Artículo publicado el 2 de agosto de 2018 en Libertad Digital:
https://www.clublibertaddigital.com/ideas/historia-espana/2018-08-02/ivan-velez-la-malinche-y-la-imposibilidad-de-una-traicion-85723/
https://www.clublibertaddigital.com/ideas/historia-espana/2018-08-02/ivan-velez-la-malinche-y-la-imposibilidad-de-una-traicion-85723/
La
Malinche y la imposibilidad de una traición
Era doncella
apuesta, grave, hermosa,
nació en
Biluta, de Jalisco aldea,
y en una
alteración escandalosa
fue hurtada
de cierta gente rea.
Era de sangre
clara, generosa,
dada a Cortés
por alta y gran presea,
la cual (del
agua santa ya lavada)
Marina de
Biluta fue llamada.
Los versos reproducidos se deben al poeta
Gabriel Lobo Lasso de la Vega (1555-1614), y forman parte de La Mexicana (1588), obra dedicada a
Fernando Cortés Ramírez de Arellano, III Marqués del Valle, que probablemente
actuó como mecenas del bardo madrileño. En el poema, que cantaba las glorias de
Hernán Cortés, se dan unas ligeras pinceladas sobre el pasado de doña Marina,
así nombrada tras recibir las aguas bautismales. Cuando se publicó La Mexicana, la presencia de aquella
mujer era común a numerosas obras, tanto indígenas como españolas. Su figura
aparece en el Códice del Aperreamiento,
representada con un rosario en sus manos del que cuelga una cruz; en el Lienzo de Chontalcoatlán, en el que
acompaña a Cortés sentado sobre una silla de tijera; o en el célebre Lienzo de Tlaxcala, en el cual la señora
aparece constantemente al lado del de Medellín, actuando como traductora o
lengua.
Por su parte, las primeras crónicas
elaboradas por los españoles le prestan diferentes grados de atención. Si
Cortés apenas la alude en sus Cartas de
Relación dirigidas a Carlos I, Francisco López de Gómara señaló su
condición de cautiva, y cómo fue entregada a los españoles por el señor de Tabasco dentro de un grupo de
mujeres que debían cocinar y servir a los barbudos. De entre los narradores de
la conquista del Imperio mexica, Bernal Díaz del Castillo fue quien más destacó
las dotes de aquella extraordinaria mujer, de la que es obligado esbozar algún
apunte biográfico. Su aparición se produjo después de una serie de escaramuzas
con los indios champotones, derrotados finalmente en la batalla de Centla. En
ella resultó decisiva la caballería. Fue también Bernal quien dejó escrito que
los indios creían pelear contra una suerte de centauros que, unidos a la
artillería, causaron estragos entre las filas de los guerreros mayas, apenas
protegidos por sus corazas de algodón acolchado. Como en otras ocasiones, los
relatos elaborados posteriormente incluyeron la ayuda divina. Juan Ginés de
Sepúlveda, citando a Cortés, afirmó que en Centla «apareció mucho antes de la
llegada de nuestros jinetes un caballero de porte sobrehumano que sobre un
caballo blanco luchaba con los enemigos», mientras que Francisco Cervantes de
Salazar escribió: «lo que se averiguó por muy cierto fue no haber sido hombre
humano ni alguno de los de la compañía; de adonde consta claramente cómo Dios
favorescía esta jornada». La inclusión de la imagen de Santiago sobre su corcel
establece un evidente paralelismo. En España, la iconografía del apóstol
Santiago iba ligada a la leyenda de su milagrosa intervención en la Batalla de
Clavijo, que permitió acabar con el tributo de las cien doncellas. Ahora, en la
nueva tierra, poblada también por infieles, Santiago Matamoros, a quien Cervantes llamó «caballero andante de Dios», se
transformaba en Santiago Mataindios.
Alcanzada
la victoria, se celebró una misa a la que siguió la procesión del Domingo de
Ramos, tras la cual los españoles recibieron a aquellas mujeres entre las que
se hallaba una de la cual se ignora su nombre original. Nacida cerca de
Coatzacoalcos, la joven pertenecía a un distinguido linaje, condición que no impidió
que siendo niña fuera vendida como esclava a los mercaderes mexicas. Es posible
que fuera conducida por vías fluviales hasta la ciudad costera de Xicallanco.
