El Catoblepas • número 163 • septiembre 2015 • página 1
Hernán Cortés y la peripecia de sus reliquias
Iván Vélez
El pasado día 3 de junio de 2015, coincidiendo con la
visita a México de los reyes de España, Jan Martínez Ahrens firmaba un breve artículo
titulado, «La tumba secreta de Hernán Cortés», que vio la luz en las páginas del
periódico español El País[1].
En él se daba cierta información que trataba de reconstruir el proceso del
descubrimiento de tales reliquias corpóreas que tuvo lugar hace siete décadas.
Dado que en el texto apenas se ahondaba en tan interesante asunto, en el
presente artículo, parte de un trabajo de más largo alcance, nos proponemos
reconstruir la peripecia de un cuerpo muerto: el de Hernán Cortés.
Unas pinceladas biográficas del último tramo de la
vida del conquistador nos ayudarán a situarnos.
En 1546 Cortes se instala en Madrid. Cansado y
desengañado, planea su regreso a México. La siguiente escala, que sería la
última, será Sevilla. En la segunda quincena de octubre de 1546 Cortés viaja a
Sevilla para recibir a su hija María, cuya venida de Nueva España se esperaba con
la intención de contraer matrimonio con don Álvaro Osorio. Es allí donde, el 12 de octubre de 1547, dicta su
prolijo testamento –en el que dejaba encargadas dos mil misas por sus
compañeros muertos en la conquista de Nueva España- ante el escribano público
Melchor de Portes y los testigos Juan Gutiérrez Tello, Juan de Saavedra,
Antonio de Vergara, Diego de Portes, Juan Pérez y Pedro de Trejo; estos dos
últimos notarios de la mencionada ciudad.
La muerte de Hernán Cortés, acaso producida por
disentería, se produjo el viernes 2 de diciembre de 1547 en la localidad
sevillana de Castilleja de la Cuesta. El conquistador contaba con 62 años y
tenía una salud quebrantada, como señala Gómara al advertir que al partir hacia
Sevilla «iba malo de cámaras e indigestión»[2]. Cortés, tras recibir los
últimos sacramentos administrados por fray Pedro de Zaldívar, expiró en la casa
de su amigo Alonso Rodríguez de Medina. Sus últimas palabras, según la
tradición, aludían a sus pleitos con el Virrey y sus peticiones a Carlos V:
-¡Mendoza…
nó… nó…Emperador… te, te lo prometo… 11 de noviembre… mil quinientos… cuarenta
y cuatro!
Por lo que respecta a su cuerpo, en su testamento
solicitaba ser enterrado en la iglesia de la parroquia donde muriese, aunque
mostraba también su deseo de que se trasladara a la Nueva España. Sin embargo,
tal documento fue modificado y se dio a los albaceas la libertad para decidir.
El 4 de diciembre de 1547 el féretro se depositó en una cripta familiar del monasterio
sevillano de San Isidoro del Campo propiedad del duque de Medina Sidonia, con
el que ya tenía trato desde su primer viaje a España. El epitafio se debió a su
hijo Martín Cortés:
Padre cuya suerte impropiamente
aqueste bajo mundo poseía;
valor que nuestra edad enriquecía,
descansa ahora en paz, eternamente.
En su Historia general y natural de las Indias, Gonzalo Fernández de
Oviedo habla del entierro y la primera tumba del conquistador:
… que don Juan Alonso Guzmán, duque
de medina Cidonia, como gran señor y verdadero amigo de Hernán Cortés, celebró
sus exequias y honras fúnebres la semana antes de la Navidad de Chripsto,
Nuestro Redemptor, de Sevilla, é con tanta pompa é solempnidad como pudiera
hacer con muy grand príncipe. É se le hizo un mausoleo muy alto é de muchas
gradas, y encima un lecho muy alto, entoldado con todo aquel ámbito é a la
iglesia de paños negros, é con incontables hachas é cera ardiendo, é con muchas
banderas é pendones de sus ramas del marqués, é con todas las ceremonias é
oficios divinos que se pueden é suelen hacer á un grand príncipe un día á
vísperas é otro á misa, donde le dixeron muchas, é se dieron muchas limosnas á
pobres. É concurrieron quantos señores é caballeros é personas principales ovo
en la cibdad, é con el luto el duque é otros señores é caballeros; y el marqués
nuevo o segundo del Valle, su hijo, lo llevó é tuvo el ilustrísimo duque é par
de sí: y en fin, se hico en esto lo posible é sumptuosamente que se pudiera
hacer con el mayor grande de Castilla.[3]
Sus restos, no
obstante, hallarían poco descanso, como veremos, pues estos no
estuvieron exentos de instrumentalizaciones vinculadas a diversos grupos que
sostenían posiciones ideológicas a menudo enfrentadas, y para los cuales
Cortés, vivo o muerto, seguía siendo útil.
Habíamos dejado sepultado a Cortés en el Monasterio de
San Isidoro del Campo, donde fue enterrado en depósito junto al altar mayor,
lugar escogido por los Duques para su propio entierro. Tal circunstancia hizo
que sus restos fueran desplazados, «en una caja de palo», a los pies del altar
de santa Catalina el 9 de junio de 1550. Doce años más tarde, en 1562, se
presentó la primera oportunidad de que los restos pasaran a Nueva España,
aprovechando el traslado de su hijo, Martín Cortés, al Virreinato. No obstante,
parece que esto no se produjo hasta 1566, encontrando su primer acomodo en la
Iglesia de san Francisco de Texcoco, donde estaban enterrados su madre y sus
hijos Catalina y Luis. La discreción con la que llegaron los restos de Cortés a
Nueva España es explicable por producirse en el contexto de la conspiración de
su hijo, los Ávila y un conjunto de encomenderos descontentos con su situación.
En la iglesia de san Francisco en Texcoco reposó
Cortés, no si algún cambio interior de ubicación, pues los franciscanos lo
movieron dos veces, una al enterrarlo en un nicho detrás del Sagrario de la
iglesia, y otra al colocarlo en la parte posterior del retablo.
La siguiente fecha que nos interesará será la el
comienzo del año 1629. Es entonces, al morir don Pedro Cortés, IV Marqués del
Valle y último descendiente masculino del conquistador, cuando se decide darle
tierra en la iglesia de los franciscanos en la Ciudad de México, organizándose
un solemne funeral el 24 de febrero de 1629 tras el cual quedaron los restos
dentro de un conjunto funerario formado por «un lienzo representando al Conquistador,
el escudo de sus armas, y donde se conservaba también el guión ó estandarte que
se decía había servido en sus empresas bajo un dosel acompañado de un lienzo
con su figura»[4]. Las
pinturas -banderas, tarjas, armas, muertes, barandillas, pirámides, y basas-
fueron obra de Estévan de Orona Celi también llamado Estévan de Baraona, vecino
de la ciudad.[5]
La urna que contenía los huesos, con su escudo de
armas pintado, quedó tras una puerta doble de hierro y madera dorada con
cristal y la siguiente inscripción: Ferdinandi
Cortés ossa servatur hic famosa. Las Actas del Cabildo de la Ciudad de
México recogieron con detalle todo lo relativo a esta tumba y las ceremonias
asociadas a la misma:
[…] en 30 de
Enero de dicho año, acordó el Sr. Arzobispo de México, D. Francisco Manso de
Zúñiga y el señor Virey de México, Marques de Cerralvo, que se hiciesen estos
dos entierros juntos en uno, honrándolos principalmente á los huesos de Cortés:
fué el entierro en San Francisco de México; salió de las casas del Marques del
Valle; fueron adelante todos los estandartes de las cofradías; fueron todas las
órdenes de frailes; fueron todos los tribunales de México; fue la audiencia de
los oidores; iba el dicho Arzobispo y cabildo de la Catedral de México, y en
este lugar iba el cuerpo del Marques D. Pedro Cortés en un ataud descubierto y
detras los huesos de D. Hernando Cortés en un ataud de terciopelo negro,
cerrado: llevaba á un lado un guion de raso blanco con un crucifijo, y Nuestra
Señora, y San Juan Evangelista, bordado de oro; y del otro lado las armas del
Rey de España, bordadas en oro, este guion á la mano izquierda de terciopelo
negro: con las armas del Marques del Valle, bordado de oro; y los que llevaban
los guiones iban armados; y detras del Señor Arzobispo con todos los
prebendados, y detras los enlutados, y un caballo despalmado todo enlutado;
todo lo dicho con mucho órden: luego proseguian todos los tribunales y la
universidad, y tras estos iba la audiencia y el Virey, con mucho acompañamiento
de caballeros; y tras de estos iban cuatro capitanes armados, con sus plumeros,
picas en los hombros ; y tras estos iban cuatro compañías de soldados con sus
arcabuces, y otros picas, y detras banderas arrastrando, y los tambores
cubiertos de luto: llevaban los huesos oidores, y el cuerpo del Marques D.
