no a una parte, de la ciudadanía. O lo que es lo mismo, las opiniones de
los avecindados en Venecia en relación a la unidad de Italia no estaban por
encima de las de los habitantes de Nápoles.
Recientemente,
otro conjunto de hombres con vestidura talar, el que conforma el Tribunal
Constitucional de Alemania, ha dictaminado que el «land» de Baviera no tiene
derecho a celebrar un referéndum de independencia porque tan mutiladora como supuestamente
democrática ceremonia, atenta contra los derechos del pueblo alemán,
constituido en un Estado-nación cuya forma política es una República Federal.
La resolución de los jueces alemanes niega de este modo las aspiraciones que
pudieran tentar a cualquiera de los Estados de la actual Alemania precisamente
porque tales Estados se han federado, es decir, se han fusionado, por más
arabescos jurídicos y aspavientos voluntaristas que traten de trazar las
facciones separatistas en cualquiera de ellos, acaso tentadas de presentar a
Alemania, como una suerte de prisión de naciones, calificativo tan manido en
España por parte de los diversos movimientos disolventes que operan impunemente
en ella.
En
cualquier caso, las dos resoluciones ponen de relieve la existencia en la
actualidad de dos fuerzas políticas poderosas, ambas relacionadas con dos
naciones políticas que se fraguaron sobre sus respectivas y previas naciones
históricas: las canónicas Italia y Alemania, pero que amenazan con extenderse a
otras latitudes. En primer lugar, la existencia de sectores sediciosos en
aquellos territorios en los cuales floreció por igual la industrialización y el
cultivo romántico del mito de la Cultura; y por otro, la fortaleza que, al
menos en los ejemplos citados, exhiben algunas sociedades políticas,
conscientes de los grandes sacrificios –movimiento poblacional,
descapitalización de regiones- que ha sido necesario asumir, y que en el caso
de Alemania añade el esfuerzo de la unificación postcomunista, para llegar a la
situación actual.
Como es
lógico, los procesos tienen su trascendencia en la España embelesada todavía
por el mito de Europa. Aunque en los dos casos la situación y la resolución son
similares, el alemán tiene una mayor profundidad, pues en él se inserta una de
las palabras fetiche de la autodenominada izquierda española y de todo
independentista que se precie. Nos referimos al término «federal» que
caracteriza a la república alemana que, como es sabido, no sólo fue el espejo
en el que se miraron los redactores de la actual Constitución española,
sino que fue también desde las tierras germanas desde donde fluyeron jugosas
cantidades de dinero para fortalecer a la socialdemocracia española, siempre
servil con sus verdaderos compañeros de viaje desde el Contubernio de Múnich
financiado por los servicios de inteligencia de los Estados Unidos: los
separatistas vascos y catalanes. Fue precisamente en la Baviera de 1962 donde
se agitaron las aspiraciones de las llamadas comunidades naturales por parte
del colectivo federalcatólico que tomaría el poder tres lustros más tarde,
moldeando una España de aspiraciones asimétricas, adoctrinamiento escolar y
exaltación de los rasgos más aldeanos de cada región.
Teniendo
en cuenta tales circunstancias históricas y los efectos conseguidos en relación
a esa unidad que tanto encarecen los togados italianos y alemanes, los
dictámenes de estos deberían servir como modelo no sólo para los exégetas del
Derecho Constitucional, colectivo dividido de forma maniquea en progresistas y
conservadores bajo cuyas faldas se esconden los políticos, sino también para
los propios ciudadanos españoles, siempre atenazados por las cadenas del
terruño y las señas de identidad que con tanto entusiasmo cultivaron políticos
desde Pujol o Fraga, arquitectos de esta España siempre diferente.
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