El Mundo, 23 de julio de 2020:
Santa
Sofía y la paz de la fe (islámica)
El pasado 10 de julio, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, firmó el retorno al culto musulmán de la basílica de Santa Sofía. La ceremonia signataria se inscribió dentro de un contexto de enorme carga simbólica, pues el anuncio de la recobrada condición del templo se llevó a cabo a las 20.53 hora local, dígitos que remiten, siquiera parcialmente, al año en que Constantinopla ingresó en el Dar al-Islam, territorio de los hombres coranizados que hoy celebran la recuperación de tan singular lugar de culto, a la espera de que ocurra lo propio en el occidente andalusí, concretamente en Córdoba. Construida en el siglo IV, fue después de que en 1453 el sultán Mehmet Fatih se hiciera con la ciudad, cuando la imponente cúpula levantada por Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto acogió el rezo hacia un Dios de impronta aristotélica y rostro inexistente. El avance otomano conmovió al mundo cristiano, hasta el punto de que el mismo año en que cayó Constantinopla, Nicolás de Cusa escribió su De pace fidei –La paz de la fe-, obra que recrea una reunión celestial presidida por el Todopoderoso, a la cual concurren diecisiete representantes de diversas religiones y naciones históricas, entre ellas España, Francia y Alemania, y una serie de naciones étnicas. A todos ellos se suman un arcángel, el Verbo Divino, san Pedro y san Pablo, encargados de entablar el diálogo con los diferentes personajes que van compareciendo.
Cuatro décadas después de que la
media luna tomara Constantinopla, la cruz recuperó terreno que gracias a unos
reyes, distinguidos con el título de católicos, que, después de culminar la
Reconquista, hallaron un nuevo continente en el que se ensancharon los límites
de la Cristiandad. El repliegue occidental del Islam contó con el apoyo de Roma
y el júbilo de las naciones europeas tras el logro que figura en el epitafio de
Isabel y Fernando -Mahometice secte prostratores-. Un objetivo ya señalado en 1478
por Sixto IV en su bula Exigit sincerae devotionis affectus, documento que abría la puerta a
la implantación de la Inquisición española. En ella, el papa, incluyó estas
líneas:
someter
en nuestros tiempos a vuestra autoridad el reino de Granada y las tierras a él
agregadas que habitan los infieles, y convertir a estos mismos a la fe
verdadera, lo que vuestros predecesores impedidos en diversas formas no
pudieron, y todo ello para exaltación de la tal verdadera fe y salvación de las
almas y para vuestra perfecta alabanza con la apreciada ganancia del premio
eterno de la bienaventuranza.
Erradicada aparentemente la fe
mahomética de España, la amenaza islámica, en sus formas turca y berberisca,
distaba mucho de disiparse. Ni siquiera Lepanto sirvió para terminar con un
peligro que se vio aumentado ante la evidencia de que gran parte de la
población morisca se mantenía impermeable a las aguas cristianas. A la
apostasía, se unió el delito de lesa majestad que realmente motivó la expulsión
de los moriscos, llevada a cabo por Felipe III y apoyada en una serie de
decretos que van desde 1609 a 1613. El lacrimógeno testimonio cervantino de
Ricote, concentrado en la fórmula «y no era bien criar la sierpe en el seno»,
habla a las claras de cómo se comportaban muchos de los mahometanos tenuemente
cristianizados. A todo ello han de sumarse las connivencias galas con el mundo
islamizado, mantenidas todavía en nuestros días, que Quevedo denunció en su Visita y Anatomía de la cabeza del
Eminentísimo Cardenal Armando Richelieu, cuando, al describir la prodigiosa
exploración craneana llevada cabo por Vesalio, puso en boca del galeno estas alegóricas
palabras:
…teniendo yo por cierto que la
cabeza del Cardenal no tenía seso ninguno, vi el lugar suyo lleno y atestado de
sesos; y como era contra mi opinión, admirado me entré en la celda con mis
instrumentos y, desenvolviéndolos, vi que era un turbante, de tal manera puesto
y mullido, que al principio, aun hallando en él algunas medias lunas, dudaba si
eran sesos o turbante.