Pedro Cortés caballeros del hábito de Santiago: la concurrencia era inmensa, y
hubo seis posas donde ponian los ataúdes, todas las órdenes de frailes en cada
posa decian un responso.
La inquietud por los huesos de Cortés no cesaría. De
este modo, el 14 de septiembre de 1790, el Virrey Revillagigedo, dirige un
oficio al Barón de Santa Cruz de San Carlos, gobernador del Estado y Marquesado
del Valle, solicitando fondos:
Gastos hay
que aunque parezcan nuevos, no pueden menos de aprobarse y celebrarse por el
mismo que debe hacer el desembolso: tal seria el de construir un magnífico
sepulcro, cual corresponde al ilustre y esclarecido Hernán Cortés, cuyo nombre
sólo excusa todo elogio, y aun cuando sus ilustres sucesores, herederos de su
gloria, de sus honores y de sus cuantiosas rentas, no tuvieran con qué
costearlo, contribuiría con gusto y satisfacción al efecto todo buen español, y
desde luego yo seria el primero que ofrecerla mi caudal, persuadido á que este
era el más digno objeto á que se pudiera destinar.
El oficio fue remitido a Madrid al Duque de Terranova
y Monteleone, heredero de Cortés. Don Diego María Pignatelli, contestó el 22 de
Octubre de 1791, disponiendo que al lado del Evangelio y en el presbiterio de
la iglesia del Hospital de Jesús se erigiesen dos sepulcros, uno para el
Conquistador y otro para su nieto D. Pedro.[6]
El 30 de abril de 1792 se contrató al Arquitecto D.
José del Mazo, ejecutor de la obra realizada con «piedra de jaspe, sincotel ó
villería y tecali, y ejecutando el busto y escudo de las armas en bronce dorado
á fuego, D. Manuel Tolsa, Director de la Academia de San Carlos; importando
todo 3,054 pesos, de los cuales recibió Mazo 1,554 y 1,500 Tolsa.»
La inscripción del sepulcro rezaba:
«Aquí yace el grande héroe Hernán
Cortés, conquistador de este reino de Nueva España, gobernador y capitán
general del mismo, caballero del orden de Santiago, primer marqués del Valle de
Oajaca y fundador de este santo hospital é iglesia de la Inmaculada Concepción
y Jesús Nazareno. Nació en la villa de Medellin, provincia de Extremadura en
España, año de 1485, y falleció á 2 de diciembre de 1547 en la villa de
Castilleja de la Cuesta, inmediata á Sevilla. Desde esta se le condujo al
convento de la orden de San Francisco en la de Tezcuco, y de esto el año de
1629 á sus casas principales en esta ciudad de Mégico, con motivo de haber
fallecido en las mismas á 30 de enero su nieto D. Pedro Cortés, cuarto marqués
del referido título del Valle de Oajaca. En 24 de febrero de dicho año de 1629,
habiendo precedido el fúnebre aparato correspondiente á tan grande héroe, con
asistencia de los Sres. arzobispo y virey, real audiencia, tribunales, cabildo,
clero, comunidades religiosas y caballeros, se depositaron en diferentes cajas
abuelo y nieto, en el sitio en que se hallaban en la iglesia del convento de
San Francisco de esta ciudad, de donde se traslado á este panteón en 2 de Julio
de 1794, Gobernador el marqués de Sierra Nevada».
El 8 de noviembre de 1794 la urna se trasladó al
Hospital de Jesús, colocándose treinta blandones de plata en el sepulcro[7]. La
ceremonia se anunció con campanas por toda la ciudad y fue celebrada por el
dominico fray José Servando de Mier Noriega y Guerra (1763-1827). En la homilía
por el alma
de Cortés, un sermón que por propia confesión en sus memorias era encargo del
virrey, lo elogió por haber «destruido
la idolatría, los sacrificios humanos sangrientos y traído y comunicado la luz
del evangelio a los que moraban en las tinieblas de Egipto». La
comparación con Moisés, como es sabido, no era nueva, pues ya la había
establecido Mendieta.
Todo ello ocurría apenas un mes antes de que el 12 de
diciembre de 1794, festividad de Guadalupe, el propio fray Servando pronunciara
el célebre sermón[8] en el
cual se afirmaba que Sto. Tomás Apóstol había cristianizado el continente en el
siglo I y en el que también se asevera que la imagen de Guadalupe era «célebre
y adorada en la cima plana de esta sierra de Tenanyuca donde la erigió templo,
y colocó Santo Tomas». Una virgen que quedaba unida al propio santo, pues «la
imagen de Guadalupe no está pintada sobre la tilma de Juan Diego sino sobre la
capa de Santo Tomás Apóstol de este reino». La identificación entre Sto. Tomás
y Quetzalcóalt estaba servida sin necesidad de ver en Cortés al viejo dios
blanco y barbudo regresado.
La búsqueda de piezas que pudieran servir de base para
afirmar una evangelización previa a la llegada de los españoles tiene
precedentes como las actuaciones del abogado novohispano José Ignacio Borunda
(1740-1800)[9], tan
destacado en la excavación, en 1790, de la Plaza de Armas, o la más lejana, la
del exjesuita Carlos de Sigüenza y Góngora, director de las excavaciones de
Teotihuacán en 1675, que veía en Quetzalcóatl a Sto. Tomás.
Momento es de dar otro salto en el tiempo para situar en escena a Lucas Alamán
dentro de un contexto político tan agitado que llegó al punto de que el gobierno mexicano
propusiera que el 16 de septiembre de 1823[10] se exhumaran los restos de
Cortés y fueran llevados al quemadero de San Lázaro. Conocida la noticia, la
noche del 15 de septiembre de 1823,
Lucas Alamán (1792-1853), administrador del duque de Terranova y Ministro
del Interior y de Relaciones Exteriores, -quien señala la presencia de D.
