Artículo publicado el 25 de octubre de 2018 en Libertad Digital:
https://www.clublibertaddigital.com/ideas/historia-espana/2018-10-25/ivan-velez-conversos-y-judeofobos-en-tenochtitlan-86327/
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Conversos
y judeófobos en Tenochtitlan
Redactadas durante el reinado de
Alfonso X (1221-1284), las Siete Partidas
constituyen el cuerpo jurídico español más
importante hasta la promulgación de la legislación indiana, impulsada tras la
inesperada aparición de continente habitado por diferentes grupos humanos. Como
es lógico, los hombres de letras que redactaron las leyes alfonsíes, abordaron
la cuestión judía y las complejas relaciones entre esta comunidad y la
cristiana. Superado el ecuador del siglo XIII, la existencia de un importante
número de conversos motivó el siguiente párrafo: «Otrosí mandamos que después
que algunos judíos se tornasen cristianos, que todos los de nuestro señorío los
honren, y ninguno sea osado de retraer a ellos ni su linaje de como fueron
judíos en manera de denuesto. Y que tengan sus bienes y sus cosas partiendo con
sus hermanos y heredando a sus padres y a los otros parientes suyos bien así
como si fuesen judíos. Y que puedan tener todos los oficios y las honras que
tienen los otros cristianos» (Partida Séptima, Título XXIV: «De los judíos»,
Ley 6). El cuidado en el trato del converso tenía precedentes. En el Fuero Juzgo puede leerse, a propósito de
aquel que abandona la ley de Moisés: «el que se convirtiere a la Fe, y recibiere
el baptismo, haya todas sus cosas libremente» (Libro XII, Título II: «De los
hereges, judios, y sectas»). La abundancia legislativa habla a las claras del
interés de los reyes por proteger a un colectivo íntimamente vinculado a ellos,
pero también de un persistente rechazo popular, que exigía la reiteración en
este tipo de mandatos. El intento de introducir orden político, a veces de un
modo expeditivo, provocó fricciones entre las dos esferas de poder de la España
visigótica. De hecho, San Isidoro criticó a Sisebuto por obligar a los judíos,
bajo pena de muerte, a que se convirtieran al cristianismo. El santo sevillano
abogaba por el convencimiento y rechazaba la imposición, metodología que fue
avalada por el IV Concilio de Toledo, que dispuso que no se forzara a ningún
judío a abrazar el cristianismo. Las tensiones vividas en escenarios cortesanos
y eclesiásticos, corrieron paralelas a una serie de disturbios que alcanzaron
sus cotas más sangrientas con las matanzas de 1391, en las que, según Jean
Dumont, fueron asesinados alrededor de 4000 judíos.
Un siglo antes, durante el reinado
del rey sabio, existía plena consciencia del problema social que planteaban los
conversos. De hecho, en el título citado, junto al recordatorio de que los
judíos, a los que se les prohibía captar a cristianos, «vienen de linaje de
aquellos que crucificaron a Jesucristo», figuraba una amenaza para los que se
atrevieran a «retraer» su linaje a los cristianos nuevos, a los conversos. Esta
limitación trataba de establecer un corte con el pasado familiar de los que
habían ingresado en el orbe cristiano. No faltaban razones para tratar de
imponer el olvido en referencia a muchos de los vasallos del rey. El odio hacia
los semitas tenía una larga tradición que hundía sus raíces en la España goda,
en cuya entrega a los musulmanes habían jugado un importante papel los judíos,
que vieron en los árabes a unos libertadores.
La expulsión de los judíos, celebrada
en su momento por la Universidad de la Sorbona, y ocurrida tras la firma del
Edicto de Granada, abrió un nuevo frente protagonizado por los conversos. A la
indagación sobre la sinceridad de quienes habían abrazado la fe católica, se aplicó
la Inquisición española, implantada por Isabel I de Castilla y Fernando II de
Aragón, por cuyas venas corría cierta dosis de sangre judía. La expulsión no
erradicó los recelos hacia quienes provenían del colectivo semítico, algunos de
cuyos miembros ascendieron hasta ocupar puestos políticos y religiosos de gran
relevancia, incluso dentro del propio Santo Oficio. Meses después de la salida
de los judíos y de la toma de Granada, el descubrimiento del Nuevo Mundo
ofreció atractivas posibilidades para muchos españoles que pudieron dejar su
pasado, y el territorio en el que este constituía un lastre, a sus espaldas. No
fueron pocos los que cruzaron el Atlántico para iniciar una nueva vida, cuyas perspectivas
aumentaron a partir de la expansión continental que sucedió a los asentamientos
antillanos.