Mientras todo esto ocurría en una
España cuyas iglesias y catedrales hallaron fundamento, es decir, cimientos, en
mezquitas que, en ocasiones, se habían asentado sobre estratos cristianos,
Santa Sofía permaneció como mezquita hasta 1935, cuando Kemal Atatürk, fundador
y primer presidente de la República de Turquía, la convirtió en museo, después
de permanecer cerrada al culto desde 1931. La recuperación del estatus que
extinguió Atatürk, se ha llevado a cabo después de que el Consejo de Estado
turco decretara que la conversión de 1935 fue ilegal. Queda expedita, de este
modo, la vía para que Diyanet, fundación religiosa estatal en la que figura el
hijo del presidente turco, Bilal Erdogan, proceda a restaurar el culto
interrumpido por Attatürk, medida que será bien acogida por el electorado de
Erdogan, que ha hecho oídos sordos a las voces que han querido, de manera
ingenua, frenar la mentada restauración invocando la condición de Patrimonio de
la Humanidad que Santa Sofía ostenta desde 1985.
Una Humanidad o, por mejor decir,
una idea de Humanidad sostenida desde una parte de la misma, que muestra sus
perfiles más metafísicos al obviar el hecho de que el inmueble no pertenece
sino a una sociedad política concreta, Turquía, en creciente grado de
islamización que, previsiblemente, se mostrará cada vez más refractaria a las
manifestaciones artísticas que responden a los cánones establecidos por Grecia
y Roma, al tiempo que se mantiene como firmante de los Derechos Humanos en el Islam,
tan distantes de los enunciados en 1948 como reacción a los horrores de la II
Guerra Mundial.
El simbolismo de la decisión de
Erdogan es muy ilustrativo, tanto de los derroteros por los que se mueve el
político y gran parte de la sociedad turca, como de la esterilidad del proyecto
Alianza de Civilizaciones puesto en marcha por el José Luis Rodríguez Zapatero
prebolivariano y el propio líder turco, que acaso vio en el presidente español al
pánfilo útil, llegado al poder gracias a los atentados del 11M, que le
permitiera ganar tiempo y espacio en determinadas moquetas, en particular las
de la Asamblea General de la ONU, mientras afianzaba su poder en Turquía. Tres
lustros después del inicio de aquel pueril proyecto, la verdad desagradable
asoma y Erdogan no parece dispuesto a aceptar, más que en beneficio propio, los
objetivos marcados por la propia Alianza de Civilizaciones: «fomentar el diálogo
y la cooperación entre diferentes comunidades, culturas y civilizaciones y
construir puentes que unan a los pueblos y personas más allá de sus diferencias
culturales o religiosas, desarrollando una serie de acciones concretas destinadas
a la prevención de los conflictos y a la construcción de la paz». Una realidad
armónica inalcanzable, que choca frontalmente con esas tozudas realidades llamadas
naciones políticas, movidas por intereses propios y delimitadas por unas
fronteras que son algo más que líneas sobre un mapa coloreado en el que se
mueven migrantes.
Así las cosas, las dificultades para
establecer los límites y el número de civilizaciones susceptibles de una tal
alianza, que requeriría, además, de la disolución de las incompatibilidades
entre las ideas cristiana y musulmana de hombre, son enormes. En estas
condiciones, la Alianza de Civilizaciones, a la que España sigue contribuyendo
económicamente, y cuyo Alto Representante de las Naciones Unidas es el ex ministro
Miguel Ángel Moratinos, constituye poco más que una estructura susceptible de ser
operativa geopolíticamente dentro de estrategias como la manifestada recientemente
por ZP, a quien suponemos todavía alineado con su aliciesco proyecto, cuando
expresó su deseo de poner a los trumpianos EE.UU., que no a su alternativa, «en
una posición imposible».
Mientras todo esto ocurre en los
brumosos cenáculos globalistas, los hombres atravesados por el entendimiento
agente universal elevarán sus plegarias a la atmósfera atrapada bajo la cúpula
de Santa Sofía, ganando terreno para una causa, la teocrática, invisible para
ojos como los de un presidente, Sánchez, dueño de una perra llamada Turca, que
probablemente comparta con Nicolás de Cusa la beatífica idea de que existe una
única fe manifestada mediante diversos ritos.
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