Artículo publicado el lunes 3 de febrero de 2014 en La Voz Libre:
Celtiberia
Euroregión
La
teoría de los cinco reinos, que tantos réditos ideológicos ha dado a la España
autonómica construida en el tardofranquismo, acaba de encontrarse con una
iniciativa que, por transversal respecto de las estructuras políticas
consolidadas por la democracia coronada de 1978, supone una novedad que pudiera
comprometer las llamadas señas de identidad que los gobernantes regionales se
han encargado de fortalecer a golpe de interesada subvención.
Sabido
es que las provincias de Teruel, Cuenca y Soria, pertenecientes a tres
comunidades autónomas diferentes, constituyen una suerte de Siberia española
tanto en lo relativo a su extremo clima como en su bajísima densidad de una población
que, además, está muy envejecida.
Las
tres provincias, pujantes en el momento de esplendor de una Mesta que cosía
tales territorios mediante cañadas perfectamente trazadas e institucionalizadas,
viven hoy horas tan bajas que, en su momento, llevaron a Teruel no ya a reclamar
sus inmarcesibles esencias, sino a gritar que, como mínimo, existía.
Sin
embargo, este estado de postración al que han llegado unas tierras humanamente
descapitalizadas en gran medida por la emigración a zonas más industrializadas,
puede pronto comenzar a dar muestras de recuperación, y todo ello gracias a la generosa
Europa en la que el germanófilo Ortega veía una solución al problema
representado por España. Veamos.
Desde
hace años, un movimiento asociacionista trabaja con el objetivo de que la Unión
Europea declare Euroregión a la zona del macizo ibérico. Tal categoría llevaría
aparejada la inclusión de la misma –que se extendería por algunas comarcas de
otras provincias- en un grupo denominado NUTS-2, correspondiente a regiones que
tienen una densidad de población menor de 8 habitantes/Km2, con la consiguiente
percepción de fondos europeos para las mismas. A esta catalogación se uniría el
propósito de que la UNESCO reconociera a Celtiberia como Patrimonio de la
Humanidad; algo que se lleva intentando desde finales del siglo pasado. En
definitiva, muchos son los interesados en que la gracia europea caiga sobre
estas cuasi inhóspitas tierras.
Entre
los colectivos que ven con interés tal proyecto, al margen de los políticos y los
grupos asociativos, se sitúa la patronal española, con Juan Rosell a la cabeza,
quien ha confirmado su apoyo a los empresarios provinciales que en estos
tiempos de crisis ven una oportunidad de hacerse con fondos destinados a «regiones
ultraperiféricas y poco pobladas».
Sea
como fuere, muchos son los conceptos que entran en escena en este asunto,
conceptos que ameritan un breve comentario.
La
propia elección del nombre de la región: «Celtiberia», por más que ésta no
coincida exactamente con su predecesora histórica, ya muestra, una vez más, la
obsesión que gran parte de los españoles tienen con el pasado… siempre que éste
se distancie lo suficiente con una particular idea de España, aquella que la
considera desde el todo y no desde sus partes, la misma que prefiere no
detenerse en cuitas regionales y mirar más lejos, incluso más allá del
Atlántico. Celtiberia, sin embargo, plantea problemas citados más arriba, pues
su propia delimitación invadiría las fronteras interiores trazadas por el rigorismo
cultural autonómico.
Por
otro lado, los responsables políticos españoles demuestran de nuevo hasta qué
punto el mito de Europa sigue vigente, por más que esta estructura construida
en la Guerra Fría ya haya dado innumerables pruebas de lo que para España
significa una pertenencia acrítica y a menudo dócil a tal Unión, antes Mercado.
Un mito, el de Europa, sólo comparable al de la Humanidad, en nombre de la cual
se patrimonializan tierras, tradiciones y, en el colmo del espiritualismo,
bienes inmateriales.
Por
último la pretendida Celtiberia, que nos trae a la mente el Celtiberia Show de Luis Carandell por el
que desfilaba el lado más extravagante y estridente, de los españoles, supone,
a pequeña escala y con objetivos más cortos, la reconstrucción de lo ocurrido
en España desde, al menos, los años 60, cuando empiezan a pergeñarse, sobre
cimientos segundorrepublicanos, las comunidades autónomas. Fue a partir de
entonces cuando empezó a cristalizar, en las conciencias más imaginativas y en
los más fríos cálculos empresariales vinculados a diversos terruños, la idea de
construir naciones cuyas referencias eran a menudo tan antiguas como la
Celtiberia hoy rediviva. Y es que en tales construcciones, al margen de la
influencia de la hispanofobia, había mucho en juego, y en esto la semejanza
persiste, pues los sobrevenidos neoceltíberos dudan ahora de quién gestionaría las
posibles ayudas llovidas de Europa.
No
creemos que, en las condiciones actuales, la proyectada Celtiberia pudiera dar
lugar al nacimiento de un nacionalismo –y ello a pesar del nuevo impulso
cobrado por el castellanismo- que en este caso localizara a los venidos de las
riberas del Tíber como primeros opresores. A lo sumo, estos dineros podrían
servir para impulsar algún que otro proyecto anunciado con gran despliegue
cartelístico que difícilmente resolvería los graves problemas existentes, pues
lo que en el fondo de la despoblación regional subsiste, es un errática
política nacional siempre diseñada a corto plazo.
No
obstante, bueno es recordar las palabras que hace casi un siglo pronunciara
Julio Camba:
«Con un millón de pesetas yo me
comprometo a hacer rápidamente una nación en el mismo Getafe, a dos pasos de
Madrid».
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