La Gaceta, domingo 5 de diciembre de 2016: http://gaceta.es/ivan-velez/cortes-indigenismo-05122016-0907
En 1864, el aristócrata mexicano Francisco Javier Pimentel publicó su Memoria sobre las causas que han originado la situacion actual de la raza indígena de México, y medios de Remediarla, obra en la defiende a indios y mestizos. Consideraba Pimentel que el catolicismo no había calado hondo en los naturales, interpretación diferente a la de los primeros religiosos allí llegados, que vieron en los indígenas a una suerte de cristianos envilecidos por el pecado, hombres, al cabo, confundidos por las parodias que de las obras de Dios hacía el Demonio. Pimentel abogaba por el integracionismo según una fórmula que espantará a los relativistas culturales de hogaño: «que los indios olviden sus costumbres y hasta su idioma mismo, si fuera posible. Sólo de ese modo perderán sus preocupaciones y formarán con los blancos una masa homogénea, una nación verdadera». Para realizar tal tarea, señalaba a la Iglesia como factor decisivo.
Siglo y medio después, la propuesta pimenteliana choca frontalmente con la segunda acepción que da la Real Academia del vocablo indigenismo: «Doctrina y partido que propugna reivindicaciones políticas, sociales y económicas para los indios y mestizos en las repúblicas iberoamericanas». Tan trascendental controversia nos remite a un personaje cuya acción abrió la posibilidad de la oposición entre integracionismo e indigenismo: Hernán Cortés, conquistador del imperio mexica, «Babilonia, república de confusión y mal», convertida tras su paso en «otra Jerusalén, madre de provincias y de reinos», al decir de Juan de Torquemada.
Desaparecido del espacio público mexicano, blanco de las iras de los indigenistas de ambos lados del Atlántico, Cortés, que irrumpió en el continente hace casi quinientos años, llevó a cabo un integracionismo que se manifestó por diferentes vías.
Una de las principales es la que va ligada al catolicismo. El de Medellín que, al igual que hiciera el cura Hidalgo en 1810, actuó bajo un estandarte cristiano, llevó a cabo una metodología evangelizadora que podemos caracterizar como descendente en lo relativo a la escala social. Los personajes principales fueron los primeros en recibir las aguas, seguidos por los más humildes, método a veces transformado en una suerte de aspersión que los clérigos que le acompañaban criticaron. En coherencia con este proceder hay que insertar el bautismo de los cuatro caciques tlaxcaltecas, que trocaron sus nombres por los de don Lorenzo, don Vicente, don Bartolomé y don Gonzalo. También cambió su nombre una mujer crucial en la acción cortesiana, la esclava de Malinalli o Malintzin, regalada al español junto a una veintena de mujeres tras la batalla de Centla. Tras su bautismo, se convertirá en doña Marina, lengua, consejera y amante del conquistador.
Paralelamente a los bautismos y a las exhortaciones a la conversión, de las que fue objeto el propio Moctezuma, Cortés actuó como iconoclasta al destruir –«el marqués saltaba sobrenatural, y se abalanzaba tomando la barra por en medio a dar en lo más alto de los ojos del ídolo», nos cuenta Bernal- la figura de Huitzilopochtli que presidía el Templo Mayor, actos que se vieron acompañados por la construcción de iglesias, monasterios e incluso hospitales, que, dado el concepto de medicina que se manejaba, tenían un profundo aroma religioso. Asediada por las iglesias evangélicas norteamericanas, bien haría la Iglesia mexicana en revisar su relación con Cortés, cuyos restos descansan tras una humilde lápida en un céntrico templo por él fundado.
Ser español en la época a la que nos estamos refiriendo exigía no sólo la pertenencia al orbe católico que adjetivaba a los reyes hispanos. Era también necesario sujetarse a la obediencia imperial. Cortés también introdujo en esta esfera a las diferentes naciones étnicas con las que entró en contacto. La conquista no puede explicarse sin la participación de los de Tlaxcala, víctimas de la opresión de los mexicas que vieron en el español a un libertador, razón por la cual engrosaron su exigua hueste y combatieron con fiereza, a veces vengativa y antropófaga, contra sus igualmente indígenas enemigos. La participación de estos primeros cristianos indígenas, los tlaxcaltecas, fue premiada desde la Península con la obtención en 1563 del título de Leal Ciudad para la ciudad de Tlaxcala, que recibió un escudo de armas, premio que lograron tras enviar varias embajadas al Emperador. Finalmente, la definitiva integración política del Anahuac se produjo con la cristalización del Virreinato de Nueva España, que reprodujo las instituciones imperiales españolas y convirtió a los naturales en súbditos del emperador introduciendo «policía», es decir, un orden civilizatorio del que se maravilló Humboltd. Es en tal Virreinato, y no en el México precortesiano, en el que se sientan las bases de los actuales Estados Unidos Mexicanos.
Por último, queda un aspecto fundamental en lo relativo a las relaciones entre españoles y naturales: el mestizaje que se produjo tras la llegada de los primeros. Cortés es también protagonista en este aspecto al tener un hijo, siempre querido, con doña Marina. La vía biológica, la de la generación de hombres es, sin duda, un anticipo de lo que ocurriría tres siglos después a escala política. Plenamente civilizadas, las sociedades con las que trabó contacto Cortés, pudieron emanciparse de su madre España. Dos siglos después del inicio de constitución de las naciones políticas hispanoamericanas, una legión de antropólogos, propagandistas y mercenarios, intoxicados de leyenda negra, trabajan para mantener encapsulados en la barbarie a los restos de aquel complejo mosaico en el que Cortés, quien deseó siempre regresar a aquellas tierras, introdujo el orden hispano.
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