Artículo publicado en Libertad Digital el 26 de agosto de 2018:
Viaje a España, el orientalismo a bajo coste de Teófilo Gautier
En los inicios de los años 60, Manuel
Fraga Iribarne, Ministro de Información y Turismo, lanzó el célebre lema «Spain
is different!», que venía a dar continuidad a una campaña anterior, lanzada
durante la posguerra, bajo el escueto rótulo, «Visit Spain». Las dos
iniciativas, encaminadas a recibir turistas y divisas, dan buena cuenta de
hasta qué punto, una vez eclipsada Alemania, el régimen franquista se tiñó de una
anglofilia, o por mejor decir, de un atlantismo, que quedó sellado a principios,
a través de diversos acuerdos, de la década de los 50. Apoyadas en la
cartelística, disciplina que en España contaba con una gran tradición, las
campañas explotaron los viejos tópicos iconográficos españoles, si bien, la
segunda de ellas añadió sol y playas a las ya habituales estampas de toreros y
vírgenes. El imaginario que quedó atrapado en el papel publicitario no era en
absoluto novedoso, pues durante el siglo anterior, España recibió un verdadero
aluvión de viajeros, llamados impertinentes, que, aureolados de romanticismo,
contribuyeron a consolidar la imagen de una nación excepcional por exótica.
Tanto como para que a Juan Valera le llegaran a preguntar si en España se
cazaban leones.
Uno de los que más contribuyeron a la
consolidación de estos tópicos, fue el francés Teófilo Gautier (1811-1872) que,
acompañado de un daguerrotipo, llegó a España en calidad de corresponsal
periodístico. Fruto de aquel viaje fue su libro Viaje a España (París 1843), que se publicó por primera vez bajo el
título Tras los montes, en clara
alusión a unos Pirineos a menudo vistos como el límite que separa a la
civilizada Europa de una España bárbara y atrasada, integrada en África. A esta
obra, a la que debe el literato francés su fama, siguieron otras inspiradas en
sus seis meses de estancia en España. En efecto, en 1845 publicó el poemario España, al que ha de añadirse una novela
breve titulada Melitone, y vertida al
español como Los amores de un torero.
Traducido por el krausista Enrique
Mesa, Viaje a España se editó por
primera vez en Madrid en 1920, convirtiéndose en un texto que ha gozado del
interés de numerosos lectores y de plumas como las de Azorín o Vázquez Montalbán. Hace dos décadas, en 1998, Jesús
Cantera Ortiz de Urbina hizo una nueva traducción para Cátedra, de la cual nos
hemos servido para realizar este breve comentario sobre un libro convertido en
un clásico de su género.
Lo primero que llama la atención del relato
de Gautier es el abismo sobre el que se alza el puente del Bidasoa. Una
fractura tan sólo visible para unos ojos tan condicionados como los de nuestro
autor. Los dos mundos sobre los que vuela el puente no pueden ser más
distintos. En el lado francés, el puesto fronterizo lo ocupa un gendarme grave,
honesto y serio; en el otro extremo se sitúa un soldado español «saboreando en
la hierba verde los encantos y dulzuras del descanso con una beatífica
indolencia». Tras él se halla la vida española, que se hace plenamente
reconocible en Irún, donde, para disgusto de los cultivadores de las
ensoñaciones racistas aranianas, nos dice Gautier que «todo está blanqueado a
la cal según el gusto árabe».
El resto de la
narración de lo vivido en la España que ha dejado atrás la Guerra de la
Independencia, y que se recupera de la Primera Guerra Carlista, ofrece la
imagen de un país en el que conviven reliquias de un pasado glorioso, con
escenas de un pintoresquismo teatral y a menudo forzado. Y es que, como hemos
visto, aunque Gautier percibe rasgos orientalizantes desde el mismo momento en
que sus curiosos pies pisan el suelo español, toda su obsesión es alcanzar
Andalucía, lugar donde se custodian las esencias de una verdadera y floreciente
España oculta bajo veladuras imperiales, las arrojadas por figuras como «el
triste hijo de Carlos Quinto», el sombrío Felipe II, «rey nacido para ser gran
inquisidor», impulsor de una «lúgubre fantasía»: El Escorial. El anhelo de
encontrar los rasgos de la España mora es el que espolea a Gautier a cruzar
Castilla, haciendo escala en unas posadas de las que da una versión más
favorable que la de otros viajeros coetáneos, no sin antes acercarse a visitar la
tumba del Cid, antes de llegar a la ciudad de Madrid rodeada de un paisaje
desolador. Ya en la capital, por la que deambulan aguadores gallegos y
buscavidas de toda condición, urge asistir a una corrida de toros. Los dos días
que faltan para su celebración consumen de impaciencia al narrador. El
espectáculo, amenazado por la civilización, resulta excitante desde antes de su
inicio. La calle de Alcalá está repleta de bestias, manolas y toda suerte de
personajes. Gautier confiesa sentirse dentro de «una especie de deslumbramiento
vertiginoso» al ocupar su asiento en lo que no duda en calificar como «circo».
