Blanco Fombona y la tesis del engaño
Iván Vélez
El Catoblepas, núm. 178, pág. 2, invierno 2017
«Nosotros somos indios alzados,
rebeldes, nadie nos va a callar, no nos vamos a callar». Así se manifestó
hace ya una década Hugo
Chávez Frías (1954-2013), por entonces presidente de la República Bolivariana
de Venezuela, tras el célebre incidente en el que terció Juan Carlos I,
pronunciando su famoso «¿Por qué no te callas?», mientras el Comandante Eterno tildaba de fascista a José
María Aznar en presencia del Presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero,
que asentía ante las palabras del militar venezolano.
La citada reivindicación
indigenista de Chávez tuvo lugar en la Universidad de Santiago de Chile días
después de la escena aludida, inserta en la XVII Cumbre Iberoamericana
celebrada en esa misma nación. El propósito del militar era claro: marcar distancias
con un rey español ya ausente. Al cabo, el silencio que se produjo tras el
mandato regio, transmitió una idea de sumisión inaceptable en el contexto
ideológico del Cono Sur, marcado en gran medida por la leyenda negra que
transforma al Imperio español en una estructura peninsular constituida para
expoliar a las naciones indígenas al sangriento precio del genocidio de sus
poblaciones. En definitiva, la actitud de Chávez ante la gesticulante
admonición del Borbón, podía interpretarse como un episodio más dentro de una
larga historia de opresión, como una reliquia del autoritarismo propio de los
españoles ante el que presuntamente se rebelaron los indios alzados de cuya
herencia se reclamó depositario Chávez. La pretendida identificación debía, no
obstante, sortear un importante escollo: La obstinada historiografía, que
evidencia que los indígenas tuvieron escasa relevancia en los alzamientos
liderados por los criollos burgueses avecindados en las principales ciudades de
la América española. Y ello a pesar de que la iconografía bolivariana haya ido
transformando el rostro del Libertador suavizando su angulosa efigie para
dotarla de rasgos menos europeos y braquicéfalos.
La imagen de unos indígenas que,
oprimidos por la metrópoli, se lanzaron contra los europeos siguiendo la
dirección marcada por los pálidos espadones a los cuales se erigieron bronces
una vez conseguida la independencia, cristalizó durante el afrancesado siglo
XIX. Pese a que durante esa liberadora centuria se impulsaron procesos de
blanqueamiento de las naciones emergentes, a veces llevados a cabo mediante el
exterminio de indígenas, las nuevas soberanías políticas a menudo se
presentaron como recuperación de las perdidas con la irrupción de los españoles
tocados de morrión y los tonsurados clérigos que les acompañaron. El siglo XX
reforzó tal idea gracias a los interesados esfuerzos indigenistas de la
etnología, los izquierdismos antiimperialistas trufados de Teología de la
Liberación y el evangelismo norteamericano, terna que en gran medida tomó el
testigo de la tarea de la masonería anglosajona y de figuras como la del
Ministro Plenipotenciario norteamericano Joel Robert Poinsett (1779-1851), no
en vano conocido como El azote del
Continente. Sea como fuere, las reconstrucciones de lo ocurrido entre 1808
y el fin del proyecto de la Gran Colombia, han sido muy diversas, entre otros
motivos por la operatividad política que mantienen en el actual panorama
político hispano frecuentemente necesitado de altas dosis de victimismo que
oculten determinados fracasos.
Frente a la vía indigenista
reclamada por Chávez, la tesis más ortodoxa empleada para analizar las no por
casualidad llamadas emancipaciones hispanoamericanas[1], es la que se acoge al
método escolástico. Tal vía nos remite, entre otros, el jesuita español
Francisco Suárez (1548-1617),
de cuyo fallecimiento en Lisboa se cumplirán en septiembre 400 años. En
consonancia con las tesis tomistas, el Doctor
Eximius, como otros destacados miembros de su Compañía, señaló a Dios para
limitar el poder político y terrenal, siempre tentado de caer en el absolutismo,
de los reyes. La soberanía tenía un origen divino y descendía hacia el pueblo,
quien lo delegaba, en una maniobra contractual, en las personas regias, pudiendo
recuperarla en determinadas condiciones. Un contrato de estructura orgánica –nótese
el gran peso en América de instituciones colectivas como los cabildos- muy
diferente al marcadamente individualista sostenido por Rousseau, autor que
influyó en determinados cenáculos criollos. Tal era el mecanismo de la translatio imperii, invocada por las
juntas constituidas en los días en los que la familia real española, los
antepasados de Juan Carlos de Borbón, permanecía cautiva en la Bayona. Su
captor no era otro que Napoleón, identificado con el Anticristo, razón por la
cual muchos fueron los clérigos, con el cura Hidalgo a la cabeza, que impulsaron
el griterío hispanoamericano, monárquico y virginal. «¡Viva la Virgen de
Guadalupe! ¡Abajo el mal gobierno! ¡Viva Fernando VII!», fueron las voces
escuchadas en México, en consonancia con lo manifestado un año antes en Quito
por una junta en absoluto indígena, que proclamó: «… gobernará interinamente a
nombre y como representante de nuestro legítimo soberano, el señor don Fernando
Séptimo, y mientras su Majestad recupere la Península o viniere a imperar en
América».
