Artículo publicado el lunes 2 de diciembre de 2013 en La Voz Libre:
Jordi Pujol y el catalanismo agente
Tres
años después de la aparición de la primera parte, Francisco Caja ha publicado
el segundo volumen de su obra La raza
catalana (Ed. Encuentro, Madrid 2013), rótulo bajo el que figura un
elocuente subtítulo: La invasión de los ultracuerpos.
Si
en la primera parte Caja hacía un exhaustivo repaso por las doctrinas del
primer catalanismo, aquellas que bebían de las turbias aguas de la frenología, esta
segunda introduce un factor decisivo: el demográfico. En efecto, los prohombres
del catalanismo que vieron sus primeras luces a finales del siglo XIX, fueron
testigos de un crecimiento poblacional sin precedentes. Atraídos por las
condiciones materiales –la acumulación capitalista, en definitiva- que
fraguaron en las dos dictaduras del siglo, la de Primo de Rivera y la de Franco
–ambas impulsadas en gran medida por catalanes-, Cataluña vería la llegada de
ingentes cantidades de mano de obra venida de otras partes de España. Gentes
que, desde las doctrinas confeccionadas entre los hombres de la sotana y los de
la bata blanca, serán percibidas como elementos extraños que ponen en peligro
la pureza racial catalana –en 1935 Vandellós propondrá «estudiar
científicamente las mezclas de catalanes con aragoneses, murcianos y andaluces»
(p. 161)-, pero también la existencia de una amenazada lengua, la catalana,
portadora de unas brumosas esencias que envuelven al hablante confiriéndole
unos inmarcesibles valores. Los inevitables
efectos de tal ideología: «una lengua, una nación», se harán explícitos por
boca del canónigo Carles Cardó, quien discriminará entre nación y estado: «Nación
es una entidad de carácter lingüístico y cultural; el Estado es una entidad de
carácter político» (p. 240) y apuntará, ya en 1945, la vía federal, enarbolada
hoy por la autoproclamada izquierda transida de laicismo, como solución.
En
la obra de Cardó ya están presentes todos los temas todavía frecuentados por el
catalanismo: desde el racismo hoy circunscrito al mundo animal –el iconográfico
rucio- del cual se excluye al hombre, a la historia-ficción que presenta 1714
como la pérdida de la inexistente condición nacional de Cataluña: «Cataluña fue
una nacionalidad, más aún, una nación hasta 1714» (p. 269).
Jordi
Pujol aparecerá como resultante de esa serie de vectores ideológicos que
encuentran su punto de aplicación en rancias teorías de laboratorio pero
también entres los reaccionarios rescoldos del carlismo. Caja es consciente de
la importancia del muy honorable ex alumno del colegio alemán, del piadoso
cofrade que acabaría por inventar la pomada Neo-bacitrin tras estudiar, como
no, Medicina. De un Pujol que, gracias a la miopía política periodística,
recibió en premio al «Español del Año» en 1984. Y es que, si importantes han
sido lingüistas, médicos y clérigos en la construcción de esta ideología, no es
desdeñable el papel jugado por el periodismo. No en vano, conscientes de su
importancia, los políticos catalanes mantienen subvencionados a la amplia mayoría
de medios que, agradecidos, devuelven la generosidad adhiriéndose sin
cortapisas a la causa.
Lógicamente,
el gremio periodístico tampoco escapa al análisis de Caja, que dedica un
capítulo a Carles Sentís y a su viaje a tierras murcianas: «El viaje en el Transmiseriano». En poco más de veinte
páginas asistimos a la presentación que Sentís hizo del murciano como un
concentrado de patologías físicas –la escualidez, el tracoma- morales –la
promiscuidad- y políticas –en las barracas del extrarradio barcelonés se incuba
el comunismo libertario y el anarquismo-. El futuro diputado por Barcelona
apuntará soluciones que llegarán «una vez que hayan sido traspasados todos los
servicios, en el que Cataluña tenga comisarías propias con policía propia,
tribunales propios con jueces propios… y con hospitales propios sin enfermos
propios» (p.128), a pesar de lo cual incluso el murciano deberá ser
in-corporado, «pues el pequeño inmigrante de hoy es el ciudadano de mañana». Los
textos de Sentís no escaparon a la avidez lectora de Pujol, quien, padeciendo
una gripe, probablemente española, los leyó en la revista Mirador que su padre le llevaba hasta la cabecera de la cama en la
que convalecía.
