Libertad Digital 23 de mayo de 2019
https://www.clublibertaddigital.com/ideas/sala-lectura/2019-05-23/ivan-velez-iberofonia-y-paniberismo-87940/
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Iberofonía
y paniberismo
El español y el portugués
constituyen, pues, un caso de interinteligibilidad
recíproca singular y único. Se trata del único ejemplo de dos grandes
lenguas –grandes en términos cuantitativos- habladas ambas por más de cien
millones de personas, que son, al mismo tiempo y en líneas generales,
recíprocamente comprensibles; aunque esta intercomprensibilidad no sea
perfectamente simétrica por razones esencialmente fonológicas, que hacen del
español una lengua más fácilmente comprensible para el hablante lusófono que el
portugués para el hispanoparlante. Esta característica, sumada al peso
cuantitativo del español en el mundo, sitúa a este idioma, de facto, como principal lengua vehicular de la Iberofonía. En todo
caso, la realidad de la intercomprensión iberófona convierte, en términos
generales geolingüísticos, al espacio idiomático compartido por el español y el
portugués, al espacio iberohablante, en un solo espacio lingüístico: el espacio multinacional de países de lenguas
ibéricas cuya existencia constituye una hipótesis principal de este
trabajo.
Sobre la realidad expuesta en esta larga
cita se desarrolla el voluminoso -más de 700 páginas- Iberofonía
y paniberismo. Definición y articulación del Mundo Ibérico (Última Línea,
Madrid 2018), cuyo autor es Frigdiano Álvaro Durántez Prados. El libro ahonda en
el análisis de las profundas relaciones que, sobre todo por la vía lingüística,
unen a una treintena de naciones y a 800 millones de personas, de las cuales,
570 hablan español y 230 portugués. Unos vínculos que responden a un complejo
sustrato: el imperial, pues las naciones que, con distinta tonalidad, aparecen
coloreadas en los mapas, necesariamente globales, que ilustran el libro, han
pertenecido, de distinto modo, a unas estructuras sin las cuales la actualidad
geopolítica no es comprensible. Esta evidencia explica los numerosos intentos
que se han ensayado para, una vez transformados los imperios hispano y
portugués en un conjunto de sociedades políticas, en mayor o menor medida
soberanas, reconfigurar las relaciones en función de parámetros políticos,
lingüísticos e incluso religiosos.
Frente a plataformas alternativas,
desde la Península Ibérica se han ensayado diferentes reconfiguraciones cuyo
precedente histórico fue la incorporación de Portugal y sus posesiones
ultramarinas a la Monarquía Hispánica, periodo cuyo recuerdo dejó una larga
estela de recelos en el país vecino. Tres siglos después de que el Duque de
Alba garantizara para Felipe II el reino portugués, en 1885 se constituyó la
Unión Iberoamericana, entidad creada en España, impulsada por gentes como
Cánovas del Castillo, Segismundo Moret o Jesús Pando, que venía a dar
continuidad a aquellos movimientos hispanoamericanistas que reaccionaron ante
la América anglosajona y, en ocasiones, filibustera. Pronto, la Unión
Iberoamericana se abrió a la participación de Portugal y Brasil, posibilidad
que se hizo visible en 1892 con la celebración del Congreso Pedagógico
Hispano-Portugués. Paralelamente a estos fastos, las obras de Rafael Altamira,
pero también la de algunas plumas hispanoamericanas como la del peruano Edwin
Elmore Letts, trataron de sumar esfuerzos en este frente unionista. A Letts se
le debe la organización, en 1923, del Congreso Iberoamericano de Intelectuales,
en el cual se habló explícitamente de «paniberismo». En relación al
hispanoamericanismo, distingue Durántez entre uno progresista, el marcado por
el regeneracionismo español de Altamira, González Posada y Blasco Ibáñez, y el
llamado panhispanismo, representado por Menéndez Pelayo, Vázquez de Mella,
Romanones o Canalejas y caracterizado por su fuerte impregnación católica. En
cualquiera de sus dos manifestaciones, estos movimientos fueron vistos por
Portugal como una suerte de expansionismo español.
Si estas fueron las principales
iniciativas impulsadas desde el lado español o hispano, desde el luso podemos
citar el proyecto del brasileño Sílvio Romero, que ideó una Federación
Luso-Brasileña en 1902 como reacción a la masiva llegada de inmigrantes no
portugueses. La alianza tuvo continuidad desde el lado portugués en la
propuesta de António Maria Bettencourt-Rodrigues, que en 1917 defendió una
Confederación luso-brasileña como respuesta al auge del mundo anglosajón. De
este modo también se pretendía contrapesar el mentado expansionismo español.
Para continuar por esta línea, hemos de citar al portugués Agostinho da Silva,
que se propuso nada menos que la «regeneración espiritual del universo»,
gracias a un proyecto panibérico capaz de oponerse a los bloques soviético y
norteamericano. En plena Guerra Fría, hablamos de 1957, Da Silva trataba de
neutralizar el recuerdo de la autoritaria Castilla y se proponía sumar a
catalanes, vascos y «a mourisca gente do sul» dentro de una iniciativa que
haría las delicias de los federalistas españoles de antaño y de hogaño,
dispuestos a sumar a sus regiones, convertidas en naciones, a una Federación
ibérica que no dejaría espacio a la palabra tabú: España.
Los bloques hispano y luso, no
obstante, fueron cuajando alrededor de un par de organizaciones: la Comunidad
Iberoamericana de Naciones y la Comunidad de Países de Lengua Portuguesa cuyo
acercamiento ha sido gradual. Ante esta posibilidad de convergencia, no son
pocas las potencias que han tratado de introducirse dentro de tales
comunidades, bien para desvirtuarlas bien para redirigirlas en función de
intereses concretos. El surgimiento de la idea de latinidad surgió para
erosionar el bloque hispano pero también el portugués, pues ampliaba los
criterios de pertenencia a un colectivo más amplio en el que se introdujo
destacadamente Francia. En su obra, Durántez da cuenta de cómo en 1954 se firmó
el Tratado de Madrid en el que se fundó la Unión Latina, basada en argumentos
como los que siguen:
Los Estados signatarios del presente
Convenio, conscientes de la misión que a los pueblos latinos incumbe en la
evolución de las ideas, el perfeccionamiento moral y el progreso material del
mundo, fieles a los valores espirituales en que se funda su civilización
humanística y cristiana; unidos por su común designio y vinculados a los mismos
principios de paz y justicia social, respecto a la dignidad y a la libertad de
la persona humana…
Objetivos más mundanos son los que
se emboscan detrás de la figura del observador, institución alojada dentro de
organizaciones que tratan de fortalecer los lazos hispanolusos en toda su
extensión. Desde finales de los noventa, en los que dicha cooperación comenzó a
canalizarse de forma creciente, una serie de naciones como Bélgica, Países
Bajos o Francia, todas ellas con un más que cuestionable pasado colonial, han
adquirido tal condición, constituyéndose en unas más que evidentes cuñas
capaces de hacer saltar por los aires la cohesión que tanto Durántez como quien
esta reseña firma, desearía.
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