Fernando Lucchesi, apoderado del señor duque de Terranova y Monteleone, que
dispuso de la caja con los huesos- junto al capellán mayor del Hospital, don
Joaquín Canales, extrajeron los huesos del mausoleo y los colocaron bajo la
tarima del altar Jesús, donde estuvieron al menos hasta 1827. El mausoleo fue
desmantelado -en 1833 debido a la acción de la ley nacionalizadora de 26 de
noviembre abolida por Santa Anna el 6 de julio de 1834- y el busto y armas de
bronce dorado se enviaron a Palermo, haciendo creer que iban acompañados de los
huesos. Alamán, en su Historia de Méjico
(1849-1852) –nótese el uso de la j- considerará a Cortés el padre de la patria
mexicana, tesis que sostendrán otros más adelante, entre ellos Vasconcelos.
Uno de los crédulos de tal viaje fue el propio Carlos
María de Bustamante, en gran medida contrafigura de Alamán -si bien salvaba de
la herencia española el catolicismo-, que precisaba que los restos de Cortés no
yacían ya en la iglesia:
… hoy están
en Italia, y ya desapareció su sepulcro de la Iglesia de Jesús Nazareno.
Nótese, que Cortés exhumó muchos cadáveres de caciques Mexicanos, por sacar de
sus sepulcros tesoros.. Tampoco sus cenizas reposaron en paz: ¡juicios de Dios![11]
Con los ánimos públicos más calmados, en 1836 Alamán
manda abrir un nicho en el muro del lado del Evangelio, que se cierra sin
referencia alguna. En este nicho reposarán en secreto los restos de Cortés
durante 110 años. Siete años después, en 1843, el propio Alamán entrega a la
Embajada de España una copia del «Documento del año 1836» que detallaba el
lugar preciso del entierro del marqués. Esta copia se mantuvo en secreto hasta
hacerse pública de manera inesperada.
El histórico movimiento de los huesos de Cortés no fue,
hasta ese momento, un secreto, como podemos advertir en estas palabras de Luis
de Solís y Manso, VI Marqués de
Rianzuela (¿?-1892), en su obra La
sombra de Hernan-Cortés, ó discurso que dirige a la nación el héroe de
Nueva-España (Sevilla, 1857). En
ella es el espectro del conquistador quien lanza esta lastimera queja:
Con esto y
avanzado en años, viviendo en la escuridad, y devorando en silencio los crudos
desengaños de la ingratitud, llamó á mis puertas la muerte mas ayna que
pensaba, reclamando su presa; antes que en vida lo fuera de muchos envidiosos,
que ni aun en la soledad de mi retiro dejaban de revolver mis huesos, haciendo
negra anatomía de mi honra.[12]
Con los huesos de Cortés a buen recaudo, la ignorancia
en cuanto a su lugar de reposo alimentó una polémica entre Luis González
Obregón y Ángel de Altolaguirre.
En 1906,
Luis González Obregón publica un ensayo: «Los restos de Hernán Cortés.
Disertación histórica y documentada» (Anales
del Museo Nacional, México 1906), que comienza comentando una noticia
aparecida en The Mexican Herald que
daba cuenta de una reunión celebrada en Madrid entre el Ministro de Relaciones
y el Ministro de México en la que se abordó la posibilidad de trasladar los
restos de Cortés a España. Es de suponer que el planteamiento de dicho traslado
se realizaba con el conocimiento, restringido a círculos discretos, del lugar
en el que se hallaban los huesos del conquistador. El proyecto, naturalmente,
suscitó polémica. González Obregón opta por dejar los restos de Cortés en
tierras mexicanas. Sin embargo, una pregunta comenzó a cobrar forma ¿Los restos
de Cortés realmente estaban en México?
La cuestión no era nueva, pues –citamos de nuevo a
González Obregón- El Popular de
México, el 13 de octubre de 1903, aseveraba, citando un reciente telegrama, que
los huesos, la urna que los contenía y el busto, junto al pedestal, se hallaban
en la casa del procurador D. Sebastián Alamán, descendiente lineal de
Cortés, domiciliado cerca del Hospital de Jesús, datos todos ellos negados por
González Obregón.
El documento refutado también señalaba la congruencia
entre la obra de Lucas Alamán, «nieto de Cortés» y las características del
pedestal encontrado en tal domicilio. Pero sobre todo, lo que interesa de esa
información es la afirmación de que los restos habían ido a parar a Italia en
1786, por decisión del tercer duque de Monteleón, si bien estos volverían a la
iglesia de Jesús gracias al siguiente duque, permaneciendo en ella hasta el
revolucionario 1824, error de fecha que señala Obregón.
Es entonces cuando Alamán y Monteleón, alarmados por
las revueltas que se están produciendo, esconden los restos y comunican su
ubicación al doctor Canalis, que a su vez permitiría que las reliquias
volviesen a la casa de los Alamán, donde el bibliotecario nacional, señor
Ágreda, los identificó. Sería precisamente el tal Sebastián Alamán quien
sugeriría la idea de donar los restos para el panteón de hombres ilustres de la
patria mexicana que se estaba construyendo.
La historia está bien trabada, si bien los restos de
Cortés nunca pisaron Italia, como demostrará González Obregón reconstruyendo su
itinerario y desmontando los muchos embustes contenidos en tal información. Sin
embargo, esto no es esto lo más interesante del escrito, sino otra refutación,
la que realiza a la afirmación de Pedro Sainz de Baranda de que los restos de
Cortés nunca salieron de España. La tesis es sostenido en titulado «Castilleja
de la Cuesta», del Diccionario
geográfico, estadístico, histórico de España, publicado por Miñano, en el
cual se afirma que los restos de Cortés se encuentran en España, sospecha
fundada en que «el francés José I dispuso, en 21 de Junio de 1810, que fueran
trasladados á Méjico, y no se tiene noticia de que el traslado se efectuara».
No obstante, como subraya González Obregón, el viaje a México de los huesos está
bien documentado en ambos lados del Océano.
Entre los testimonios, además de los de Bernal o
Torquemada, cita la obra El Corregidor
Sagas (1656), de Bartolomé de Góngora (c. 1578-1657), en la que aparece un
curioso dato sobre el año de la muerte de Cortés y el cráneo del conquistador.
En cuanto a la fecha del fallecimiento, dice que 1547 fue «año peligroso por
ser climatérico superior»; por lo que respecta a su testa: «hoy está su cuerpo
en S. Francisco de México y su calavera es de una pieza sin comezura, porque la
naturaleza señaló al más señalado del Universo»
Prosigue González Obregón narrando la entrega del
cuerpo y añade:
El Prior y algunos monjes de San
Isidro, mandaron abrir la caja adonde venía el difunto, y abierta, le
descubrieron el rostro para que fuese conocido de los presentes, el cual fue
reconocido por el de D. Hernando Cortés, dándose por recibidos del cuerpo los
frailes y el superior, para entregarlo «cada y cuando fuese pedido por su hijo
ó su apoderado.»
Así concluye González Obregón su
disertación, en la que introduce su interpretación y significado de la figura
de Cortés:
Bien censuradas ya las máculas que
tuvo el más célebre y el más afamado de los conquistadores castellanos; mejor
elogiadas sus sobresalientes cualidades como hábil político y capitán valeroso;
desechados los temores que pudieron haberse tenido de que sus restos hubiesen
sido ó sean profanados; sería un acto de justicia reconstruír el monumento
sepulcral que existía en el templo del Hospital de Jesús, ó levantarle otro
monumento en algún sitio adecuado, para recordar á la posteridad que allí
reposaban tranquilas las cenizas del fundador de una Colonia y de una Raza, que
constituyeron más tarde la nacionalidad independiente de la hoy República
Mexicana.
