Diplomacia. Siglo XXI, abril 2019, pp. 20-24.
Rivalidad geopolítica y oposición portuguesa
«Flacos como jamás hombres estuvieron».
Con estas palabras describió Juan Sebastián Elcano el estado de los diecisiete
hombres que, junto a él, descendieron de la nao Victoria el 6 de septiembre de 1522 en Sanlúcar de Barrameda. Hace
exactamente un siglo, el guipuzcoano Elías Salaverría plasmó sobre el lienzo
las miradas perdidas de aquellos marineros que, ya en Sevilla, iluminados por
la temblorosa luz de unos velones, dejaron atrás las tablas del barco y se
dirigieron descalzos hacia la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria, en
acción de gracias, después de haber «dado la vuelta a toda la redondeza del
mundo». La expresión corresponde de nuevo a Elcano. Como ocurriera en 1919, el
año que ahora comienza ofrece la posibilidad de conmemorar una fecha redonda:
los quinientos años desde que cinco naves bajaran por el Guadalquivir para
comenzar un viaje histórico. Tres años después de la botadura fluvial, el espectral
conjunto de hombres aludido regresó a España después de circunnavegar la
Tierra.
En el contexto de tan importante
aniversario se ha desatado una pequeña tormenta, tan académica como
diplomática, al saberse que Portugal ha tratado de obtener, por parte de la
UNESCO, el reconocimiento de la Ruta Magallanes como Patrimonio de la Humanidad.
La iniciativa, en marcha desde hace años, convertiría a Elcano en un mero
continuador de un viaje cuyo mérito cabría atribuir a Magallanes, portuense de
nación. Según la interpretación lusa, la gesta del de Guetaria vendría
impulsada por una suerte de inercia debida a Magallanes. Sea como fuere, el
desajuste interpretativo ofrece una magnífica oportunidad de regresar a lo
ocurrido hace medio milenio.
Insatisfecho con el trato recibido
por la corona portuguesa, Fernando de Magallanes, que ya había navegado hasta
la India, ofreció sus servicios a Carlos I. El ir y venir de pilotos y
navegantes se recortaba sobre el fondo del Tratado de Tordesillas de 1494, que
había dividido la esfera terráquea en dos mitades, con las islas de Cabo Verde
como referencia fundamental. A 370 leguas al oeste de ese archipiélago se
estableció un meridiano de demarcación que dio lugar a una polémica en el
Pacífico, a propósito del lado –español o portugués- en el que caían las
Molucas. En un momento en el cual se creía que el diámetro del planeta era
inferior al real, era obligado tratar de fijar tan lucrativo enclave. Todo ello
determinó que desde España se impulsara una armada que buscaba un fin muy
diferente al que ahora se celebra. Las cinco naves tenían como principal misión
la búsqueda de un paso natural a través del Nuevo Mundo que acortara el viaje
hacia la Especiería. Una vez descubierto el estrecho, las naves capitaneadas
por Magallanes debían dirigirse al Maluco, surcando en todo momento aguas
españolas.
Si estos eran los principales objetivos,
entre los cuales no se hallaba la vuelta al mundo, hay que señalar, en relación
a la autoría del proyecto, que el poderoso mercader burgalés de origen
converso, Cristóbal de Haro, dedicado al negocio de las especias, aportó un
tercio de los 1.592.769 maravedís que dieron viabilidad al viaje de un
Magallanes que era ya súbdito del rey Carlos. Fue el monarca español, que
asumió el montante restante de la operación, quien el 22 de marzo de 1518 firmó
en Valladolid unas capitulaciones muy favorables a Fernando de Magallanes, que recibió
los títulos de capitán general de la expedición, adelantado y gobernador de las
tierras que descubriera. Haro no estaba solo, pues contó con el apoyo de los
Welser y del poderoso Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos. Aunque Haro había
tenido grandes intereses comerciales en Lisboa, el hundimiento de una flota
dedicada al tráfico de esclavos negros por parte del portugués Lusarte, había provocado
su hostilidad hacia el reino vecino. Si estos fueron los fines y los principales
apoyos financieros del proyecto, en lo que respecta a la composición de la
tripulación de las naves, las proporciones vuelven a decantarse claramente del
lado español, que aportó dos tercios del total de hombres. Apenas veinticuatro
portugueses subieron a los barcos dentro de un total aproximado de doscientos
cincuenta marineros.