Pujol
será el producto final de estas corrientes. Él es quien, tras acceder al poder,
y con la aquiescencia y colaboración de los gobiernos centrales de uno y otro
signo, sentará las bases del moderno catalanismo institucional. Tras el rito
iniciático y montaraz de su ascenso al Tagamanent, siempre próximo a otra
montaña, la de Montserrat, abogará por una Cataluña sólo posible desde un
particular tipo de cristianismo a menudo confundido con el propio catalanismo.
Pronto su credo le hará dar con sus huesos en una nada monástica celda, la de
la prisión. Sin embargo es allí donde Pujol comenzará a convertirse en la voz
de su pueblo. El que escribe asumirá
su misión como un sacrificio. Tras la manida reivindicación de la lengua, y el
inicial desprecio por el anárquico hombre andaluz, al cual visita en su tierra
natal como el entomólogo que estudia una rara especie en su biotopo, Pujol,
sabedor de las necesidades poblacionales de Cataluña, estará preparado para
hacer públicas sus conclusiones: «catalán será todo hombre que vive y trabaja
en Cataluña», requisitos que deberán observarse de una particular forma,
añadiremos, pues, en efecto, el nuevo catalán habrá de vivir y trabajar allí,
pero también sumarse a la causa. Porque, en definitiva, de sumar se trataba.
De
sumar, a la poco fértil nación biológica catalana –Caja rescata las palabras de
mosén Armengou: «Mientras que las mujeres catalanas por unos motivos mezquinos
que no van más allá de un egoísmo estéril, se han dedicado a conservar la
línea, las mujeres inmigrantes pasean con orgullo y ostentan gloriosamente sus vientres
generosos y turgentes como augurio infalible de victoria» (p. 315) o las del
doctor Puig y Sais aludiendo a los fraudes «en el cumplimiento de las funciones
generatrices y especialmente del onanismo o coito interrumpido» (p. 148)-
nuevos cuerpos a través de los cuales soplará el espíritu catalanista, esa
suerte de entendimiento agente que ya no reparará en cuitas craneanas. En el
horizonte aparecerán nuevas herramientas entre las que destaca la inmersión
lingüística por medio de la cual se adquieren los ancestrales valores de
siempre expoliada tierra catalana.
Hacia
el final de su mandato, Pujol, favorecedor de la incorporación de hombres no
contaminados por la lengua española, propósito que se hizo visible con su
desplazamiento a Marruecos en busca de acuerdos bilaterales, pudo alcanzar a
ver los efectos de tan particular estrategia. La nueva y semítica oleada –atrás
quedaron las doctrinas del Dr. Robert-, sin embargo, amenazaba una vez más con
llevarse por delante la siempre frágil cultura por la que él había hecho tantos
sacrificios. No obstante, estos hombres, no tocados por la mácula hispana,
podrían integrarse en las estructuras por él consolidadas, aunque el precio
pasara por su ausencia de los templos coronados por la cruz.
Hoy,
la cifra de hombres coranizados que viven y trabajan en la Cataluña que anhela
hacer efectivo su «derecho a decidir», se aproxima al medio millón de cuerpos,
y en este caso se trata de una corporeidad perfectamente preparada para que a
través de ella sople una inteligencia supraindividual y telúrica. Ocurre que
acaso su objetivo último sea muy otro al diseñado por Pujol y sus herederos.
Mientras
todo esto ocurre, los dos volúmenes de Caja son imprescindibles para explorar
la génesis y fortalecimiento de esta vigorosa ideología cuya desactivación sólo
puede alcanzarse tras comprender y conocer sus verdaderos fundamentos.
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