Como se ha dicho, el militar e historiador español
Ángel de Altolaguirre (1857–1939) terció en la polémica sirviéndose del Boletín de la Real Academia de la Historia -Tomo
48 (1906), pp. 410-412- para acusar
al mexicano de no haber sido capaz de precisar el momento en que se trasladaron
los restos al Nuevo Mundo, a pesar de que este apunte a una fecha anterior al
año 1568. La conclusión más contundente es que Obregón tampoco indica dónde
están los restos…
Así quedó la cuestión de los huesos de Cortés hasta
que en el año 1946, en el seno del colectivo republicano español exiliado en
México, saltó la sorpresa al aflorar, de manera irregular, la documentación entregada
por Alamán el siglo anterior. A continuación se exponen una serie de documentos
que debo a don Alonso J. Puerta, Presidente de la Fundación Indalecio Prieto. Todos
ellos estaban conservados en el archivo personal de Prieto.
El primero de ellos, «Cómo se violó el secreto
Cortés», es un recorte de Prensa Gráfica
(México, D.F., jueves 28 de noviembre de 1946), y en él se narra la conducta
del subsecretario de la Presidencia del Consejo de Ministros, José de Benito,
quien sustrajo los documentos de la caja fuerte en que se conservaban, siendo
neutralizado antes de salir con ellos en dirección a Europa. La búsqueda del
nicho en el que reposaba Cortés vendrá dada, finalmente, por la extravagante
participación de Fernando Baeza, quien no reveló de qué modo llegó a sus manos
una copia de los mismos. En cualquier caso, la rocambolesca escena sirvió para
hallar los huesos tantas veces manipulados:
Cómo se violó el secreto de Cortés
Revuelo por el Robo de los
Documentos Depositados en la Embajada Española en México
Ha
correspondido a nuestro fraternal colega LA PRENSA el destacar los aspectos más
apasionantes del reciente descubrimiento de los huesos de Hernán Cortés;
efectivamente, ayer anunciaba que en torno al documento que permitió la identificación
de los restos, iba a estallar un escándalo de desmesuradas proporciones.
El
documento en cuestión fue robado de la Embajada española; aunque gracias a los
cuidados del actual Embajador pudo recuperarse. Personas poco escrupulosas
hicieron, sin autorización de quien podía darla, una copia del mismo, y fue la
que permitió descubrir los restos.
He
aquí una síntesis de este sensacional acontecimiento:
Los
huesos de Hernán Cortés fueron enterrados subrepticiamente en 1836,
comprometiéndose a guardar el secreto las personas que en este acto tomaron
parte: entre ellas el célebre historiador don Lucas Alamán.
El
secreto fué desde entonces, transmitida de padres a hijos. En la época en que
estaba en México el general Prim, una de las personas por aquel entonces
conjuradas, depositó en la Embajada de España una copia del acta que, al
hacerse el entierro clandestino, se levantó.
Este
depósito fue considerado tradicionalmente, en la Embajada Española, como
sagrado. Por el edificio de las calles de Londres han desfilado personajes de
raigambre monárquica como Polavieja; republicanos como Gordon Ordás;
socialistas como Alvarez del Vayo; por encima de todas las ideologías quedaron
ligados por el secreto diplomático y nadie reveló jamás el contenido de aquellos
documentos, que para muchos de ellos eran incluso, desconocidos.
Tampoco
el actual Embajador señor Nicolau d´Olwer, uno de los intelectuales más
destacados entre los españoles de ahora, competentísimo historiador y muy
versado en Humanidades, ha sido quien rompiera el secreto tan celosamente
guardado durante un siglo, de acuerdo con las tradicionales normas del espíritu
caballeresco español.
Tan
triste sino –aunque los resultados del mismo hayan sido nada menos que el
descubrimiento de los restos del Conquistador- ha correspondido a un auténtico
“metiche”, que responde al nombre de José de Benito. Según informes que han
sido proporcionados por Indalecio Prieto, ese señor, político segundón y
arriviste, siempre en busca de la protección de los que mandan, que jamás ocupó
en España puestos de responsabilidad alguna, aunque actualmente sí lo tenga en
el Gobierno republicano español, aprovechó la confianza que en él se depositó
para revisar los documentos que estaban depositados en la Embajada Española.
Dándose
cuenta de la importancia de los mismos, los llevó a su casa y según se dice,
intentó llevárselos a Europa, cuando el gobierno de Giral se trasladó a París,
no sin antes por interpósita persona, sondear las posibilidades que había de
realizar con los mismos alguna operación comercial.
Gracias
a la entereza y diligencia del Embajador español, los documentos volvieron
adonde jamás debieron salir.
Entre
estas personas figura Fernando Baeza, un joven refugiado, íntimo de José de
Benito. Este Baeza es conocido en los medios españoles por su escaso seso y
menor preparación. Aunque presume de “intelectual” no se conoce ninguna
actividad suya que pueda darle fama de tal.
Con
un grupo de sus amigos discutió la importancia de ese documento y decidieron
ponerlo en conocimiento del historiador mexicanos Alberto María Carreño, quien,
como se sabe, llevó a cabo el resto de las investigaciones.
En
los medios de republicanos españoles existía esta mañana un gran disgusto al
ser conocidos los detalles que han quedado expuestos y que, repetimos, adelantó
LA PRENSA. Una prominente personalidad republicana nos manifestó que el hecho
de que ese secreto hubiera sido revelado solamente puede atribuirse a la
reconocida impreparación y ligereza del señor De Benito, que contrasta con la
de otros funcionarios que también tenían conocimiento de la existencia de ese
documento que, sin embargo, jamás se atrevieron a violar.
El
Documento que ha permitido localizar
los restos de Hernán Cortés se encontraba depositado en la Embajada española (abajo).
Un funcionario, el señor José de Benito (que aparece en la foto superior
acompañando al Embajador Nicolau d´Olwer) ha revelado el secreto guardado
celosamente por la misión diplomática española durante un siglo. Gracias a la
diligencia del señor Nicolau d´Olwer el documento en cuestión ha vuelto a su
primitivo lugar de depósito.
El siguiente es un artículo de Indalecio Prieto,
aparecido en Novedades ese mismo día,
28 de noviembre de 1946, en el que, además de contar todas las citadas
vicisitudes, se hace un encendido elogio de Cortés, apoyándose en ocasiones en
palabras de Salvador de Madariaga[13].
El artículo se cierra con la reproducción de un discurso del siempre patriota
Prieto pronunciado el 16 de diciembre de 1940, en el que exalta las virtudes civilizatorias
del Imperio español, entre ellas su condición católica, que suponen una
refutación de muchos de los contenidos de la Leyenda Negra, y que resultarán
chocantes cuando no enteramente indigeribles, a muchos de los que actualmente
militan en el partido de Prieto, refundado en los años 70.
En cuanto a Cortés, Prieto lo considera tan español
como mexicano, y pide su glorificación:
Mano española violó el secreto de
los restos
El acta del último enterramiento de
ellos, estaba depositada en la embajada de España en México.
Por Indalecio Prieto
Mexicanos:
Os habla un español que, por carecer de toda representación, puede y debe
hablaros con entera libertad; un español –nada más, pero nada menos- y
consiguientemente un hermano vuestro. Hermano no sólo por vínculos de raza y de
idioma sino, además, por lazos de gratitud. También la gratitud crea
hermandades, y la mía es inmensa por haber hallado hospitalaria acogida en
vuestro suelo, cuando la desventura, como a tantos otros, me arrojó hacia él.