En la estela de la expedición de
Cortés, algunos descendientes de conversos se hicieron un hueco en la Nueva
España y en la Historia. Con el fin de evitar el enfrentamiento entre Hernán
Cortés y Pánfilo de Narváez, el licenciado Lucas Vázquez de Ayllón, de probable
origen converso, fue enviado desde la Audiencia de Santo Domingo, en la ocupaba
el cargo de oidor. Aunque no pudo llevar a cabo su misión apaciguadora, la
posición que ocupaba en el Caribe, da cuenta de hasta qué punto los orígenes no
impedían el acceso a puestos de tal entidad. Derrotado en
tierra Narváez, Cortés nombró almirante y capitán de la mar al maestre Pedro
Caballero, miembro de una familia de conversos sanluqueños, que había venido con
Narváez a cargo de uno de sus barcos, y cuya obediencia se vio favorecida por
la entrega de algunos tejuelos de oro.
Neutralizado
Narváez, una de las más audaces operaciones protagonizadas por los españoles
durante la ofensiva final sobre Tenochtitlan, fue la construcción y transporte
de los bergantines hasta las orillas de la ciudad lacustre. El ensamblaje de la
madera venida desde Tlaxcala se hizo en Texcoco bajo la supervisión de Martín
López. En el borde del canal abierto en la tierra se improvisaron unas fraguas
para fabricar clavazón. En ellas se escuchó el martillear de Hernando de
Aguilar y del converso Hernando de Aguilar, Majayerro, que acababa de perder a su
esposa, Beatriz de Ordás, muerta de unas fiebres. El comerciante Pedro de
Maluenda o el tasador Bernardino de Santa Clara, hijo del converso salmantino
David Vitales de Santa Clara, son otros nombres que destacan en las crónicas.
A pesar de que los cristianos
cerraron filas contra los mexicas durante la ofensiva que siguió a la Noche
Triste y a Otumba, el resquemor hacia aquellos que tenían a un judío dentro de
su árbol genealógico, perduró en el ánimo de algunos hombres. Tal sentimiento
afloró en la persona del capitán Pedro de Ircio, de quien Bernal Díaz del
Castillo, dijo que era «de mediana estatura y paticorto, e tenía el rostro
alegre e muy plático en demasía: qué haría e acontecería; e siempre contaba
cuentos de don Pedro Girón e del conde de Urueña, e era ardid, e a esta causa
le llamábamos Agrajes sin obras e sin hacer cosas que de constar sean murió en
México». Es muy probable que el riojano no supiera escribir, sin embargo
conservaba en su interior los rescoldos de una vieja judeofobia popular, que
brotó en un momento de máxima tensión.
Una vez conquistado Texcoco, Cortés
se lanzó a la conquista de Tacuba, miembro menor de la Triple Alianza. En
aquella ciudad, los mexicas, fingiendo una huida, hicieron penetrar a los
españoles en la calzada que se abría paso en el lago. Para cortar la retirada
de los barbudos, los de Tenochtitlan izaron un puente a la espalda de la tropa
española, y atacaron desde las canoas, la calzada y las azoteas de las casas.
En aquel lance, Cortés llegó a ser apresado, y estuvo a punto de ser conducido
al sacrificio. En plena pelea, el alférez de Pedro de Ircio, Juan Volante, que
también salvó la vida, cayó el agua, sumergiendo en ella el estandarte en el
que flameaba la imagen de la Virgen. Enfrentado con él por un asunto de faldas,
Ircio recogió la enseña y dejó escapar un grito en el que concentró su aversión
por aquellos linajes pertenecientes al pueblo deicida: «¡Oh, traidor,
crucificaste al Hijo y quieres ahora ahogar a la Madre!».
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