Artículo aparecido en el diario La Voz Libre el lunes 30 de septiembre de 2013:
Átomos para la Paz
El
final del mes de septiembre de 2013 ha dejado, entre otras muchas, la noticia
de que Barack Hussein Obama telefoneó a Hasan Rohaní, presidente de Irán, con
el propósito hallar una solución pacífica y negociada en relación con los programas
nucleares que la nación de los ayatolás lleva impulsando desde hace años. El
diálogo, con intérpretes interpuestos y un cuarto de hora de duración, se ha
producido tras el repliegue de Ahmadinejad, quien siempre sostuvo que tales
planes, acompañados de una serie de acuerdos en materia energética con diversos
países hispanoamericanos, no tenían un objetivo armamentístico.
La
transparencia aparece ahora como objetivo exigido por los Estados Unidos y
ofrecido por Irán, quien tratará de hacer verificables sus pacíficos planes y
programas de enriquecimiento de uranio en la ciudad de Ginebra el próximo día
15 de octubre.
Un
lejano día 4 octubre, el de 1957, fue la fecha elegida por la Unión Soviética para
enviar al espacio el satélite Sputnik I. Doce años después del lanzamiento de
las bombas de Hiroshima y Nagasaki que precipitaron el final de la II Guerra
Mundial, la pequeña esfera soviética surcó una atmósfera marcada por la
frialdad de la era atómica cuyo final, tras la definitiva rasgadura del Telón
de Acero, dejó ver el peligro que para Occidente suponían las sociedades
coranizadas.
El
impulso que alentaba al Sputnik I, predecesor del que llevaría a bordo a la
célebre Laika, también era pacífico, pues la esfera de aluminio erizada de
antenas, tal fue la explicación soviética, pretendía medir la concentración de
electrones en la ionosfera. Conviene recordar un último detalle: el compañero
de viaje –que así se traduce sputnik al español- iba provisto de una serie de transmisores
de radio que emitieron, durante los tres meses de su orbitar, un inquietante
pitido…
Alertados
por tales señales acústicas pero, sobre todo, por el impacto que el satélite
pudiera suponer en un mundo intencionalmente dividido en dos mitades
antagónicas, los departamentos de inteligencia estadounidenses trataron de
contrarrestar la ofensiva estelar soviética al menos en uno de sus más
beligerantes frentes: el propagandístico. Tras el obligado análisis, las
conclusiones de estas discretas agencias alertaban de un peligro: las siempre
veleidosas sociedades civiles europeas que dejaban atrás los horrores del
nazismo, a ver los estratosféricos éxitos soviéticos, podrían comenzar a ver
con mejores ojos al gigante comunista. Urgía actuar.
Es
así como se puso en marcha un programa que trataba de contrarrestar los temidos
efectos del lanzamiento del Sputnik. La televisión jugaría un importante papel,
pues a través de ella se ofreció la imagen de una sociedad, la americana, que
tenía mucho más que ofrecer que la que se apostaba tras los Urales. Se trataba
de mostrar hasta qué punto el mundo capitalista podía competir con el soviético
en el terreno de la investigación y, sobre todo, de una ciencia hipostasiada y
puesta al servicio del ciudadano. El público del mundo libre pudo así conocer,
entre otras novedades, los primeros ordenadores y hasta una democrática máquina
de votar.
El
plan, sin embargo, era más ambicioso, y requirió de un título que nos recuerda
a las actuales explicaciones iraníes: «Átomos para la Paz». Se trataba de
mostrar que de la energía nuclear no sólo podían brotar nubes-hongo y
atmósferas radiactivas.
El
impacto de la campaña «Átomos para la Paz» en España supuso la proyección de
una serie de documentales –«El átomo y la agricultura», «El átomo y la ciencia
biológica», «El átomo y la medicina»- en los que se mostraban las bondades de
tal energía y los inequívocos anhelos pacifistas de los norteamericanos,
quienes en 1953 ya habían fortalecido sus relaciones con una España que le
había permitido establecer una serie de bases militares. Dos años antes de la
visita de Einsenhower, una exposición itinerante que hizo escala en Barcelona y
Valencia, hizo visibles los beneficios de la energía nuclear.
A
pesar de la propaganda, y a pesar de que años más tarde los estadounidenses se
adelantaran a los soviéticos dejando la huella de Armstrong sobre la Luna, la
carrera espacial nunca fue suficiente para ocultar el pulso armamentístico que
sostuvieron EE UU y URSS hasta la caída de ésta.
Más
de medio siglo después del viaje del Sputnik, Rusia, Estados Unidos, Francia, Reino
Unido, China, India, Pakistán, Corea del Norte, y probablemente Israel,
disponen de bombas atómicas. La lista, heterogénea, reúne a potencias
económicas, demográficas e ideológicas que son conscientes de que las letras,
es decir las leyes, y sobre todo las que afectan a la propia supervivencia de
las sociedades políticas, deben estar sostenidas por las armas, aun cuando la
energía que las alimente, en efecto, bien puede servir simultáneamente a
propósitos elevados y alejados del mayor delito ético: la eliminación de seres
humanos.
Siendo
esta la situación internacional, resulta sorprendente comprobar hasta qué punto
la nación española está aquejada de un síndrome de pacifismo fundamentalista
que la aleja del realismo político hasta el punto de rechazar, no ya la
posesión de armas nucleares, sino la respuesta adecuada ante las amenazas,
tanto internas como externas, que hoy, olvidado aquel lejano sonido espacial,
marcan su presente.
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