Acaben
de ser descubiertos los restos de Hernán Cortés, ocultos hasta ahora por temor
a venganzas inflamadas de odio. Salvador de Madariaga, hablando de quien con
cuatrocientos hombres y dieciséis caballos conquistó un imperio, dice que “en
cuanto su propia grandeza le hubo elevado por encima del común de sus
compatriotas, fue blanco favorito de la injuria, la calumnia, la insidia, todos
los ruines sentimientos con que los bajos e impotentes procuran nublar a los
ojos del pueblo sencillo la odiosa encarnación de un éxito para ellos demasiado
evidente”. Y añade: “Puede afirmarse, sin temor a torcer los hechos ni un
ápice, que Cortés fue el primer hombre que sintió latir en su corazón un
patriotismo mexicano. La primera cláusula de su testamento estipula que se enterrarán
sus huesos en Coyoacán. Abundan los trozos de sus cartas e informes en que
expresa su clara visión de una Nueva España donde vivirán españoles y mexicanos
en paz y prosperidad, es decir, un México moderno, esencialmente mestizo de
espíritu, aun en aquellos mexicanos que son o indios puros o europeos puros de
origen”. “¿Cómo podía adivinar –dice de Cortés su elocuente panegirista- que en
la entraña de razas y naciones viven ocultos océanos de instintos, de emociones
y de oscuras, pero tenaces memorias, y de que preparaba para la Nueva España
siglos de tormentos morales y mentales?¿Cómo podía adivinar que un día vendría
en que habría que proteger con el secreto de sus cenizas, enterradas por
expreso deseo suyo, en la Nueva España, contra la furia de las multitudes de la
nación que había fundado, revuelta en frenesí destructora de sí misma contra el
hombre a cuya visión debía su existencia?” Pero el secreto se ha roto.
¿Subsiste tal furia vengativa? Debemos creerla ya extinguida, aunque todavía
perduren algunos posos.
¿Cómo
se ha roto el secreto? Yo os lo diré mexicanos, alumbrando el punto oscuro
donde se pierden entre tinieblas las informaciones periodísticas. No ha
obedecido el descubrimiento a pesquisas fatigosas de ninguno de vosotros,
movidas por afanes históricos ni mucho menos por deseos de venganza. Mano
española ha sido la violadora del secreto. Lo confieso con sonrojo, porque a
todos nosotros, dada la forma en que los hechos han ocurrido, nos salpica la
vergüenza.
El
acta del último enterramiento de Hernán Cortés conservábase aquí en la Embajada
de España, celosamente guardada dentro de la caja de caudales de dicho centro,
junto con otros importantísimos documentos, originales e inéditos,
estrechamente relacionados con la historia de nuestra patria y de la vuestra,
hermanos de México. Todos los embajadores –monárquicos y republicanos-
mantuvieron impenetrable reserva acerca del sagrado depósito, y cuando se
sucedían, transmitíanse, como consigna de centinelas en el relevo, el
compromiso de honor de seguir sosteniendo el secreto, también impuesto a
consejeros o secretarios a cuyo cargo quedaba la caja. Nunca se supo nada hasta
ahora que se ha sabido todo.
Adelantaré
que la culpa no alcanza al caballeroso embajador actual, don Luis Nicolau
D´Olwer, ni a ninguno de sus subalternos; pero sí, según las trazas, a un alto
funcionario de nuestra República, al subsecretario de la Presidencia del
Consejo de Ministros, José de Benito. Este, desde que fué nombrado en agosto de
1945 hasta que marchó a Francia recientemente, mangoneó, con su osadía
característica, cuanto pudo mangonear. En la primera página de un diario
mexicano, cierta diligente informadora registró el hecho, sin dejar de
comentarlo, de que habiendo ido varios periodistas a entrevistar al jefe del
Gobierno, don José Giral, fuera, en presencia de éste, el subsecretario, José
de Benito, quien, interponiéndose irrespetuosamente, contestara las preguntas
reporteriles. En documentación publicada por el Grupo Parlamentario Socialista
aparece comedida protesta contra la absurda ingerencia de dicho funcionario
arrogándose facultades superiores, y en mi archivo particular hay testimonio de
otra queja contra actuaciones intolerables en cualquier régimen que no esté
presidido por la irregularidad. Mas tantas y tan leales advertencias,
resultaron inútiles. La osadía, lejos de ser castigada, se premió. Suprimidos
en el nuevo presupuesto del Gobierno republicano español los subsecretarios
–auxiliares superfluos de ministros ociosos-, se ha hecho una excepción a favor
de José de Benito. Es la suya la única subsecretaría que continúa. Veremos si
también ahora, caso de que el expediente ya iniciado confirme lo que aquí se
narra, la aprobación superior asegura otra vez la impunidad. Creemos que no,
porque el Gobierno no querrá sumar a su previsible fracaso una inesperada
vergüenza.
José
de Benito, sin que las funciones de su cargo le autorizaran a ello, puso mano
en los papeles encerrados en la caja de caudales de la Embajada, y el acta del
enterramiento de Hernán Cortés salió de ella. El embajador, señor Nicolau
D´Olwer, prevenido de la desaparición y de que José de Benito, sin permiso de
nadie, se llevaba consigo el documento a Europa, con la inseguridad de portarlo
como cualquier cosa baladí entre su equipaje particular, sujeto a rigurosos
registros aduaneros en fronteras de países que no han reconocido al Gobierno
español, pudo proceder a tiempo, y supo hacerlo con energía, obligando a José
de Benito a sacar el acta de sus valijas, y a entregárselo a él, que debía ser
su custodio. El documento volvió a la caja donde siempre lo guardaron fuertes
herrajes, más el honor de los representantes diplomáticos de España. Pero se
habían obtenido copias, y una quedó en poder del español Fernando Baeza, amigo
de José de Benito. Lo demás lo conoce el lector con verídicos detalles. Como el
acta fijaba con exactitud centimétrica el lugar del muro de la iglesia de
Jesús, donde, protegida por empaques de madera y plomo, se empotró la urna con
los restos del Conquistador, fué tarea harto fácil dar con ésta. Y como también
reseñaba minuciosamente urna y envoltorios, la identificación tampoco ofreció
dificultad.
El
pueblo de México está ya en posesión de los restos mortales de tan gigantesca
figura humana. No sólo porque cuanto hay en suelo de México pertenece a los
mexicanos, sino porque además, según su voluntad postrera, el Conquistador
yacerá para siempre aquí, en la patria que fundó, en unión de los nobles
indios, aquí deben quedar los huesos. Pero han de quedar dignamente,
glorificándolos, elevando sobre ellos un majestuoso monumento. ¿Obra sólo de
los mexicanos? No, obra de mexicanos y españoles. Hernán Cortés es vuestro, mas
también nuestro, muy nuestro. ¿Por qué no hermanarnos, más aún, en torno a su
glorificación?
