domingo, 24 de mayo de 2020

Que no había christiano que no oviese dolor dellos

Libertad Digital, 5 de marzo de 2020:
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Que no había christiano que no oviese dolor dellos
           
            Salieron de las tierras de sus naçimientos chicos e grandes, viejos, a pie e caballeros en asnos y otras bestias y en carretas, e continuaron sus viajes cada uno a los puertos que habían de ir. E iban por los caminos e campos por donde iban con muchos trabajos e fortunas, unos cayendo, otros levantando, otros muriendo, otros nasçiendo, otros enfermando, que no había christiano que no oviese dolor dellos. E siempre por do iban los convidaban al baptismo, e algunos con la cuita se convertían e quedaban, pero muy pocos, y los rabíes los iban esforçando e hacían cantar a las mujeres e mancebos y tañer panderos e adufos para alegrar a la gente. E así salieron de Castilla.

            Con estas conmovedoras palabras describió Andrés Bernáldez, cura de la aldea sevillana de Los Palacios y capellán de Diego de Deza, sucesor de Torquemada como Inquisidor General, el lastimero desfile de las familias sefarditas que hubieron de tomar el camino del exilio después de rechazar las condiciones impuestas por los Reyes Católicos para permanecer en sus reinos. El fragmento reproducido forma parte de la Crónica a los Reyes Católicos don Hernando y doña Isabel, escrita por el cristiano viejo pacense que, aunque cultivador de todos los tópicos que rodearon a los conversos, a quienes calificó de «logreros», y firme partidario de la Inquisición, incorporó una alta dosis de emoción a las escenas protagonizadas por los judíos que se mostraron refractarios de recibir las aguas bautismales. Razones había para el lamento, pues aunque los Reyes Católicos trataron de proteger, en su salida de sus reinos, a quienes hasta entonces habían formado parte de su tesoro, los abusos que sufrieron aquellas columnas hebreas camino del exilio, fueron frecuentes. Mucho se ha especulado en relación a los motivos que llevaron a los reyes a una decisión de la que existían numerosos precedentes en los reinos cristianos europeos. En el caso español, el principal impulso que operó tras esta medida, fue religioso. Así lo confirman estas palabras de Torquemada escritas meses después de la toma de Granada. Según el prior de Santa Cruz, los judíos debían ser expelidos debido al «grand daño que a los christianos se ha seguido y sigue de la partiçipaçión, conversaçión, comunicaçión que han tenido e tienen con los judíos».
            El edicto, firmado el último día de marzo de 1492, tuvo los dolorosos  efectos descritos por Bernáldez, unas consecuencias perfectamente previsibles que, sin duda, debieron ser valoradas antes de la toma de una medida tan expeditiva. De sobra sabían los signatarios de aquel documento de las penurias que se derivarían de aquel acto, del mismo modo que, casi tres décadas después, Hernán Cortés fue consciente de que el cerco a Tenochtitlan, con la asfixia del abastecimiento de alimentos y la rotura del acueducto que proveía de agua potable a los mexicas, producirían sufrimientos indecibles. En este contexto, se observan con nitidez las contradicciones, a menudo existentes, entre la ética y la política, entreverada esta última, en aquellos días, por aspectos religiosos. Todo ello da pie a un interesante paralelismo entre lo narrado por Bernáldez y ciertos pasajes de la Tercera Carta de Relación de Cortés, en los cuales el conquistador se duele de los padecimientos de lo que hoy llamaríamos sociedad civil. Frente al «no había christiano que no oviese dolor dellos» bernaldiano, podemos oponer el «y era tanta la grita y lloro de los niños y mujeres, que no había persona a quien no quebrantase el corazón» cortesiano. Frente a la descripción del abandono de España por parte de los judíos, la salida de los últimos habitantes de la ciudad lacustre de Tenochtitlan, con la que cerramos este escrito, ofrece una imagen similar a la que se reproduce con cada conflicto bélico, independientemente de sus razones y localización.

… y los de la ciudad estaban todos encima de los muertos, otros en el agua, otros andaban nadando, y otros ahogándose en aquel lago donde estaban las canoas, que era grande, eral tanta la pena que tenían, que no bastaba juicio a pensar cómo lo podían sufrir; y no hacían sino salirse infinito número de hombres, mujeres y niños hacia nosotros. Y por darse prisa al salir, unos a otros se echaban al agua, y se ahogaban entre aquella multitud de muertos, que según pareció, del agua salada que bebían y del hambre y mal olor, había dado tanta mortandad en ellos, murieron más de cincuenta mil ánimas. Los cuerpos de las cuales, para que nosotros no alcanzásemos su necesidad, ni los echaban al agua, porque los bergantines no topasen con ellos, ni los echaban fuera de su conversación, porque nosotros por la ciudad no volviésemos; y así por aquellas calles en que estaban, hallábamos los montones de muertos, que no había persona que en otra cosa pudiese poner los pies; y como la gente de la ciudad se salía a nosotros, yo había proveído que por todas las calles estuviesen españoles para estorbar que nuestros amigos no matasen a aquellos tristes que salían, que eran sin cuento. Y también dije a todos los capitanes de nuestros amigos que en ninguna manera consintiesen matar a los que salían, y no se pudo tanto estorbar, como eran tantos, que aquel día no mataron y sacrificaron más de quince mil ánimas…

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