A partir de ahí, por el relato cruza la presencia majestuosa de los ocho toros
que embisten con fiereza y descosen a cornadas a los caballos, catorce de ellos
muertos sobre el ruedo. En las gradas centellean las miradas de las mujeres madrileñas,
que «son muy monas, de bonito tipo, el pie delgado, el busto echado hacia
atrás, el pecho de un contorno un tanto exuberante». El tipo español, afirma
Gautier, «no existe en España». Sin embargo, estos desajustes que se le aparecen
a nuestro escritor, pueden ser enmendados, como de hecho le ocurrirá en
Sevilla, donde halla a hembra que no ha encontrado en Madrid: «Cuando una mujer
española, casada o soltera pasa junto a vosotros, baja lentamente sus párpados,
y al instante los levanta de repente, os lanza de frente una mirada de un
esplendor incontenible, hace una especie de guiño y vuelve a bajar las
pestañas». Gautier, como Picasso, no busca, encuentra, y todo lo que espera
hallar está en el sur.
Si al atravesar la línea fluvial del
Bidasoa accede a otra atmósfera, Sierra Morena permite a nuestro hombre entrar
en la España ajustada al canon exótico con el que llegó desde Francia. A pesar
de que Gautier es capaz de afirmar, anticipándose de algún modo a Azaña, que «ya
no existe la España católica. La Península ya se ha hecho a las ideas
volterianas y liberales acerca del feudalismo, la inquisición y el fanatismo»,
no decae en su empeño en encontrar lo que viene a buscar. Aquello que hay al
sur de Despeñaperros
«El Puerto de los Perros es así llamado porque fue por allí por donde los
moros vencidos salieron de Andalucía, llevándose consigo la felicidad y la
civilización de España. España, que está en relación con África como Grecia lo
está con Asia, no está hecha para las costumbres europeas. El genio de Oriente
penetra bajo todas las formas, y es tal vez de lamentar que no haya seguido
siendo mora o mahometana».
Como era de prever, la España oriental,
cuyos destellos ya se habían hecho visibles en la otra orilla del Bidasoa, está
tras esas otras montañas, en Andalucía, donde sus ojos seleccionan todo aquello
que hace de España diferente. Es allí donde Gautier deja volar su imaginación,
borrando de su vista todo aquello que puede deformar su idealizada visión. En
ella se recrea antes de abandonar España a bordo de un barco que, tras hacer escala
en Cartagena, Valencia y Barcelona, le devolvió a su Francia natal. El final de
la obra no puede ser más acertado: «El sueño había acabado».
1 comentario:
Estimado Sr. Vélez:
Corre libremente la especie de que a los viajeros románticos del pelo de Gautier les fascinaba todo aquello que entonces tenía España. Esto, siendo verdad, también es mentira, o, por matizarlo, no fue del todo así. Si bien los ilustrados que se adentraban en España (ya fueran aquellos párrocos ingleses visitando el Norte que menciona I. Noriega, o los Gautier afrancesados que tanto abundaron) apreciaban el retraso material del país por lo que les ofrecía de una relativa rusticidad, comparada con la modernidad irrefrenable de sus lugares de origen, tanto como el (para ellos) abismo espiritual y racional del rústico español (complemento necesario para la imagen agrícola que busca el turista), no es menos cierto que no pocos de ellos desesperaban a causa de dicho atraso, en particular del material, cuando este ejercía su empecinado oficio.
No son muchas las ocasiones en las que el tono de la queja se hace patente en las descripciones que sus libros nos ofrecen, ni tampoco es esta casilla de comentarios sitio en el que abundar, así que baste este párrafo de Gautier para dejar el regusto de otros tantos, de hartazgo educado expresado con santa resignación. Sobre su alcance hemos dejado constancia en otro sitio, así que baste ahora con citarlo:
“Algunas cruces de mal agüero, que tienden aquí y allá sus brazos desnudos; algunos campanarios, que indican un pueblo lejano, tal o cual arroyo seco atravesado por un puente de piedra, son los únicos accidentes que se ofrecen. De vez en cuando se encuentra un labriego, que marcha en su mula con la carabina al lado; a un muchacho, que arrea a dos o tres burros cargados con cántaros o sacos de pan; a algunas pobres mujeres escuálidas y requemadas por el sol, que llevan medio arrastras a un chiquillo de aire salvaje”.
Y sin más que dejar constancia le saluda cordialmente,
José Antonio Martínez Climent
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