El
16 de diciembre de 1940, para festejar la Independencia de México, aquel día
conmemorada, hablé a los mexicanos desde una estación radiodifusora. De aquel
discurso son estas palabras:
“¿Quién
puede negar la grandeza a la obra de España en América? ¿Y quién puede negar la
grandiosidad de esa misma obra en las tierras de México? Los templos, los
palacios, las casonas andaluzas y extremeñas del tiempo colonial, esa
arquitectura maravillosa en que, asegurada la comodidad, el arte, para ornarla,
se entretuvo en exquisiteces, eso ¿qué es, sino español? Mientras las soberbias
catedrales se levanten en vuestro suelo, y permanezcan erguidos los magníficos
palacios, hasta no derrumbarse las casas de bello patio interior que recuerdan
a Andalucía; en tanto todas esas edificaciones subsistan, España estará aquí,
amorosamente, no imperiosamente, pero estará, y la huella de su genio resultará
imborrable. Pensemos, dejando desbordar alocadamente la imaginación, que un
fenómeno telúrico o una gigantesca ola de odio derribara tanta muestra del
genio español. ¡Pues no bastaría para borrar la traza de España aquí! Tendrían
vuestros literatos que romper las plumas con que escriben en castellano, y
tendríais vosotros todos, mexicanos, que enmudecer. Porque en tanto habléis
nuestro viril idioma, limpio de acentos duros, de gangosidades confusas, y de
dulzarronerías empalagosas, este idioma sonoro y bello en que cada palabra
parece un diamante y todo él una joya majestuosa, en tanto lo habléis, que lo
hablaréis siempre, no podréis negar la huella de lo español en México… ¿Qué es,
sino español, el magnífico respeto a la inteligencia y a la sabiduría que
figura en vuestras fórmulas sociales cuando decís: Sr. Ingeniero, Sr.
Licenciado…? Esa es una vieja costumbre española, que en nuestra patria fue
extinguiéndose. ¿Qué es, sino española, vuestra delicada cortesía, que tiene,
aun entre las clases humildes, extraña expresión?... Yo, que no milito en la
Iglesia Católica, y que acaso crea que ésta perdió mucho de su pureza
fundacional inspirada en las doctrinas de Cristo, ahogándola, en parte, entre
la pompa excesiva de sus ritos, afirmo que la Iglesia Católica ha sido y es una
soberbia congregación de abnegaciones y un ejemplo excelso de disciplina. Pues
bien, este hombre descreído no puede menos de reconocer la inmensa superioridad
de la religión católica sobre los cultos idolátricos practicados por las razas
que poblaban México cuando el país fué conquistado, porque en los altares
católicos no hay inmolaciones, no se sacrifican vidas humanas, no se depositan,
en holocausto a los ídolos, dioses o no de la guerra, corazones palpitantes de
hombres a quienes al pie del ara se les desgarraban las entrañas para el
sacrificio. Idioma, costumbres, cultura, religión, todo eso trajo España a
México. Pero, además, cualesquiera que sean las salpicaduras crueles de la conquista,
y que se hayan repetido durante la dominación -¿qué conquista y qué dominación
están libres de ellas?- queda aquí un testimonio irrecusable del sentido humano
que tuvo la empresa española. ¿Cuál es ese testimonio? Los millones de indios
que todavía pueblan el territorio mexicano. España no los exterminó, sino que
respetó su vida”.
Todo
esto vuelvo a evocarlo al plantearse al plantearse el destino que debe darse a
los restos de Hernán Cortés. Hacer un llamamiento a vuestra hidalguía,
mexicanos, sería más que ocioso, sería ofensivo. Mi llamamiento es a la
colaboración en la empresa glorificadora. México –perdonadme que os lo diga con
ruda franqueza- constituye el único país de América donde aún no ha muerto del
todo el rencor originado por la conquista y la dominación. Que no se diga que
los restos del sin par Cortés los ha descubierto a destiempo de una infidencia,
y que iras ancestrales pueden ultrajarlos. No, mexicanos. Prosternémonos juntos
ante el prócer que la Historia ha colocado en cumbres rayanas con el sol. Os lo
pide de corazón un hermano, un español.
Un
día más tarde, Prieto dirigió una carta al director de Tiempo, que reproducimos.
México,
D.F., 29 de Noviembre 1946
Sr.
D. Martin Luis Guzman
Director
Gerente de “Tiempo”
Ciudad.
Querido
amigo:- Esta mañana vino a visitarme en nombre de usted un redactor de “Tiempo”
para pedirme le dijera algo nuevo acerca de cómo se descubrieron los restos de
Hernán Cortés. Señalé a mi visitante el nombre de persona que. a querer, podría
informarle muy detalladamente; y, por mi parte, le dije breves palabras que no
merecen ser recogidas; pero por si lo fueran, como soy del oficio y sé que a
veces, sin mala fé, se tergiversan las declaraciones, quisiera que las mias,
caso de ser objeto de reproducción, apareciesen en la siguiente forma, que fue
la empleada por mi:
“Nada
tengo que añadir ni nada que quitar al relato que hice en mi articulo publicado
en el diario “Novedades” respecto a cómo se divulgó el acta que sobre el último
enterramiento de los restos de Hernán Cortés se guardaba sigilosamente en la
Embajada de España. Con cierta rectificación que mañosa y debilmente opone a
mis rotundas manifestaciones uno de los promotores del escándalo pretende una
coartada que creo no podrá prosperar, por parecerme imposible que funcionarios,
con pleno y directo conocimiento de los hechos, contribuyan a ella negándolos ó
desvirtuándolos, en oposición a muy terminantes afirmaciones suyas hechas en el
terreno particular. El expediente que se instruye, si los testigos que en él
deben deponer ratifican esas afirmaciones, y es de esperar que asi procedan
comprobará totalmente mi relato de conductas a virtud de las cuales un secreto
mantenido durante muchísimos años por personas respetabilisimas, lo llevo algun
mozalbete como tema a tertulias de café”.
Anticipándole
las gracias le saluda afectuosamente su amigo y s.s.
Por
último, reproducimos el artículo «Los Huesos de D. Hernán», publicado en Tiempo el 6 de diciembre de 1946, en el
que se hace una buena reconstrucción de los enterramientos de Cortés y de lo
ocurrido en la embajada española. En él se entiende lo que Prieto decía en su
carta en relación con la coartada que trataba de desmontar su reconstrucción de
los hechos. Llamamos la atención sobre el final del mismo, en el que diversas
personalidades consultadas a propósito de lo que se debía hacer con los huesos
encontrados, muestran sus inclinaciones ideológicas. Destacan las propuestas de
los ideológicamente opuestos, Vicente Lombardo Toledano (1894-1968) y Jesús
Guisa y Azevedo (1899-1986).
Ambas
hacen buena la observación del historiador Arturo Arnaiz y Freg: «Los restos de
Hernán Cortés no nos dicen nada nuevo sobre el conquistador, pero sí, en
cambio, nos permiten conocer cosas nuevas sobre nuestros contemporáneos».
Los Huesos de Dº Hernán
Hernán
Cortés murió en Castilleja de la Cuesta, España, el 2 de Dic. de 1547. Un día
después, ante el escribano García de Huerta, se abrió y leyó el testamento que
el conquistador había redactado en Sevilla meses antes. “Mando a mi sucesor
–dejó dicho Cortés- … llevar mis huesos a la Nueva España, lo que yo le encargo
que así haga dentro de 10 años, y antes si fuere posible, y que los lleven a la
villa de Coyoacán, y allí les den tierra en el monasterio que mando hacer y
edificar en la dicha villa, intitulado de la Concepción, del Orden de San Francisco,
en el enterramiento que en el dicho monasterio mando hacer para este efecto…”
Ni
este monasterio para mujeres ni el colegio para estudiantes de teología y
derecho que el conquistador mandó fundar en Coyoacán, llegaron a construirse.
Sí, en cambio, el Hospital de Nuestra Señora de la Concepción, en la ciudad de
México, también inspiración suya, y llamado ahora de Jesús.
El
cuerpo de Cortés fue sepultado en la iglesia de San Isidoro, en Sevilla. En
1562 los huesos se trajeron a México, y no existiendo el monasterio de
Coyoacán, fueron guardados en San Francisco de Texcoco. Cuando, 67 años
después, murió el 4º marqués del Valle, quisieron el virrey y el arzobispo de
la Nueva España que los huesos del conquistador reposaran junto a los restos
del último de sus herederos varones. Así, tas 9 días de solemnísimas honras, la
urna que contenía los huesos de Cortés quedó depositada en un nicho abierto
detrás del sagrario de la iglesia de los franciscanos.
