Artículo publicado en el Revista Filipina, Segunda Etapa, verano 2013, Vol. 1, Número 1:
Es
relativamente frecuente ver, a través de las telepantallas, imágenes de
fervientes creyentes cristianos filipinos que conmemoran la Semana Santa
sometiéndose, con extremado realismo, a la crucifixión. Las cruentas escenas
proceden de una nación que cuenta con más de 70 millones de católicos, cifra
que la sitúa como la primera de Asia y la tercera en el mundo tras Brasil y
México.
Como
es bien sabido, la fe católica, tras unos intermitentes contactos, comenzó a
arraigar con fuerza en tal archipiélago en la segunda mitad del siglo XVI, con
el doble objetivo de incorporar a los indígenas a la Ciudad de Dios, y a la
vez, al más terrenal Imperio español. Urdaneta y Legazpi son las figuras en las
que se puede encarnar tal proyecto evangelizador y político, hispanizador en
suma que, con el correr de los siglos, hará aflorar ciertas contradicciones.
La
implantación del catolicismo fue dificultosa por diversos motivos entre los
cuales se cuentan la gran fragmentación étnica y las estructuras tribales, pero
también la propia orografía de las islas. En cuanto al plano político,
Filipinas, al margen de su pertenencia imperial en calidad de provincia, supuso
una suerte de réplica de lo que las Antillas representaron para Tierra Firme,
como bien ha analizado Pedro Insua Rodríguez en su «Hermes en China»[1].
Será
a partir de 1898 cuando el influjo español empiece a retroceder gracias a los
componentes políticos, pero también ideológicos que condujeron a Filipinas a su
independencia política, tras la cual se hallaban unos pujantes Estados Unidos
que hicieron lo propio en Cuba. Sin embargo, la huella hispana era demasiado
profunda como para borrarse definitivamente, prueba de ello es, por ejemplo, el
hecho de que una tercera parte de las palabras en tagalo son de origen español.
Otras huellas de carácter fisicalista, también perduran, sirvan de ejemplo
obras arquitectónicas como la Catedral de Manila.
Sin
embargo, al margen de los planes y programas estadounidenses, antes del 98, la
situación en el archipiélago ya acusaba, entre otros, el desgaste derivado de
las divergencias entre la perspectiva eclesiástica y política. Para ilustrar este
controvertido asunto, nos serviremos de algunos pasajes de la carta enviada por
el clérigo español nacido en la localidad conquense de Osa de la Vega, Pedro de
la Torre y del Pozo.
De
la Torre, obtuvo la licenciatura en cánones, fue vicario general y comendador
de la Orden de Carlos III, caballero de la Orden Americana de Isabel la
Católica y Benemérito de la Patria. En el terreno libresco, destacan obras
debidas a su pluma como: O el catolicismo
o nada, o sea examen de todas las religiones hoy dominantes ante el tribunal de
la razón (Imprenta de Magriña y Subirana, Barcelona 1869), Historia del Santísimo Rostro de Jesús que
se venera en la villa de Osa de la Vega (Madrid 1874) o La Medicina del Cielo o La salud para los
enfermos y remedio en las necesidades espirituales y temporales, en el que se
recogen todos y cada uno de tales remedios (Madrid 1892).
En
el primero de los libros citados, De la Torre arremete contra el comunismo, el
deísmo, el ateísmo y la «libertad licenciosa», probando la existencia de Dios y
entrando después a comparar las distintas religiones, atacando con especial
intensidad al protestantismo, pero también al judaísmo y al islam, para
concluir que la católica, de elevada moral y tan rica en elaboradas ceremonias
–y este es un asunto esencial para nuestro trabajo- es la religión verdadera.
En
cuanto a La Medicina del Cielo…, nos
hallamos ante un libro en el que se recopilan las conexiones, siempre vistas a
través de tan particular prisma, entre curaciones y devociones a santos. San
Blas, santa Águeda, santa Lucía o san Cristóbal desfilarán por las páginas del
volumen vinculadas a enfermedades hoy olvidadas o cambiadas de nombre.
Precisamente estos actos curativos debidos a la intercesión de tan distinguidas
personas sirven para volver los ojos sobre la Historia del Santísimo Rostro de Jesús que se venera en la villa de Osa
de la Vega, pues será a través de las relaciones del Santo Rostro con una
maravillosa curación, como nos aproximemos a la obra que pretendemos analizar y
comentar: una carta escrita por De la Torre desde el Provisorato y Vicaría
General de Nueva Cáceres el 16 de octubre de 1882.