Pese a la cuidada preparación y a la
nitidez del plan que había de seguirse, la flota, en la que Elcano viajó a
bordo de la Concepción, encontró dificultades
incluso antes de soltar amarras, lo cual demuestra hasta qué punto las dudas en
relación al diámetro de la Tierra afectaban tanto a portugueses como a
españoles. Prueba de ello es el hecho de que, ante la posibilidad de que las
Molucas cayeran dentro de la demarcación española establecida en Tordesillas, los
portugueses, por la vía diplomática primero y por otras más expeditivas
después, trataron de abortar la partida de los barcos.
A
pesar de la impronta netamente española de la empresa, la rivalidad
hispanoportuguesa no se disipó cuando los barcos se adentraron en el Atlántico.
El origen del naturalizado Magallanes causaba recelos en parte de la
oficialidad castellana, que no entendía que desde las Canarias continuara hacia
el sur sin separarse de África, siguiendo así la ruta portuguesa hacia la
India. Tras dejar atrás la península, Magallanes hizo escala en enclaves que
consideraba situados dentro del lado español. Entre ellos estaba el Río de la
Plata, ya descubierto por Juan Díaz de Solís mientras buscaba el anhelado paso
hacia el Pacífico. La condición fluvial de esas aguas obligaba a seguir hacia
el sur, hacia un rumbo tan desconocido como gélido.
La
sospecha de que pudiera traicionar al rey, no obstante, persistía, y se veía
reforzada por su hermetismo. Don Fernando no daba explicaciones, hecho que
enervó a Juan de Cartagena, veedor real y capitán «en conjunta persona» con
Magallanes. El comportamiento de aquel hombre estrechamente vinculado a la
corona le procuró el peso de los grillos. Al incidente de Cartagena le siguió el
motín que se del puerto de San Julián. La deserción de la nao San Antonio sólo puede comprenderse por
el descontento que causaba la actitud de Magallanes. Las declaraciones que los
amotinados hicieron en Sevilla apuntan en una clara dirección: existía el temor
de que Magallanes pudiera favorecer la causa portuguesa, prueba de hasta qué
punto existía la conciencia de que aquella expedición era exclusivamente
española. Ante la prolongada estancia en Puerto de San Julián, no tardó
en urdirse un complot en el que participaron tanto españoles como portugueses. El
7 de abril de 1520 Gaspar de Quesada, capitán de la Concepción, fue decapitado y descuartizado, mientras Juan de
Cartagena y el fraile Pedro Sánchez Reina quedaron desterrados en una isla en
la que hallaron su final. Superadas innumerables dificultades, el estrecho ante
el que se abría la Mar del Sur, apareció por fin.
En medio de la inmensidad oceánica
descubierta por Núñez de Balboa, la flota, con la excepción de la San Antonio y de la Santiago, que naufragó, alcanzó la que llamaron Isla de los
Ladrones, hoy Guam. Esta escala fue la primera de una larga serie en la que
Magallanes trabó relaciones con los reyes locales e intentó implantar el
cristianismo. En Mactán, una lanza segó la vida del almirante, al que sucedió
el débil Lopes Carvalho. Ante la inoperancia de este, Gonzalo Gómez de Espinosa
tomó el mando y Juan Sebastián Elcano la capitanía de la Victoria. Ambos decidieron dirigirse a Tidore, donde reinaba un
musulmán al que llamaron Almanzor, para obtener especias. Allí, el portugués Pedro
Alfonso de Lorosa alertó del riesgo que corrían por la cercanía de una factoría
establecida por sus compatriotas. Era necesario abandonar Tidore, momento en el
que se produjo un giro trascendental. Con las naves cargadas de clavo y
dispuestas para zarpar, se detectó una vía de agua en la Trinidad. Los trabajos de reparación y carenado llevarían mucho
tiempo, por lo que la Victoria partió,
pero no hacia el Darién dominado por los españoles, sino en una dirección
opuesta, hacia la demarcación portuguesa. Empujada por los vientos que soplaban
en aquel rumbo, la nave pilotada por Elcano puso su proa hacia España
abriéndose paso entre los mares portugueses.
