Artículo publicado en El Asterisco el 7 de enero de 2018:
https://www.elasterisco.es/de-juan-a-carles/
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De
Juan a Carles, de Lisboa a Bruselas
Buscando
el calor de la facción más reaccionaria e hispanófoba de Flandes, Carles
Puigdemont atravesó la frontera de su nación, España, dejando atrás la
sedicente República Catalana. Al parecer, el prófugo de la justicia atravesó
los Pirineos escondido en el maletero de un coche y, una vez en suelo francés,
informó a sus compañeros de correrías golpistas de su iniciativa escapista. El
día 2 de noviembre, Oriol Junqueras, principal competidor en la pugna por
presidir la república en la que muchos catalanes anhelan convertir a la región
catalana, ingresaba, acompañado de varios compañeros de viaje, esta vez a bordo
de un furgón policial, en la prisión de Estremera.
Apenas
mes y medio más tarde, con el artículo 155 de la Constitución española
suavemente aplicado por el Gobierno, los catalanes volvieron a citarse con las
urnas, en este caso gracias a unas elecciones legales cuya celebración vino
impuesta, ya por cálculo electoral ya por el reverencial respeto que se tiene
en España por el separatismo, por Ciudadanos y PSOE. Como era previsible, el
resultado de los comicios volvió a mostrar la evidencia de una sociedad
escindida en dos bloques en los que ha perdido peso un Partido Popular que,
gobernando la nación, ha dejado desamparados a aquellos que defienden la
condición española de Cataluña; y una CUP cuyo cóctel anarquizante, verdoso y
feminista, comienza a resultar indigesto a muchos de sus impulsores.
En
este contexto, frente al gran éxito de Ciudadanos, el vencedor por el lado
independentista ha sido el huido Puigdemont, capaz de mantener la tensión de su
fanatizada grey desde Bruselas gracias a la colaboración de muchos medios de
comunicación, algunos financiados con dinero público, siempre dispuestos a dar
la palabra al huido. Sin embargo, una sombra se cierne sobre el político
gerundense: si acude al Parlamento de Cataluña para tomar posesión de su cargo,
será inmediatamente detenido, siendo más que probable su alojamiento en una
prisión.
Ante
tan complicado panorama, no han faltado los testimonios de muchos rigoristas
del catalanismo, favorables incluso a que Puigdemont presida la Generalidad
desde su palacete bruselense haciendo de la aparición en plasma, virtud. Tal
posibilidad nos ofrece un paralelismo histórico que nos conduce a otra figura
política que operó, en la medida de sus posibilidades y de las del contexto de
su época, desde fuera de España. Nos estamos refiriendo a Don Juan de Borbón,
Conde de Barcelona, que maniobró desde Portugal mientras consumía sus días
entre las brumas marinas y el cargado ambiente del Casino de Estoril. Rodeado
por una serie de cortesanos que se movían entre el servilismo y el posibilismo,
Don Juan, a quien no le fue permitido enrolarse en el bando franquista durante
la Guerra Civil, vio desde su exilio cómo sus opciones de reinar España se
marchitaban, contribuyendo incluso a ello cuando accedió, en agosto de 1948, a
que su hijo fuera educado en España bajo la tutela del Caudillo. Entre la finca
Las Jarillas y el donostiarra Palacio de Miramar, Don Juan Carlos, el rey que
ceñía la corona española durante la Transición española, recibió una cuidada
educación en España, mientras su padre, apodado a la malicia como Don Juan Tercero Izquierda por sus veleidosas relaciones con la socialdemocracia,
recibía diferentes embajadas cargadas de promesas de lealtad. Cuando aquel
hombretón quiso darse cuenta, su tiempo había pasado, y España, rediseñada bajo
los asimétricos patrones de las nacionalidades y regiones, estaba en manos de
una nueva generación de políticos demócratas y europeístas.
Genuino
producto de esa nueva España obsesionada con el hecho diferencial, Carles
Puigdemont fue ascendiendo laboral y políticamente desde su Amer natal gracias
a la tupida red clientelar tejida por la administración catalana nacida gracias
a la Constitución del 78 y al respaldo del Gobierno de turno. La prensa
subvencionada fue la plataforma desde la cual medró antes de incorporarse a las
filas un pujolismo que por entonces -cosas veredes- hacía del España nos roba su bandera. Refundada
bajo diversos nombres, la facción catalanista bajo cuyas estructuras se
institucionalizó el expolio del dinero público mientras se agitaban campañas de
odio a España, fue dejando cadáveres políticos, hasta que le llegó su turno a
Puigdemont, aupado a la presidencia catalana gracias al voto, siempre crítico, pero
favorable al catalanismo, de la CUP.
Máximo
representante del Estado en Cataluña, Puigdemont llegó más lejos que cualquiera
de sus antecesores en sus exhibiciones de hispanofobia, contribuyendo, gracias
a los enormes recursos regionales siempre al servicio de la causa, a dibujar
una horrible imagen de la nación, que las numerosas pseudoembajadas catalanas
repartidas por el mundo, se ocuparon de difundir internacionalmente. La
caricatura necesitaba también del establecimiento de nuevos paralelismos. Sin
en el imaginario catalanista, Franco, el mismo que industrializó Cataluña a
costa de la descapitalización humana de muchas comarcas castellanas, era el mal
absoluto, su impronta seguiría presente en una España convertida en la
inmutable e intolerante Francoland. Para completar la escena, hasta el propio
presidente español, Mariano Rajoy, es otro gallego que incluso ha mostrado
recientemente su insensibilidad, alborotando el gallinero galleguista que Fraga
delimitó y Núñez Feijoo alimenta, al cometer la osadía de tuitear «Sangenjo» en
un anodino mensaje escrito en español.
Así
las cosas, mientras los días corren en pos de la fecha señalada para constituir
gobierno en Cataluña, Puigdemont permanece en Bruselas, permitiéndose desahogos
tales como el de pedir al Presidente de España una entrevista en territorio
europeo, cita que recuerda el encuentro que Don Juan, depositario la
legitimidad monárquica, tuvo con Franco en el Azor. Necesitado de visibilidad mediática, experto en el manejo de
la propaganda, Carles espera su oportunidad, sabedor de que la España
constitucional nunca abandona a sus enemigos. Sin embargo, el paso de los días
puede servir para que las prietas filas del golpismo comiencen a acusar las
primeras tensiones y fisuras, y ante las evidentes limitaciones que tendría un
presidente ausente, no es descabellado pensar que surgirán o reaparecerán
personalidades que se postulen para llevar al catalanismo a la tierra prometida
de la independencia. En tal sentido, el tiempo corre en contra de un
expresidente que no podrá explotar indefinidamente su ficticia condición de
exiliado. De continuar en Flandes, la figura de Puigdemont, como en su día la
de Don Juan, puede pasar a un segundo plano hasta difuminarse, pues el olvido, como
advierte el tango, todo destruye.
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