La sacudida revolucionaria había
venido inspirada en gran medida por ideales de la Ilustración que llegaban en
forma de libros a través, por ejemplo, de la Compañía Guipuzcoana. Tan
ideológicos cargamentos nutrieron a la Universidad caraqueña, sumándose a la
recuperación de Las Casas, por el que tanta admiración profesó Bolívar. Tales
circunstancias, junto a la movilidad de distinguidos criollos, explica el
ascendente de autores como Voltaire sobre hombres como Miranda.
Sea como fuere, la explicación
fundamentada en la metodología clásica, escolástica, ha sido empleada frecuentemente
para explicar los procesos que condujeron a la cristalización de nuevas
naciones en Hispanoamérica, acompañados de numerosos reajustes y trazados de
fronteras. Por citar a algunos recientes historiadores, Carlos O. Stoetzer
(1921-2011), autor de Las raíces escolásticas de la
emancipación de la América Española,
(Estudios Constitucionales, Madrid 1982), ha explorado tal vía, subrayando el
gran papel jugado por las doctrinas de Suárez, quien junto a Acosta, Suárez fue
el quien tuvo de mayor impacto en el Virreinato del Perú mientras su Defensa fidei, era quemada públicamente
en Inglaterra y Francia por ser considerada peligrosa para el Estado.
Si esta es una explicación clásica,
que permite incorporar a los indígenas en las revoluciones por la vía de la
religión, en 1911 apareció la obra de un compatriota de Chávez que ofreció una alternativa
acaso tan mezquina como real. Una explicación ni indígena ni escolástica. El
libro, editado en Madrid, se tituló La
evolución política y social de Hispanoamérica, y era obra de Rufino Blanco
Fombona (1874-1944). El escritor venezolano había tomado ya la vía del exilio
tras el ascenso al poder de un Juan Vicente Gómez (1857-1935) al que estuvo
próximo antes de ingresar en la prisión de La Rotunda, y convertirlo en carne
de sátira bajo nombres como Juan Bisonte
o Judas Capitolino. Desde el Madrid
en el que fundó la Editorial América anticipándose a la estruendosa eclosión de
la literatura hispanoamericana, Venezuela quedó transformada en Gomezuela y el régimen del militar y
dictador Gomez, en una barbarocracia.
Es en esa obra donde aparece un
razonamiento de las independencias que supone una cruda refutación de los
sublimes propósitos con los que suelen justificarse tales procesos. Se halla en
un epígrafe titulado «Carácter de la Revolución», y se resume en los siguientes
extractos:
«La Revolución, que se inició
simultáneamente, como se ha visto, en casi todas las provincias, fue de
carácter oligárquico y municipal. El pueblo no tuvo nada que hacer con ella al
principio. […] Fue una minoría, la clase superior, la que tuvo aspiraciones.
¿Y de qué medios se valió para
conspirar e imponerse? De los que disponía. Una sombra de poder, el poder
municipal, y algunos batallones comandados por criollos.
España heredó de Roma la
institución municipal, y la transmitió a su vez a sus hijos americanos. […] En
España fueron los municipios hogar de la libertad, hasta defenderse con las
armas en la mano contra el poder central y caer vencidos por el despotismo de
los Reyes austríacos. […] Era el único Cuerpo del Estado adonde se daba acceso
a los hijos de América, no de modo absoluto para ser dirigido o compuesto sólo
de americanos, sino proporcionalmente a un número de españoles siempre mayor. Y
fue esa minoría de los Cabildos capitalinos la que arrastró a la mayoría
peninsular o la engañó; la que, fingiendo con gran astucia política conservar
los derechos de Fernando VII, preso por Napoleón, se instituyó en Juntas y
empezó a gobernar, no la ciudad, sino el país, y a preparar el espíritu
público, la declaratoria de independencia y la defensa armada.»[2]
Una explicación teñida de realismo y
oportunismo que hemos querido llamar, para desengaño de indigenistas, alzados o
sedentes, «tesis del engaño».
Iván Vélez
[1] Subrayamos el término
«emancipación», acogiéndonos a las tesis que explican la transformación del
Imperio generador español en un conjunto de naciones sostenidas por Gustavo
Bueno en su España frente a Europa
(Alba Editorial, Barcelona 1999).
[2] Rufino Blanco Fombona, Ensayos históricos, Fundación Biblioteca
Ayacucho, Caracas 1981, pág. 164.
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