Libertad Digital 5 de marzo de 2019:
https://www.libertaddigital.com/cultura/historia/2019-04-06/ivan-velez-hechuras-de-hernan-cortes-87581/
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Hechuras de Hernán
Cortés
Al pie de las escaleras del Hospital de
Jesús que el de Medellín mandó construir, se conserva el busto de Hernán Cortés,
esculpido por Manuel Tolsá a finales del XVII. Se trata de una pieza en bronce
dorado a fuego en la que el conquistador, dotado de rasgos clásicos, eleva al
cielo su mirada. Siglos antes, en 1529, el acuarelista alemán Christoph Weiditz,
que conoció en persona a don Hernando, incluyó su enlutado retrato en El libro de los trajes junto al siguiente rótulo: «Don Ferdinando
Cordesyus, 1529, a la edad de cuarenta y dos años; él conquistó después todas
las Indias para Su Majestad Imperial Carlos Quinto». Weiditz también dejó también
anotada esta descripción:
La frente alta, pero estrecha, hundida en las sienes, el pelo castaño
oscuro con reflejos claros, lacio, espeso, cayendo en melena cuidada, con las
puntas vueltas hacia adentro. La boca carnosa, muy marcada, la mirada triste y
lejana, los ojos hinchados, con el párpado enrojecido, como evocando un águila
fiera, la nariz fina, pero muy aguileña, una cicatriz en la mejilla derecha, un
mentón poco fuerte, disimulado por una barba nazarena, el cuerpo enjuto.
Entre el pigmento acuoso y el metal oscila
la imagen de Hernán Cortés, cuya figura adoptó perfiles míticos con el paso del tiempo.
Al cabo, ya en vida fue comparado con Julio César, Alejandro y otros héroes de
la Antigüedad.
No resulta fácil reconstruir la apariencia
de Cortés, pues las descripciones de la época a menudo ajustaban ciertos rasgos
físicos con determinadas virtudes. La fisiognomía imponía sus dictados.
Recuerde el lector de qué modo Cervantes resalta el hecho de que Maritornes era
chata, rasgo asociado a las mujeres de vida licenciosa. Hábil manejador de la
pluma, Cortés dejó pocos datos de sí. Su esfera más íntima se halla en las
cartas que envió a su primo el licenciado Francisco Núñez, procurador en la
Chancillería de Valladolid y relator en el Consejo Real. En ellas se definió como
«algo colérico» y habló de los embarazos de su esposa Juana, de la pérdida de los
hijos a los que «Dios quiso para sí» y de la muerte de su madre, Catalina
Pizarro. Destaca también su preocupación por Martín, el hijo mestizo que tuvo
con doña Marina. Poco sabemos por ellas de su aspecto.
El mejor retrato de Cortés, tanto en el plano
físico como en el psicológico, se lo debemos a sus coetáneos. Francisco López de
Gómara, que debió conocerle a finales de 1528 o comienzos del año siguiente en
Toledo, fue autor de La historia de la conquista de México, libro que sirvió como fuente para multitud de obras posteriores.
En él encontramos un capítulo titulado «Condición de Cortés»:
Era Fernando Cortés de buena estatura, rehecho y de
gran pecho; el color ceniciento, la barba clara, el cabello largo. Tenía gran
fuerza, mucho ánimo, destreza en las armas. Fue travieso cuando muchacho, y
cuando hombre fue asentado; y así, tuvo en la guerra buen lugar, y en la paz
también. Fue alcalde de Santiago de Barucoa, que era y es la mayor honra de la
ciudad entre vecinos. Allí cobró reputación para lo que después fue. Fue muy
dado a mujeres, y diose siempre. Lo mismo hizo al juego, y jugaba a los dados a
maravilla bien y alegremente. Fue muy gran comedor, y templado en el beber,
teniendo abundancia. Sufría mucho la hambre con necesidad, según lo mostró en
el camino de Higueras y en la mar que llamó de su nombre. Era recio porfiando,
y así tuvo más pleitos que convenía a su estado. Gastaba liberalísimamente en
la guerra, en mujeres, por amigos y en antojos, mostrando escasez en algunas
cosas, por donde le llamaban rico de avenida. Vestía más pulido que rico, y así
era hombre limpísimo. Deleitábase de tener mucha casa y familia, mucha plata de
servicio y de respeto. Tratábase como señor, y con tanta gravedad y cordura,
que no daba pesadumbre ni parecía nuevo. Cuentan que le dijeron, siendo
muchacho, cómo había de ganar muchas tierras y ser grandísimo señor. Era celoso
en su casa, siendo atrevido en las ajenas; condición de putañeros. Era devoto,
rezador, y sabía muchas oraciones y salmos de coro; grandísimo limosnero; y
así, encargó mucho a su hijo, cuando se moría, la limosna.