A
fines del siglo XVIII el virrey conde de Revillagigedo inició la construcción
de “… un magnífico sepulcro, cual corresponde al ilustre y esclarecido Hernán
Cortés, cuyo nombre solo excusa todo elogio”. En 1794 el Arq. José del Mazo y
el escultor Manuel Tolsá dieron cima a la obra, y, el 8 de Nov. los huesos del
conquistador fueron colocados en la urna del monumento erigido en el Hospital
de Jesús. “Parecía –escribió Dº Lucas Alamán- que Cortés debía haber hallado un
asilo en que sus huesos reposasen seguros, en un edificio sagrado y dé pública
utilidad, construido a sus expensas; pero las vicisitudes políticas vinieron a
inquietarlos hasta en él”.
Dº
Lucas Alamán (1792-1853), historiador y brillante hombre público, fue jefe del
partido conservador y, varias veces, miembro de los gobiernos reaccionarios.
En
1822 se propuso en el Congreso la destrucción del sepulcro, y al año siguiente,
próximos a ser traídos a esta capital los restos de los héroes de la
Independencia, diversos impresos pidieron al pueblo que extrajera los huesos de
Cortés y los llevara a quemar a San Lázaro. Para evitar una profanación, la
urna se escondió provisionalmente bajo la tarima del hospital; pero como la
agitación continuara, se la cambió nuevamente de sitio, y se hizo secreto el
lugar preciso de su ubicación.
“Por
una inconsecuencia bastante común en las revoluciones –escribiría Dº José María
Luis Mora-, los descendientes de los españoles, en odio de la conquista que
fundó una colonia a la cual ellos y la república mexicana deben su existencia
natural y la política, con una animosidad a que no se puede dar nombre ni
asignar causa alguna racional, hicieron desaparecer este monumento, y aun se
habrían profanado las cenizas del héroe, sin la precaución de personas… que,
deseando evitar el deshonor de su patria por tan reprensible e irreflexivo procedimiento,
lograron ocultarlas de pronto y después las remitieron a Italia…”
Dº
José María Luis Mora (1794-1850) fue uno de los más ardientes defensores y
propagadores de las ideas liberales en México. Promovió ideológicamente las
reformas de 1833, que lo hacen precursor de las doctrinas que culminaron en la
época de Juárez.
Los
huesos del conquistador no se enviaron, como sugiere Mora, al duque de
Terranova, heredero del marquesado, que entonces residía en Palermo, sino que
se quedaron en México. El secreto de la exacta ubicación de las reliquias lo
compartieron muy pocas personas, y éstas sólo lo confiaron a sus descendientes
o sucesores. “Cuando en España se intentó pedir los restos –cuenta Carlos
Pereyra-, en México no faltó quien viera con ojos gratos la ocasión de entregar
el depósito…” La tumba de Cortés –dijo entonces un insigne español- sólo se
concibe en México. Con la urna funeraria necesitarían enviarnos los ahueheutes,
los volcanes y el cielo”.
Sabíase,
pues, con certeza, que los huesos se hallaban ocultos en esta ciudad. A fines
de la 3ª década de este siglo Antonio Pignatelli, hijo del duque de Monteleone
declaró que tanto él como los miembros del patronato del Hospital de Jesús
sabían a ciencia cierta dónde se encontraban los restos. Y, desde hace algunos
años, José C. Valadés realizó una búsqueda infructuosa en la capilla de aquella
institución benéfica y apenas erró el lugar por 25 cm.
El
descubrimiento de la tumba del capitán extremeño vino a realizarse, en medio de
circunstancias especialmente irregulares, la tarde del domingo, 24 de Nov. Ese
día, 4 personas excavaron el muro izquierdo del templo anexo a la casa pía que
fundó el conquistador, hasta dejar al descubierto la caja –negro y oro- que
contenía las reliquias. Una de esas personas, Fernando Baeza –español
trotamundos, de 26 años de edad-, había conseguido algunas semanas antes, por
medios que se negó reiteradamente a revelar, una copia de la información
testimonial que en 1936[14]
levantaron las autoridades eclesiásticas al consumarse, en secreto, el último
enterramiento de Cortés.
Baeza
comunicó su hallazgo al joven historiador Manuel Moreno, cubano, de 26 años,
becado por el Colegio de México; y como ambos eran extranjeros, decidieron bien
pronto mexicanizar la empresa del rescate. Así, el 11 de Nov. se reunieron con
Francisco de la Maza, miembro del Instituto de Investigaciones Estéticas de la
Universidad Nacional, y con Alberto María Carreño, viejo historiador
confesional que luego quiso adjudicarse la discutible gloria del
descubrimiento.
Hasta el día en que se exhumaron los restos
todo parecía ser el desarrollo de una investigación histórica seria y
honorable, pese al hecho de continuar en reserva el origen del documento que
proporcionó la pista. Este último punto lo dejó en claro, el jueves, 28 de Nov.
el político español Dº Indalecio Prieto, con un artículo en que dijo, entre
otras cosas:
“El
acta del último enterramiento de Hernán Cortés conservábase aquí en la Embajada
de España… José de Benito, sin que las funciones de su cargo (SubSrio de la
Presidencia del Consejo de Ministros) le autorizaran a ello, puso mano en los
papeles encerrados en la caja de caudales…, y el acta salió de ella. El embajador,
Sr Nicolau D´Olwer…, pudo proceder a tiempo, y supo hacerlo con energía,
obligando a JdeB a sacar el acta de sus valijas y a entregársela a él, que
debía ser su custodio… Pero se habían obtenido copias y una quedó en poder de
Fernando Baeza…”
Siendo
así, José de Benito, que no goza fama de hombre serio ni tiene bien ganada fama
de hombre ponderado, resulta ser el verdadero autor del descubrimiento, y los
otros 4, simples beneficiarios de una substracción nada airosa. Fernando Baeza
se apresuró a rectificar a Prieto, no sin antes romper lanzas en favor de JdeB.
“El documento revelador –dijo- fue descubierto en otros parajes que no son la
embajada de España y si el lugar y el texto se han ocultado y se siguen
ocultando a la opinión pública, ello se debe a poderosas y singulares razones”.
Insistió
Prieto el día 29:
“Con
cierta rectificación que mañosa y débilmente opone a mis rotundas
manifestaciones, uno de los promotores del escándalo pretende una coartada que
creo no podrá prosperar, por parecerme imposible que funcionarios, con pleno y
directo conocimiento de los hechos, contribuyan a ella negándolos o
desvirtuándolos, en oposición a muy terminantes afirmaciones suyas hechas en el
terreno particular.
“El
expediente que se instruye, si los testigos que en él deben deponer ratifican
esas afirmaciones, y es de esperar que así custodia del Instituto Nal. de
Antropología.
La
polémica –la misma, vieja y mal planteada polémica que enfrenta al hombre con
el civilizador- renació en México apenas se conoció el descubrimiento. Dijo, en
brillante síntesis, el historiador Arturo Arnaiz y Freg: “Los restos de Hernán
Cortés no nos dicen nada nuevo sobre el conquistador, pero sí, en cambio, nos
permiten conocer cosas nuevas sobre nuestros contemporáneos”. Estos opinaron:
“El Lic. Vicente Lombardo Toledano: “Los
restos de Hernán Cortés deben ser enterrados junto con los huesos de Franco”.
