viernes, 1 de diciembre de 2017

El Oro de Díaz Yanes

Artículo publicado el 30 de noviembre de 2017 en Libertad Digital
El Oro de Díaz Yanes
Precedida por una serie de desafortunadas declaraciones de algunos actores que nos recuerdan el «escultor, trabaja y no hables» de Goethe, Oro, de Agustín Díaz Yanes, basada en un relato inédito de Pérez Reverte, ha llegado finalmente a los cines. Ambientada en 1538, Oro narra el viaje de un grupo de españoles en pos del mítico El Dorado que, convertidos en fugitivos, se enfrentan a la selva y a los indígenas mientras son perseguidos. Con precedentes cinematográficos fácilmente adivinables -Herzog, Saura-, no son pocas las críticas recibidas por el episodio histórico escogido y por la incorporación de algunos de los clásicos temas negrolegendarios –codicia, fanatismo religioso, Saco de Roma- a una película que, no obstante, contiene valiosos destellos.
Dejando al margen otras perspectivas críticas, Oro, bajo su baño de sangre, más allá de la tensión sexual propiciada por la magnética presencia de Doña Ana, ofrece aspectos a menudo soslayados en este tipo de producciones. Se trata, en definitiva, de una película que no puede reducirse a la pura recreación de la deriva de Aguirre, y que bebe, lógicamente, de las crónicas españolas, de ahí que en determinados pasajes como la raya hecha en el suelo por la espada de Gorriamendi, podamos entrever de dónde proceden algunas de sus escenas. Del reparto destacan dos personajes que encarnan dos perspectivas diferentes en relación al objetivo de la expedición. Mientras el alférez Juan de Gorriamendi, encarnado por un Óscar Jaenada de piráticas trazas, representa las formas más violentas, ligadas a su búsqueda exclusiva de oro, el trujillano Martín Dávila, soldado del rey, desea conocer mundo, alcanzar fama y fortuna, ideas muy presentes en la época, asumidas gracias a los modelos reales de los conquistadores, principalmente el de Hernán Cortés, pero también gracias a lecturas como el Tirante. Una fama trascendente, consistente en buscar que las acciones protagonizadas en vida tengan su eco en la eternidad.
El grupo, bajo el común denominador español, ofrece una estructura basada en redes regionales que, al margen de su posible lectura en clave actual, fue un factor importante en la conquista de América. Es destacable el papel del sargento Bastaurrés, soldado viejo de las guerras de Italia, custodio de los códigos de honor de la soldadesca, aquellos que alcanzaban incluso la forma de morir ejecutado. En la comitiva se integra también un fanatizado dominico que cruza la raya de la rebelión y representa un lema, «Por el Imperio hacia Dios», a menudo enfrentado con el que dirigió finalmente el despliegue político hispana: «Por Dios hacia el Imperio», al que se acogieron aquellos hombres de cuyos cuellos pendían cruces, y que pusieron los cimientos de las instituciones imperiales que exceden los límites de la película.
Acompañando a los hombres de la espada, la voz narrativa pertenece a un hombre de la pluma, el licenciado Ulzama, escribano del rey que levanta acta de los hechos y verifica la entrega del quinto real. Paralelamente a estas labores, recoge y traduce el idioma del guía y lengua Mediamano, tarea esta que permitió salvaguardar y elaborar muchas gramáticas de los idiomas prehispánicos. Al igual que Dávila, el escribano ansía la fama al narrar la epopeya de unos hombres de los cuales se burla la fortuna. Gracias a Ulzama, también se añaden otros aspectos fundamentales del Imperio español: la explícita búsqueda del mestizaje propiciada por una indígena que no es rechazada por el hombre de letras cuyo rostro queda en suspenso al dejar atrás a la mujer con la que ha yacido. Por otro lado, las luchas entre diferentes tribus, de las que son testigos los españoles, distancian la obra del habitual relativismo cultural que suele impregnar a este género.
Guiada por un mapa en el que aparece El Dorado, la expedición, antes de enfrentarse a los «salvajes de los tres pecados» –sodomía, idolatría y antropofagia-, y a los indios flechadores, llegará a un poblado en el que mora una suerte de Gonzalo Guerrero. Un español naturalizado al que da vida un Juan Diego de apariencia contracultural, que en lo religioso vive acogido a un particular sincretismo religioso, pero que conserva un símbolo político que marca el futuro de la obra, un pendón imperial que entrega a un antiguo camarada, el aragonés Bastaurrés.
La acción, marcada por las numerosas muertes y las luchas intestinas por las que transpira la ambición áurea, expone una realidad, recordemos la ofensiva de Pánfilo de Narváez contra Cortés, o las rebeliones que causó la legislación que limitó las encomiendas, tras la cual se abre paso la supervivencia de quien busca el oro, pero también la gloria; de quien se mancha con la sangre, pero también con la tinta: Martín Dávila, el mismo que impide que Gorriamendi dé muerte a las mujeres y niños de un poblado, acción que niega la idea de genocidio con la que a menudo se simplifica la expansión española en el continente americano. El dorado espejismo final, acompañado de la decepción de su único acompañante que, no obstante, habla, dando cuenta de su conocimiento de la esfericidad de la Tierra, de China, su seda y sus perlas, evoca a Núñez de Balboa. La escena con la que Díaz Yanes cierra su Oro, deja atrás las ambiciones de una expedición diezmada por intereses individuales. Quien la protagoniza es Martín Dávila, vencedor sobre la facción más codiciosa. Con su pica como mástil, el soldado del rey clava en el océano el emblema imperial, tomando posesión de las aguas y las tierras que estas bañan, incorporando al orbe hispano al que sería conocido como Lago Español.

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