A esto el cólera iba en aumento, cuando [se] le ocurrió á un devoto del
Santo Rostro que los sacerdotes debiamos hacer un voto y por escrito (el cual
remito) ofreciendo que si el cólera desaparecia o decrecia notablemente para el
dia de su festividad que era el 10, que en ese dia haríamos una procesión
solemne sin escatimar gasto alguno.
A todo eso el colera iba cada vez haciendo mas víctimas, y el dia 5 dia
terrible, pues murieron 154, a las nueve de la noche, el párroco de la
Catedral, con dos sacerdotes todos de sobrepellon y rezando el miserere
colocaban el voto sobre las andas del Santo Rostro.
Cosa notable; á otro dia decreció estraordinariamte el numero de las
victimas y llegado el domingo 10, dia del Santo Rostro, pudimos hacer una
función solemnísima. Ante un gentío inmenso y despues de tercia, se sacó en
procesion al Santo Rostro yendo todos los sacerdotes con capa pluvial. Al
partir la procesión, el Sr. Obispo, vestido de capa magna y yo de pluvial,
cargamos sobre nuestros hombros los brazos delanteros de las andas, y no puedes
figurarte la impresion que aquello causó en la multitud, ver al Obispo llevando
al Santo Rostro, llorando y pidiendo la salud para sus queridos Diocesanos. Tu
ahora puedes calcular lo que en aquel entonces pasaria por mi alma.
Concluida la procesion empezó la misa cantada á toda orquesta, y hubo
sermon en el que el orador (el notario eclesiastico de mi Curia) preconizó en
el idioma vicol las magnificiencias del Santo Rostro, y el nombre de Osa de la
Vega, resonaba en las anchas naves del templo.
El templo estaba suntuosamente adornado…
Ante
tan fantásticos resultados, la tela le fue reclamada para que con su presencia
diera comienzo la devoción filipina hacia el Santo Rostro. Aparejada a esta
devoción, se puso en marcha toda una industria litográfica, musical y editorial,
capaz de abastecer a los nuevos devotos. Pasa después De la Torre a relatar con
prolijidad el traslado del cuadro desde la Catedral al Santuario de Peña de Francia:
Para trasladar las Santas Imagenes, hicieron un gran buque, revestido de
tela que pintaron primorosamente, al que nada faltaba, pues tenía sus palos,
jarcias, velas timon, y en cuyos palos ondeaban una infinidad de gallardetes y
banderolas. El buque estaba colocado muy artisticamente sobre seis ruedas que
no se veian. El timon lo empuñaba un seminarista vestido de marino con su
capote y capucha de hule, llevando barba y cabellos postizos de un color que
parecía que estaban tostados por el fuego de los trópicos.
Se me olvidaba decir que el buque, en honor del Santo Rostro, bautizaron
con el nombre de “Osa de la Vega”, nombre que se destacaba en gruesas letras a
babor y a estribor.
Empezó á subir la procesion y al divisar los fieles las Santas imágenes,
prorrumpieron en vivas atronadores. Colocadas las imagenes en el buque que se
le habia colocado cerca del pretil de la Catedral subió el Sr. Obispo revestido
en pluvial y mitra como igualmente lo hicimos los sacerdotes con capa pluvial.
Colocados el Sr. Obispo y yo en la popa y los demas sacerdotes á babor y
estribor y todos sentados, partió el “Osa de la Vega” al estruendo de multitud
de bombas (grandes truenos como los de los cohetes) volteo de campanas y un
grito atronador de “Viva el Santo Rostro” Viva la Virgen de la Peña de
Francia”. El buque era tirado por mas de 500, vestidos a la marinera que se
habian reunido de los pueblos. Bien pronto la multitud se agarró a los cables y
no hay exageracion si digo que de las cuerdas tiraban mas de 1200 hombres no
sin que alrededor del buque lo empujara la multitud afanosa por participar de
la satisfaccion de haber con los esfuerzos contribuido á trasladar las
imagenes.
La vista que desde el buque ofrecia la plaza de la Catedral era
sorprendente. […] No puede darse espectáculo mas mágigo ni mas sorprendente.
Pues une á eso que antes de llegar al Santuario hay un templete levantado
improvisadamente que tiene cuatro arcos iluminados con infinidad de farolillos
de todos colores y adornados con multitud de banderas.
Aquel templete era como el puerto para el “Osa de la Vega”. Allí
desembarcamos y allí se recibieron las Santas imágenes, las que se incensaron,
y al son de la marcha Real…
La detallada descripción del traslado de las imágenes cuenta con todos los
ingredientes no sólo del catolicismo, sino también de muchos de los componentes
del despliegue imperial hispano. Veamos.