Como reacción al libro de Gómara, Bernal Díaz del
Castillo, cuyo padre, Francisco, compartió concejo con Garci Rodríguez de
Montalvo, editor del Amadís, escribió su Historia
verdadera de la conquista de Nueva España.
En ella aparece un minucioso retrato de don Hernando:
Fue de buena estatura e cuerpo, e
bien proporcionado e membrudo, e la color de la cara tiraba algo a cenicienta,
e no muy alegre; e si tuviera el rostro más largo, mejor le paresciera; y era
en los ojos en el mirar algo amorosos, e por otra parte graves. Las barbas
tenía algo prietas e pocas e ralas, e el cabello, que en aquel tiempo se usaba,
de la misma manera que las barbas. E tenía el pecho alto y la espalda de buena
manera, e era cenceño e de poca barriga y algo estevado, e las piernas e manos
bien sacadas. E era buen jinete e diestro de todas armas, ansí a pie como a
caballo, e sabía muy bien menearlas; e, sobre todo, corazón y ánimo, que es lo
que hace al caso. Oí decir que cuando mancebo en la isla Española fue algo
travieso sobre mujeres e que se acochilló algunas veces con hombres esforzados
e diestros, e siempre salió con vitoria. E tenía una señal de cuchillada cerca
de un bezo de abajo, que si miraban bien en ello, se le parecía, mas cubríaselo
las barbas, la cual señal le dieron cuando andaba en aquellas cuistiones.
En todo lo que mostraba, ansí en su
presencia y meneos como en pláticas e conversación, e en comer e en el vestir,
en todo daba señales de gran señor. Los vestidos que se ponía eran según el
tiempo e usanza, e no se le daba nada de traer muchas sedas ni damascos ni
rasos, sino llanamente y muy polido […]
Servíase ricamente, como gran señor,
con dos maestresalas e mayordomos e muchos pajes, e todo el servicio de su casa
muy complido, e grandes vajillas de plata y de oro. Comía bien e bebía una
buena taza de vino aguado que cabría un cuartillo, e también cenaba; e no era
nada regalado ni se le daba nada por comer manjares delicados ni costosos,
salvo cuando vía que había necesidad que se gastase o los hobiese menester. Era
de muy afable condición con todos nuestros capitanes e compañeros, en especial
con los que pasamos con él de la isla de Cuba la primera vez. Y era latino, e
oí decir que era bachiller en leyes, y cuando hablaba con letrados e hombres
latinos, respondía a lo que le decían en latín. Era algo poeta: hacía coplas en
metros e en glosas, e en lo que platicaba lo decía muy apacible y con muy buena
retórica; e rezaba por las mañanas en unas horas, e oía misa con devoción.
Tenía por su muy abogada a la Virgen
María, nuestra señora, la cual todos los fieles cristianos la debemos tener por
nuestra intercesora e abogada; e también tenía a señor San Pedro, a Santiago e
a señor San Juan Bautista; e era limosnero. Cuando juraba decía: «En mi
conciencia»; e cuando se enojaba con algún soldado de los nuestros, sus amigos,
le decía: «¡Oh, mal pese a vos!»; e cuando estaba muy enojado se le hinchaba
una vena de la garganta e otra de la frente; e aun algunas veces, de muy
enojado, arrojaba un lamento al cielo; e no decía palabra fea ni injuriosa a
ningún capitán ni soldado. Y era muy sofrido, porque soldados hobo muy
desconsiderados que decían palabras muy descomedidas, e no les respndía cosa
muy sobrada ni mala; y aunque había materia para ello, lo más que les decía:
«Callá e oíd»; o «Id con Dios, y de aquí adelante tené más miramiento en lo que
dijéredes, porque os castigaré por ello».
Así fue Cortés durante siglos. Sin
embargo, su figura, ya oscurecida durante el siglo XIX en el que se trató de
poner entre paréntesis la impronta española a la que él tanto contribuyó, comenzó
a deformarse definitivamente gracias a Diego Rivera, principal figura del
muralismo mexicano que, tras dotar a sus pinceles de un cromatismo
negrolegendario, dejó sobre las paredes del Palacio Nacional la imagen de un conquistador disminuido que hoy constituye el retrato canónico de
aquellos que aplaudieron las epístolas de Andrés Manuel López Obrador.
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