Artículo publicado el 30 de noviembre de 2017 en Libertad Digital
El Oro de Díaz Yanes
Precedida
por una serie de desafortunadas declaraciones de algunos actores que nos recuerdan
el «escultor, trabaja y no hables» de Goethe, Oro, de Agustín Díaz Yanes, basada en un relato inédito de Pérez
Reverte, ha llegado finalmente a los cines. Ambientada en 1538, Oro narra el viaje de un grupo de
españoles en pos del mítico El Dorado que, convertidos en fugitivos, se
enfrentan a la selva y a los indígenas mientras son perseguidos. Con precedentes
cinematográficos fácilmente adivinables -Herzog, Saura-, no son pocas las críticas
recibidas por el episodio histórico escogido y por la incorporación de algunos
de los clásicos temas negrolegendarios –codicia, fanatismo religioso, Saco de
Roma- a una película que, no obstante, contiene valiosos destellos.
Dejando
al margen otras perspectivas críticas, Oro,
bajo su baño de sangre, más allá de la tensión sexual propiciada por la
magnética presencia de Doña Ana, ofrece aspectos a menudo soslayados en este
tipo de producciones. Se trata, en definitiva, de una película que no puede
reducirse a la pura recreación de la deriva de Aguirre, y que bebe,
lógicamente, de las crónicas españolas, de ahí que en determinados pasajes como
la raya hecha en el suelo por la espada de Gorriamendi, podamos entrever de
dónde proceden algunas de sus escenas. Del reparto destacan dos personajes que
encarnan dos perspectivas diferentes en relación al objetivo de la expedición. Mientras
el alférez Juan de Gorriamendi, encarnado por un Óscar Jaenada de piráticas
trazas, representa las formas más violentas, ligadas a su búsqueda exclusiva de
oro, el trujillano Martín Dávila, soldado del rey, desea conocer mundo,
alcanzar fama y fortuna, ideas muy presentes en la época, asumidas gracias a
los modelos reales de los conquistadores, principalmente el de Hernán Cortés, pero
también gracias a lecturas como el Tirante.
Una fama trascendente, consistente en buscar que las acciones protagonizadas en
vida tengan su eco en la eternidad.
El
grupo, bajo el común denominador español, ofrece una estructura basada en redes
regionales que, al margen de su posible lectura en clave actual, fue un factor
importante en la conquista de América. Es destacable el papel del sargento Bastaurrés,
soldado viejo de las guerras de Italia, custodio de los códigos de honor de la
soldadesca, aquellos que alcanzaban incluso la forma de morir ejecutado. En la
comitiva se integra también un fanatizado dominico que cruza la raya de la
rebelión y representa un lema, «Por el Imperio hacia Dios», a menudo enfrentado
con el que dirigió finalmente el despliegue político hispana: «Por Dios hacia
el Imperio», al que se acogieron aquellos hombres de cuyos cuellos pendían
cruces, y que pusieron los cimientos de las instituciones imperiales que
exceden los límites de la película.
Acompañando
a los hombres de la espada, la voz narrativa pertenece a un hombre de la pluma,
el licenciado Ulzama, escribano del rey que levanta acta de los hechos y
verifica la entrega del quinto real. Paralelamente a estas labores, recoge y
traduce el idioma del guía y lengua Mediamano,
tarea esta que permitió salvaguardar y elaborar muchas gramáticas de los idiomas
prehispánicos. Al igual que Dávila, el escribano ansía la fama al narrar la
epopeya de unos hombres de los cuales se burla la fortuna. Gracias a Ulzama, también
se añaden otros aspectos fundamentales del Imperio español: la explícita
búsqueda del mestizaje propiciada por una indígena que no es rechazada por el
hombre de letras cuyo rostro queda en suspenso al dejar atrás a la mujer con la
que ha yacido. Por otro lado, las luchas entre diferentes tribus, de las que
son testigos los españoles, distancian la obra del habitual relativismo
cultural que suele impregnar a este género.
Guiada
por un mapa en el que aparece El Dorado, la expedición, antes de enfrentarse a
los «salvajes de los tres pecados» –sodomía, idolatría y antropofagia-, y a los
indios flechadores, llegará a un poblado en el que mora una suerte de Gonzalo
Guerrero. Un español naturalizado al que da vida un Juan Diego de apariencia
contracultural, que en lo religioso vive acogido a un particular sincretismo
religioso, pero que conserva un símbolo político que marca el futuro de la
obra, un pendón imperial que entrega a un antiguo camarada, el aragonés
Bastaurrés.
La
acción, marcada por las numerosas muertes y las luchas intestinas por las que
transpira la ambición áurea, expone una realidad, recordemos la ofensiva de
Pánfilo de Narváez contra Cortés, o las rebeliones que causó la legislación que
limitó las encomiendas, tras la cual se abre paso la supervivencia de quien
busca el oro, pero también la gloria; de quien se mancha con la sangre, pero
también con la tinta: Martín Dávila, el mismo que impide que Gorriamendi dé
muerte a las mujeres y niños de un poblado, acción que niega la idea de
genocidio con la que a menudo se simplifica la expansión española en el
continente americano. El dorado espejismo final, acompañado de la decepción de
su único acompañante que, no obstante, habla, dando cuenta de su conocimiento
de la esfericidad de la Tierra, de China, su seda y sus perlas, evoca a Núñez
de Balboa. La escena con la que Díaz Yanes cierra su Oro, deja atrás las ambiciones de una expedición diezmada por
intereses individuales. Quien la protagoniza es Martín Dávila, vencedor sobre
la facción más codiciosa. Con su pica como mástil, el soldado del rey clava en
el océano el emblema imperial, tomando posesión de las aguas y las tierras que
estas bañan, incorporando al orbe hispano al que sería conocido como Lago
Español.
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