Artículo publicado el 17 de noviembre de 2018 en El Debate:
https://eldebate.es/rigor-historico/colon-y-la-justicia-restauradora-20181117
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Colón
y la justicia restauradora
En 1973, una asociación de italianos
regaló a la ciudad de Los Ángeles una pequeña estatua de Colón. En plena crisis
petrolífera, el entusiasmo colombino contaba ya una larga tradición representativa.
Casi dos siglos antes, en
1792, se había alzado en Baltimore el primer monumento dedicado al navegante.
Las celebraciones organizadas por la nutrida colonia italiana llegaron más
tarde. En 1886, Colón fue celebrado en Nueva York, y dos años después se hizo
lo propio en San Francisco. Transcurridas varias décadas, en 1937, el
presidente Franklin D. Roosevelt oficializó estos fastos, al otorgar la
categoría de festivo al Día de Colón. La figura del Almirante quedaba fijada al
calendario yanqui, años antes de alcanzar su cénit iconográfico americano, con
la erección, en 1921, de una efigie en la República Argentina, cuya
inauguración se hizo coincidir con el Centenario de la Revolución de Mayo. El
encargado de quitarle al mármol lo que le sobraba, fue el escultor italiano
Arnaldo Zocchi. Culminaba de este modo la italianización del Descubrimiento de
América, consistente en darle todo el protagonismo a un piloto considerado
genovés. La de Zocchi no era, sin embargo, la primera representación de Colón
en Argentina. A finales de 1889, en la residencia del genovés Agustín
Pedemonte, enclavada en la localidad bonaerense de Bernal, se había celebrado
la presentación del primer monumento en suelo rioplatense.
En España, también fue celebrado con
varios conjuntos escultóricos a finales de esa centuria. La primera inciativa
surgió a mediados del XIX en Barcelona, sin embargo, el proyecto no pudo
fraguar hasta tiempo después, cuando, tanto en Madrid como en Barcelona, se le
dedicaron sendos monumentos. Si en la Ciudad Condal, a la que Colón llegó para
dar cuenta a los Reyes Católicos de su hazaña, el autor fue el arquitecto
carlista, Cayetano Buigas, en la capital, el monumento lo firmó Arturo Mélida,
introductor del movimiento Arts and Crafts en España.
En
todos los casos, Colón figuraba como «descubridor», sin que la palabra
«genocidio», no usada en aquellos días, se asociara a su trayectoria. Más de un
siglo después, ambos calificativos se ven seriamente comprometidos. Como ya
señalara Gustavo Bueno antes de la puesta en marcha de los fastos del «V
Centenario», presentado como «Encuentro», Cristóbal Colón, el hombre que fue
capaz de cruzar el Océano, no fue el descubridor formal de América. Sin
restarle un ápice de mérito a su travesía, Colón fue, estrictamente, un descubridor
material, por cuanto no fue capaz de insertar en los mapas las tierras en las
que puso sus pies. Unas tierras que en absoluto eran un erial, sino el lugar
donde se asentaban numerosos grupos humanos que, antes de que el marino tratara
de convertir en esclavos a la genovesa, hicieron brotar estas sus palabras:
«son buenos para les mandar». Como es sabido, Colón murió persuadido de que
había llegado a las costas de Asia. Ello determinó que en su particular
concepción geográfica, La Española ocupara el lugar de Cipango. El dominio de
la isla posibilitaría el acceso al Gran Khan, en quien se buscaba a un aliado
antimusulmán, conversión cristiana mediante. Colón, en suma, tal y como puede
verificarse en sus últimos escritos, se consideraba un instrumento de la Divina
Providencia, una herramienta útil en los tiempos previos a la paorusía y el Juicio Final. Al cabo,
según calculó, a este valle de lágrimas le restaban apenas 155 años de
existencia, por lo que urgía la conversión de aquellos hombres con los que
tropezó. Su misión, en definitiva, venía alentada por un impulso divino, pues,
según confesó, «para la hesecución de la inpresa de las Indias no me aprovechó
razón ni matemática ni mapamundos; llenamente se cunplió lo que diso Isaías».
Ello no impidió que manifestara su amor por el metal, al que se refirió en los
siguientes términos: «el oro es excelentíssimo; del oro se hace tesoro, y con
él quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega a que echa las
ánimas al Paraíso». Las ensoñaciones colombinas tuvieron, no obstante, un final
abrupto, cuando Francisco de Bobadilla apresó al venal Almirante, apodado el Faraón por su despotismo, y lo envió
a España cargado de cadenas.
Más
de cuatro siglos después, Colón vive sus más bajas horas iconográficas. El
otrora resplandeciente descubridor, es hoy blanco de las iras, pues se le hace
responsable de la apertura de una puerta por la que penetró un genocidio no
ocurrido. Semejante interpretación permitió que durante la retirada del bronce,
la obamita Hilda Solís, autoproclamándose juez de la Historia, afirmó que aquel
era «un acto de justicia restauradora». Las declaraciones no pueden ser más
sorprendentes, si se tiene en cuenta que fueron realizadas por una persona
integrada en las estructuras de una nación que, movida por el Destino
Manifiesto, barrió de sus cinematográficas praderas a la población indígena,
que no halló más acomodo que servir de modelo para estudios antropológicos o
autoparodiarse en numeritos circenses. Sin desdeñar otros factores relacionados
con la fe, o por mejor decir, con las Iglesias, la medida parece responder a intereses
marcados por la falsa conciencia. Según la ideología profesada por Solís &
c, Colón, como símbolo del Imperio español, por más que las estructuras imperiales
le proveyeran de pesados eslabones, representaría la imposición monocorde que
habría aniquilado la arcádica diversidad prehispánica, de la que sobreviven
reliquias. Comunidades indígenas, mimadas por ciertas instituciones
norteamericanas tras las cuales se ocultan oscuros intereses que, conscientes
del valor del divide et impera,
tratan de encapsular en nichos identitarios a los así llamados «migrantes», muestra
viva del mestizaje característico del imperio español, tan alejado del canon W.A.S.P.
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