Allí fue comprada por los mayas de Potonchan, ciudad a la que los españoles
llamaron Santa María de la Victoria. La muchacha hablaba maya, pero también
náhuatl, conocimientos que le permitieron entenderse con Jerónimo de Aguilar,
conocedor del maya y del español. Así, a través de una doble traducción, Cortés
pudo comunicarse con los naturales. Una vez bautizada junto a sus compañeras,
la joven, que recibió el nombre de Marina, fue entregada inicialmente a Alonso Hernández Portocarrero,
primo hermano del conde de Medellín, pasando luego a ser amante de don Hernando,
a quien doy un hijo, Martín Cortés, muy
querido por su padre, que le procuró el hábito de Santiago. Pronto, su
inteligencia le permitió aprender los rudimentos del español, desplazando a
Aguilar en las tareas de traducción, pero también en las de consejera, y
poniendo al servicio de sus protectores su fina intuición y su conocimiento de
la realidad del Anáhuac.
A
ella, según Bernal, se atribuye la alerta que produjo la matanza de la ciudad
sagrada de Cholula:
«Y
una india vieja, mujer de un cacique, como sabía el concierto y trama que
tenían ordenado, vino secretamente a doña Marina, nuestra lengua. Como la vio
moza y de buen parecer y rica, le dijo y aconsejó que se fuese con ella a su
casa, si quería escapar la vida, porque ciertamente aquella noche o otro día
nos habían de matar a todos, porque ya estaba así mandado y concertado por el
gran Montezuma, para que entre los de aquella cibdad y los mexicanos se
juntasen y no quedase ninguno de nosotros a vida, o nos llevasen atados a
México». (Bernal Díaz del Castillo, Historia
verdadera de la conquista de Nueva España, cap. LXXXIII).
Después de jugar un importante papel
en la conquista, doña Marina fue dada por Cortés a Juan Jaramillo, junto al que
terminó sus días. Sin embargo, el fin de su vida no supuso el final de su
existencia como personaje de numerosas obras escritas a ambos lados del
Atlántico. Obras históricas, pero también dramáticas, como el Cortés
triunfante en Tlascala (1768), debido a Agustín Cordero, que se representó
con éxito en la capital novohispana.
Como le ocurriera a Cortés, la imagen de doña Marina
comenzó a erosionarse en México durante el siglo XIX. La nueva nación política
hispana procedió a reelaborar su historia, y en su afán por erradicar su pasado
virreinal y ligarse a los tiempos prehispánicos, trazó un retrato en el que
aquella mujer aparecía como traidora a la nación mexicana. A partir de entonces, el personaje de doña
Marina dio un giro. Ignacio Ramírez (1818-1879), El Nigromante, en su obra La Noche Triste (1876), hizo que Cuitláhuac se enamorara de
ella, sirviendo de objeto de discordia entre México y España. Otros, como
Alfredo Chavero (1841-1906), autor de Xóchitl (1877), la utilizaron para
armar un triángulo amoroso formado por Cortés, ella misma, y Xóchitl, hermana
de Cuauhtémoc. El dramaturgo nos la presentó como una mujer celosa que conduce
a su rival al suicidio, amenaza con matar a su hijo, e incluso confiesa haber
tomado la espada de Cortés para matar a Moctezuma y a sus hijas durante la Noche
Triste, crímenes que el autor da por hechos. Una mujer vengativa que sabe que,
por su ciega pasión hacia el conquistador, ha traicionado a su patria. Una Malinche,
en definitiva, que ofrece todos los atributos de ese arraigado y peyorativo malinchismo
al que dio nombre.
En efecto, doña Marina, la Malinche,
ha servido para acuñar un término incorporado al Diccionario de la Real
Academia: «Actitud de quien muestra apego
a lo extranjero con menosprecio de lo propio». Popularmente convertida en la
gran traidora de México, un análisis más equilibrado y ajustado a la realidad
histórica en la que se desenvolvió, nos devuelve la imagen de una mujer cuya
labor fue decisiva en la conquista de un Imperio que supuso el paso previo a la
implantación del Virreinato de la Nueva España, estructura sobre la cual se
asientan los actuales Estados Unidos Mexicanos. La niña esclavizada, la amante
de Cortés, tal es nuestra tesis, no pudo traicionar a una nación que,
simplemente, no existía, pues lo que los españoles encontraron después de la
batalla de Centla, fue un mosaico de sociedades, en absoluto armónicas, que no
constituían totalidad política alguna contra la que poder atentar. México, en
suma, no es la restauración del Imperio mexica, por más que la sinécdoque lo
insinúe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario