Artículo publicado en Libertad Digital el viernes 22 de diciembre de 2017:
http://www.libertaddigital.com/opinion/ivan-velez/puigdemont-ante-los-pirineos-83999/
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Puigdemont
ante los Pirineos
A lo largo de la Historia, muchos
han sido los personajes que han alcanzado trascendencia tras franquear
determinados accidentes geográficos. Alejandro alcanzó su apoteosis tras cruzar
el Helesponto; Julio César sólo fue posible después de franquear el Rubicón y
Hernán Cortés fue mucho más que un rescatador de oro después de barrenar y
echar al través sus naves en la costa veracruzana. El paso del tiempo ha ido
añadiendo veladuras y un cierto halo de providencialismo a aquellos hombres hoy
ocultos tras su propio mito. Siglos más tarde, trocadas las lanzas por las
papeletas, convertidos los lazos amarillos en textiles escudos frente a las
porras policiales españolas, un hombre liga su futuro, y al parecer el de su
pueblo –un sol poble- a los Pirineos. Su apellido atesora incluso fragosos
ecos: Puigdemont.
Huido a Bélgica cuando la
maquinaria judicial comenzó operar y a encarcelar a algunos de sus compañeros
de sedicioso viaje, Carles Puigdemont ha asistido desde Bruselas a su victoria
sobre el piadoso recluso que atiende al nombre de Oriol Junqueras. Los números
cantan y es evidente que el bloque separatista supera con creces al patriótico,
y es en ese contexto en el cual el de Amer, presentado ante su fanatizada parroquia
como un exiliado en lugar de como un huido, aparece como el posible nuevo presidente
de la Generalidad. Con el zigzag pirenaico recortado sobre su horizonte
político, Puigdemont habrá de decidir si atraviesa la cordillera para tomar
posesión de su posible cargo, decisión que llevaría ligada su más que probable
internamiento en un centro penitenciario. Superada la resaca electoral,
comienza el juego partitocrático, y si para muchos viajeros impertinentes
África comenzaba en los Pirineos, para el cabeza de lista de Juntos por
Cataluña, la sedicente república catalana espera tras la cadena montañosa.
Arropado por unos flamencos
alejados mil leguas del flamenquismo que tanto nutrió las fobias del
catalanismo auroral, comparte Puigdemont con muchos de sus enemigos políticos la
fascinación por Europa, terreno en el cual ha intentado, acogiéndose a la vieja
melodía vascongada, «internacionalizar el conflicto». Al cabo, orteguianos
todos, la amplia mayoría de los españoles que acceden a los escaños comparte un
mismo credo: España es el problema y Europa la solución. Una Europa sublime reestructurada
en el tiempo de silencio de la Guerra Fría, en la que el ex presidente ha
intentado, sin éxito por el momento, encontrar cómplices para su proceso de
mutilación de la nación española. La misma que acogió a un heterogéneo grupo de
españoles que sentaron, sépalo o no el fugado y sus correligionarios, muchas de
las bases ideológicas en las que se apoyan los catalanistas de hogaño,
inhabilitados para continuar por la senda de la frenología tras la caída del
nazismo. Fue precisamente en el mismo año en el que Carles vio sus primeras
luces, 1962, con un franquismo bendecido por Eisenhower y renovado por el Plan
de Estabilización, cuando la España franquista solicitó su entrada en el club
europeo, por aquel entonces llamado Comunidad Económica Europea. La vitola
anticomunista operaba a favor del ingreso, mas el déficit democrático, tan
señalado por el socialista Birkelbach, frenaba la incorporación al Mercado
Común capitalista que se alzaba, tras beneficiarse de los efectos del Plan
Marshall, ante el gigante soviético. En tal contexto, ciertos grupos distanciados
o abiertamente hostiles a la línea oficial del régimen, llamaron la atención de
unos Estados Unidos, que trataban de darle a la vieja y reconstruida Europa una
estructura federal. Como mascarón de proa política del grupo figuraba un hombre
llamado Dionisio Ridruejo, cuya vieja camisa azul ya se había desteñido entre
la decepción por el desarrollo del Régimen y la aparición de una nueva pasión
socialdemócrata.