Por lo que respecta a lo religioso, es destacable la teatralidad de un
recorrido presidido por imágenes, por representaciones de cuerpos con rostro –bultus-, circunstancia que separa, de un
modo radical, el descrito viaje, que en modo alguno puede equipararse con otros
de carácter espiritual como las iconoclastas peregrinaciones a La Meca, por
ejemplo. Por otra parte, el relato da cuenta de la perfecta jerarquización de
los representantes eclesiásticos, cuyo lugar en el escalafón viene manifestado por
prendas muy concretas –sobrepellón, capas, mitra- así como del desarrollo de
complejas ceremonias –miserere, misa cantada, sermón, volteo de campanas-. En
definitiva, la elaborada puesta en escena, y ello sin dudar un ápice de la
sinceridad y fe de los intérpretes, encaja perfectamente en una línea de la que
también forman parte los crucificados aludidos más arriba.
Sin embargo, junto a estos aspectos, se sitúan otros propios de la esfera
política. La Marcha Real, esto es, el himno que recibe a las imágenes, es un
símbolo del poder político español que todavía sujetaba tales tierras. Sin
embargo, es la alegoría del barco que se desplaza por tierra tirado por sogas,
la que llama poderosamente la atención. Y destaca precisamente, así lo entendemos
nosotros, porque, mediante este artificio, el Santo Rostro parecía llegar no
desde la Catedral a su nueva ubicación, sino desde un punto más remoto, el
propio pueblo natal de Pedro de la Torre. Diremos aún más, el buque remite
necesariamente a la misma llegada de los españoles siglos atrás, aunando en el
viaje no sólo planes políticos, sino también evangelizadores. Un viaje inicial
que tuvo continuidad en la ruta abierta por Urdaneta por la que transitaba el
Galeón de Manila.
Es, sin embargo, esta doble condición de la presencia hispana en el
archipiélago filipino la que, como dijimos, abrió paso a la controversia entre
los planes de los religiosos y los políticos[4]. Un dato inserto en la
carta sirve para calibrar las distancias que poco a poco se pudieron ir
abriendo, este no es otro que el idioma elegido por los ministros de la Iglesia
para dirigirse a su grey. Como podemos advertir, el sermón se dijo en idioma
«vicol», no en español. La lengua indígena, como ocurrió con frecuencia y
prontitud en América[5], fue objeto de estudio
sistemático por clérigos españoles. Ya en 1647, Andrés de San Agustín escribe Arte de la lengua bicol, para la enseñanza de este idioma en
la provincia de Camarines.
El proceder, los planes, en definitiva, de la Iglesia y el poder
político, y ello aún a pesar de la gran libertad de que gozaron en este sentido
los monarcas españoles, manifestado a través del Patronato, fueron a menudo
divergentes. Mientras desde los púlpitos se distribuía el pasto espiritual en
latín o en las lenguas nativas, el poder político se desarrollaba en español.
Dos décadas después de que la carta en cuestión se escribiera,
un nueva potencia, envuelta en el disfraz de la libertad democrática, pero con
claros objetivos mercantiles, se asentó en las islas. Con él daba comienzo el
retroceso del idioma español mas no, todavía, el de la implantación del
catolicismo que aun hoy sigue distinguiendo a las Filipinas de las sociedades
políticas que las circundan. Si los Estados Unidos de Norteamérica, hoy
profundamente penetrados por el componente hispano, causaron tal
transformación, cabe preguntarse si no será gracias al avance del español en
las tierras de Jefferson el que propicie un nuevo renacer de la lengua de
Cervantes en las ínsulas a las que fue donado el cuadro del Santo Rostro.
Iván Vélez Cipriano
[1] El Catoblepas, n. 71, enero 2008, p. 16, http://www.nodulo.org/ec/2008/n071p16.htm
[2] La incidencia que el cólera tuvo
en el siglo XIX, y sus repercusiones políticas, fue de gran importancia. Sirva
como ejemplo su influencia, a mitad de centuria, en Centroamérica. Véase, como
ejemplo, nuestro trabajo: «Masones y filibusteros en la estela Monroe», El Catoblepas, n. 131, enero 2013, p. http://www.nodulo.org/ec/2013/n131p03.htm
[3] Transcripción íntegra de la
carta en el blog Ruedas dentadas. http://ivanvelez.blogspot.com.es/search/label/Santo%20Rostro
[4] Divergencias cuyo mayor
exponente podemos situarlo en el Paraguay dominado por los jesuitas.
[5] Véase el libro de José Luis
Suárez Roca: Lingüística misionera
española, Ed. Pentalfa, Oviedo 1992.
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