Una vez reparada, la Trinidad trató sin éxito, «arando la
mar» en palabras del capitán Espinosa, de cruzar el Pacífico. Los vientos
desfavorables y una recia tempestad le impidieron seguir la corriente de Kuro
Siwo que en 1565 sirvió a Andrés de Urdaneta para establecer el camino de
regreso de Asia a América, el llamado Tornaviaje, que permitió la puesta en
marcha del Galeón de Manila con el que Oriente, Nueva España mediante, estableció
un crucial nexo comercial con Europa. Después navegar durante meses, la Trinidad, en su regreso a las Molucas,
cayó en manos portuguesas, en las que sus escasos supervivientes permanecieron
cautivos durante años.
La carta que el capitán Antonio de
Brito escribió a Juan III el 6 de mayo de 1523 deja patente, de manera
explícita, el trato dado a la expedición española. Démosle la palabra a don
Antonio, pues sobra cualquier comentario:
En
lo que toca al maestre, al escribano y piloto yo escribo al capitán mayor, que
será mas servicio de V. A. mandarles cortar las cabezas que enviarlos allá.
Detúvelos en Maluco, porque es tierra enferma, con intención de que murieran
allí, no atreviéndome a mandárselas cortar porque ignoraba si daría a V. A.
gusto en ello. Escribo a Jorge de Alburquerque que los detenga en Malaca que
tampoco es tierra muy saludable.
Las intenciones de Brito se vieron
confirmadas en una carta al rey, que Gonzalo Gómez de Espinosa firmó el 12 de
enero de 1525. Según refirió en ella, los protugueses le tomaron «las cartas de
marear y libros de derrotear, y estrolabios y cuadrantes y regimientos, con
todos los aparejos de pilotos; y más, señor, me tomaron de mi caxa vuestra bandera
Real, la cual tenía muy bien plegada y cogida, la cual vuestra Sacra Magestad
dio para ir a descubrir el dicho viaje». La incautación de la bandera ilustra a
la perfección el modo colaborativo portugués, al que hay que añadir las
palabras con las que Espinosa se refirió a su cautiverio en la isla de Cochín.
Allí permaneció preso junto a seis hombres, donde «somos peor tratados que si
estuviésemos en Berbería».
Lejos de aquellas islas convertidas
en prisión, la Victoria, capitaneada
por Elcano, navegó durante meses sin tocar tierra hasta remontar el cabo de
Buena Esperanza. Cuenta Pigafetta, que aquellos hombres se movieron más por el
honor que por la vida, con un único objetivo: volver a su patria. Por el
camino, muchos encontraron en el mar su última morada. Desesperados, atacados
por el hambre y las enfermedades, decidieron tocar las islas de Cabo Verde, haciéndose
pasar por viajeros que regresaban de América. Fue allí donde tuvieron
constancia de la realidad de su vuelta completa a la Tierra, al observar que
mientras ellos creían hallarse en el día 9 de julio de 1522, los portugueses decían
vivir un día más tarde. Un par de meses después, los supervivientes celebraron
en Sevilla la procesión que encabeza nuestro escrito.
En
el maltrecho barco no sólo llegó un importante cargamento de clavo, sino
también un conjunto de testimonios de los cuales, como era habitual en los
españoles de la época, quedó un registro escrito que hoy nos permite
reconstruir aquella hazaña.
Hecha
esta sucinta descripción de tan prodigiosos hechos, el factor portugués queda
ajustado a sus justos y minoritarios términos. La empresa tuvo el inequívoco
sello español, pero fueron las complejas circunstancias que la envolvieron, las
que propiciaron una decisión, la de Elcano y sus compañeros, con la que
aquellos hombres, como tantos otros de su tiempo, buscaron alcanzar la fama. El
lema que Carlos I concedió al de Guetaria: Primus
circumdedisti me -El
primero que me circundaste-, no
deja lugar a dudas de quién abrió aquella ruta circular, por más que quinientos
años más tarde, en los tiempos del consenso y el diálogo, una iniciativa
conjunta, nombrada con el término geográfico «Península Ibérica», trate de
repartir, democráticamente, los méritos de aquel viaje que
Portugal trató en vano de impedir.
Iván Vélez
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