El lugar donde debía cristalizar
esta vía alternativa, a la cual fueron convocados democristianos, liberales,
republicanos, socialistas y nacionalistas fragmentarios, fue Múnich. Sin
embargo, el contestatario Ridruejo se hallaba privado de pasaporte, y no podía
abandonar España. Semejante obstáculo legal no frenó al antiguo miembro de la
División Azul, que decidió cruzar los Pirineos en el sentido opuesto al que
ahora se plantea Puigdemont. Así las cosas, el vate soriano, acompañado por
Fernando Baeza y José Suárez Carreño, pasó por Barcelona, donde le esperaba
Antonio de Senillosa. Desde la ciudad condal, en una ruta parecida a la
recorrida por Puigdemont, pasó por Gerona hasta llegar a las faldas de la
cordillera. Una vez allí, con la ayuda de un guía conocedor de las sendas del
contrabando, franqueó los pasos de montaña que conducen a Francia. Obligado por
el esfuerzo, el frágil corazón de Ridruejo sintió la punzada de una angina de
pecho cuyos efectos a largo plazo, unidos a la longevidad de Franco, bloquearon
la posibilidad de acceder al poder aupado en una serie de plataformas
socialdemócratas convenientemente dolarizadas. Superada la crisis cardiaca, el
opusino Pepín Vidal Beneyto llevó a Ridruejo en su coche hasta Estrasburgo.
Desde allí, y gracias a otro contrabandista, entraron en la Alemania
Occidental, donde se celebraba el IV Congreso
del Movimiento Europeo, rebautizado por el régimen franquista como el
Contubernio de Múnich. La efectista entrada de Ridruejo en los salones en los
que se celebraba el Congreso, auspiciado por los Estados Unidos y organizado
por los ex trotskistas Julián Gorkin y Enrique Adroher, Gironella, provocó una estruendosa ovación. El Contubernio tenía
también una dimensión belga, sustanciada en la «Declaración del Consejo Belga
del Movimiento Europeo sobre la necesidad y la urgencia de la creación de
instituciones políticas comunitarias europeas». El Consejo, creado en febrero de 1949, buscaba la
libre circulación de ciudadanos, mercancías, servicios y capitales, bajo el
manto protector de la democracia. Su objetivo era claro, literalmente se
buscaba «la instauración de una Federación democrática europea dotada de todas
las instituciones legislativas, ejecutivas y judiciales». La estructura prevista debía ser la
de una «verdadera federación, respetuosa con la persona humana, la originalidad
de las colectividades locales y de la individualidad de cada nación,
comportando un Gobierno Europeo, un Consejo de Estados, una Asamblea elegida
por sufragio universal, un Consejo Económico y Social y una Corte de Justicia».
Todo ello exigía sacrificios: «ciertas transferencias de soberanía».
La euforia congresual pronto se
topó con la obstinada realidad. Muchos de los participantes sufrieron el
confinamiento o la pérdida de sus puestos de trabajo, al no existir caja de
resistencia que paliara tales daños. El ex falangista Ridruejo permaneció en un
tiempo en el exilio parisino desde el que pudo mantener el nexo norteamericano
antes de regresar a España y fundar una serie de organizaciones socialistas
atravesadas por el mismo federalismo que inhaló en Múnich y que sigue
aureolando a los principales partidos españoles autodefinidos como «de
izquierdas».
El catalanismo también salió
reforzado de Múnich, y estableció una sólida y duradera alianza con el resto de
fuerzas antifranquistas, dando como resultado más visible la implantación en
España de un Estado Autonómico obsesionado con la exacerbación de las
diferencias regionales. En ese caldo de cultivo es donde creció Puigdemont,
guardián de las esencias indigenistas de Cataluña, quien, aupado por el plasma
belga, se ha impuesto al sentimental Junqueras, incapaz de rentabilizar su
suave martirologio carcelario. Desde Bruselas, Carles contempla los Pirineos abrumado
por un dilema hamletiano.
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