Jesús
Guisa y Azevedo: “Si la opinión sensata prevalece, esos restos deberían tener
un lugar de honor. Según la verdad oficial, Cortés fue un aventurero y esos
restos deben echarse al mar”.
Hecho el descubrimiento de las
reliquias, del que fueron don Manuel Toussaint, director de monumentos
coloniales del INAH; el doctor Pablo Martínez del Río, director de la ENAH y
del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM; don Rafael García
Granados, presidente de la Sociedad de Estudios Cortesianos; el licenciado
Bernardo Iturriaga, representante de la SHCP; don Manuel Romero de Terreros,
marqués de San Francisco, y don Felipe Tena Ramírez, secretario del Patronato
del Hospital, el 9 de julio de 1947 se reinhumaron los restos, colocándose tras
una placa de bronce (1,26 x 0.85 m.) con su escudo de armas y la lacónica
inscripción: «Hernán Cortés 1485-1547».[15] Nada se hizo, sin embargo un año
después, en 1947, al cumplirse cuatro siglos de su muerte.
El sellado del nicho tampoco sirvió para poner punto y
final a la polémica, que se trasladó al terreno artístico, como veremos.
En 1921, Diego Rivera regresó a México, donde
representó un papel determinante en el renacimiento de la pintura mural
iniciado por otros artistas y patrocinado por el gobierno. El célebre muralista
se dedicó a pintar grandes frescos sobre la historia y los problemas sociales
de su país en los techos y paredes de edificios públicos, ya que consideraba
que el arte debía servir a la clase trabajadora y estar a su alcance. Dentro de
este plan, Diego Rivera (1886-1957) inició los murales del Palacio Nacional,
pero al salir a la luz los huesos del conquistador lo pintó como un individuo
disminuido. El mural, titulado Desembarco
de Cortés en Veracruz, fue realizado en 1951. Según su confesión, el
artista se inspiró en los estudios del criminólogo Alfonso Quiroz Cuarón
(1910-1978)[16]
-elaborados a partir de fotografías de los huesos-, en los que se apunta que en
los restos de Cortés «se observan evidentes estigmas degenerativos que
corresponden a un padecimiento: el enanismo por sífilis congénita del sistema
óseo». Este dictamen fue instrumentalizado por los indigenistas, que
presentaron a un Cortés sifilítico o tuberculoso sin reparar en que el conquistador
tenía 34 años en 1521 y murió con 62. Otros estudios concluyeron que padecía de
osteosis, lo que explicaba las deformaciones, si bien todo parece indicar que
tales modificaciones fueron debidas al contacto que tuvieron los huesos por su
contacto con el terreno durante su ocultamiento.
Como contrapunto a la corriente muralista de Rivera,
el pintor y cartelista español, miembro del Partido Comunista de España, Josep
Renau Berenguer (1907-1982), es autor del mural realizado en el Hotel Casino de
la Selva construido en la década de los cuarenta por el también arquitecto
valenciano Félix Candela. La obra, hoy destruida, se tituló España hacia América, y fue iniciada
iniciado en 1946 para finalizarse en 1950. La parte superior la ocupa una
alegoría de la Hispanidad –nombre con el que también es conocido-, la inferior
la conforman distinguidos personajes. El mural, ubicado en el hotel en el que
se desarrolla la novela Bajo el volcán, de Malcom Lowry, fue parcialmente
destruido en 2001, cuando la empresa norteamericana Costco adquirió el
inmueble.
El Casino de la Selva, en Cuernavaca, había sido
adquirido en 1931 por Manuel Suárez y Suárez (1896-1987), empresario asturiano que adquirió fama
haciendo negocios con los políticos mexicanos. A Suárez se debe la decisión de
levantar la primera estatua ecuestre que se hizo en México a Hernán Cortés,
obra del ceramista español Florentino Aparicio hoy retirada y objeto de
controversia.
Sirva este artículo para arrojar un poco de luz sobre
unos hechos y un personaje histórico de talla universal siempre sujeto a nuevas
reinterpretaciones como las que sin duda podrán darse en los próximos años, al
acercarse el quinto centenario del punto de arranque de su trayectoria como
conquistador, al alcanzar en 1519 las costas del continente americano que
quedaría transformado decisivamente tras su paso.
[2] López de Gómara, Historia de la conquista, cap. CCLI.
[5]… y todo lo demás que fué
necesario para el entierro de los señores D. Pedro Cortés y D. Femando Cortés,
su abuelo, marqueses que fueron del Valle de Oajaca; en que puse manufactura,
recaudos de colores y papeles que fué necesario, en que gasté mucho tiempo,
trabajo, dineros y cuidado, lo cual estimo en mas de cien pesos; porque pinté
ocho banderas de ambas partes con las armas de su señoría, y otras tres de
papel de marca, doce pliegos la una y las otras dos en seis; doce muertes
grandes de á siete pliegos cada una; tres -docenas chicas, plateadas, en
pliego: dos docenas de calaveras plateadas; tres docenas de tarjas; otra docena
de muertes para las basas de las pirámides, y toda la pintura del túmulo.— Por
lo que á Vm. pido y suplico mande se me paguen por lo menos dichos cien pesos».
Así se dirigía el pintor a Doctor D. Juan de Canseco, miembro del consejo de S.
M. su oidor en esta real audiencia.
[6]
Según reza una lápida que se conserva en el lugar, el 6 de octubre de
1643, don Juan de Correa y don Andrés Martínez de Villaviciosa, realizaron en
el Hospital de Jesús, las primeras «anathomias humanas» para la
enseñanza de los estudiantes de la Real y Pontificia Universidad de México.
[7] Recientemente se ha restaurado
el pañuelo mortuorio de Cortés, un lienzo de lino y seda de 72x73 centímetros
adornado en sus extremos con figuras fitomorfas bordadas formando una cruz
lobulada en el centro.
[8] Pueden consultarse los Apuntes al sermón de 12 de diciembre de 1794
en: http://www.filosofia.org/aut/001/17941214.htm
[9] Véase la página a él dedicada
elaborada por Gustavo Bueno Sánchez: http://www.filosofia.org/ave/001/a300.htm
[10] El viajero inglés Bullock vio
los restos en ese mismo año de 1823, declarando lo siguiente: «Examiné
atentamente el cráneo de este personaje extraordinario; pero no vi nada que
pudiera distinguirlo de cualquiera otro. Por esta reliquia puede suponerse que
el resto del cuerpo era pequeño. Algunos de los dientes había perdido, sin
duda, antes de su muerte.» Cit. Los
restos de Hernán Cortes. Disertación histórica y documentada por Luis González
Obregon, México1903.
[11]Carlos María de Bustamante, Los Tres Siglos de México, tomo I, México
1836, p. 150.
[12]Luis de Solís y Manso, La sombra de Hernan-Cortés, ó discurso que
dirige a la nación el héroe de Nueva-España, Sevilla, 1857, pp. 17-18.
[13] Tanto Madariaga como Baeza
terminarían años más tarde incorporados al anticomunista Congreso por la
Libertad de la Cultura.
[14] se trata de una errata, debía
poner 1836.
[15] Pese a que este es el dato
comúnmente aceptado, Hugh Thomas sostiene que la fecha de nacimiento de Hernán
Cortés pudo ser 1482 (La conquista de
México, p. 149).
[16] El criminólogo intervino en el
caso de Ramón Mercader, asesino de Trotsky, colaborando en la detención del
criminal.
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