domingo, 9 de diciembre de 2018

Colón y la justicia restauradora

Artículo publicado el 17 de noviembre de 2018 en El Debate:
https://eldebate.es/rigor-historico/colon-y-la-justicia-restauradora-20181117


Colón y la justicia restauradora

            En 1973, una asociación de italianos regaló a la ciudad de Los Ángeles una pequeña estatua de Colón. En plena crisis petrolífera, el entusiasmo colombino contaba ya una larga tradición representativa. Casi dos siglos antes, en 1792, se había alzado en Baltimore el primer monumento dedicado al navegante. Las celebraciones organizadas por la nutrida colonia italiana llegaron más tarde. En 1886, Colón fue celebrado en Nueva York, y dos años después se hizo lo propio en San Francisco. Transcurridas varias décadas, en 1937, el presidente Franklin D. Roosevelt oficializó estos fastos, al otorgar la categoría de festivo al Día de Colón. La figura del Almirante quedaba fijada al calendario yanqui, años antes de alcanzar su cénit iconográfico americano, con la erección, en 1921, de una efigie en la República Argentina, cuya inauguración se hizo coincidir con el Centenario de la Revolución de Mayo. El encargado de quitarle al mármol lo que le sobraba, fue el escultor italiano Arnaldo Zocchi. Culminaba de este modo la italianización del Descubrimiento de América, consistente en darle todo el protagonismo a un piloto considerado genovés. La de Zocchi no era, sin embargo, la primera representación de Colón en Argentina. A finales de 1889, en la residencia del genovés Agustín Pedemonte, enclavada en la localidad bonaerense de Bernal, se había celebrado la presentación del primer monumento en suelo rioplatense.
            En España, también fue celebrado con varios conjuntos escultóricos a finales de esa centuria. La primera inciativa surgió a mediados del XIX en Barcelona, sin embargo, el proyecto no pudo fraguar hasta tiempo después, cuando, tanto en Madrid como en Barcelona, se le dedicaron sendos monumentos. Si en la Ciudad Condal, a la que Colón llegó para dar cuenta a los Reyes Católicos de su hazaña, el autor fue el arquitecto carlista, Cayetano Buigas, en la capital, el monumento lo firmó Arturo Mélida, introductor del movimiento Arts and Crafts en España.
En todos los casos, Colón figuraba como «descubridor», sin que la palabra «genocidio», no usada en aquellos días, se asociara a su trayectoria. Más de un siglo después, ambos calificativos se ven seriamente comprometidos. Como ya señalara Gustavo Bueno antes de la puesta en marcha de los fastos del «V Centenario», presentado como «Encuentro», Cristóbal Colón, el hombre que fue capaz de cruzar el Océano, no fue el descubridor formal de América. Sin restarle un ápice de mérito a su travesía, Colón fue, estrictamente, un descubridor material, por cuanto no fue capaz de insertar en los mapas las tierras en las que puso sus pies. Unas tierras que en absoluto eran un erial, sino el lugar donde se asentaban numerosos grupos humanos que, antes de que el marino tratara de convertir en esclavos a la genovesa, hicieron brotar estas sus palabras: «son buenos para les mandar». Como es sabido, Colón murió persuadido de que había llegado a las costas de Asia. Ello determinó que en su particular concepción geográfica, La Española ocupara el lugar de Cipango. El dominio de la isla posibilitaría el acceso al Gran Khan, en quien se buscaba a un aliado antimusulmán, conversión cristiana mediante. Colón, en suma, tal y como puede verificarse en sus últimos escritos, se consideraba un instrumento de la Divina Providencia, una herramienta útil en los tiempos previos a la paorusía y el Juicio Final. Al cabo, según calculó, a este valle de lágrimas le restaban apenas 155 años de existencia, por lo que urgía la conversión de aquellos hombres con los que tropezó. Su misión, en definitiva, venía alentada por un impulso divino, pues, según confesó, «para la hesecución de la inpresa de las Indias no me aprovechó razón ni matemática ni mapamundos; llenamente se cunplió lo que diso Isaías». Ello no impidió que manifestara su amor por el metal, al que se refirió en los siguientes términos: «el oro es excelentíssimo; del oro se hace tesoro, y con él quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega a que echa las ánimas al Paraíso». Las ensoñaciones colombinas tuvieron, no obstante, un final abrupto, cuando Francisco de Bobadilla apresó al venal Almirante, apodado el Faraón por su despotismo, y lo envió a España cargado de cadenas.
Más de cuatro siglos después, Colón vive sus más bajas horas iconográficas. El otrora resplandeciente descubridor, es hoy blanco de las iras, pues se le hace responsable de la apertura de una puerta por la que penetró un genocidio no ocurrido. Semejante interpretación permitió que durante la retirada del bronce, la obamita Hilda Solís, autoproclamándose juez de la Historia, afirmó que aquel era «un acto de justicia restauradora». Las declaraciones no pueden ser más sorprendentes, si se tiene en cuenta que fueron realizadas por una persona integrada en las estructuras de una nación que, movida por el Destino Manifiesto, barrió de sus cinematográficas praderas a la población indígena, que no halló más acomodo que servir de modelo para estudios antropológicos o autoparodiarse en numeritos circenses. Sin desdeñar otros factores relacionados con la fe, o por mejor decir, con las Iglesias, la medida parece responder a intereses marcados por la falsa conciencia. Según la ideología profesada por Solís & c, Colón, como símbolo del Imperio español, por más que las estructuras imperiales le proveyeran de pesados eslabones, representaría la imposición monocorde que habría aniquilado la arcádica diversidad prehispánica, de la que sobreviven reliquias. Comunidades indígenas, mimadas por ciertas instituciones norteamericanas tras las cuales se ocultan oscuros intereses que, conscientes del valor del divide et impera, tratan de encapsular en nichos identitarios a los así llamados «migrantes», muestra viva del mestizaje característico del imperio español, tan alejado del canon W.A.S.P.

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