El Catoblepas • número 137 • julio 2013 • página 8
El expresionismo abstracto o la libertad subvencionada
Iván Vélez
La guerra fría contra el realismo socialista propugnado por la Unión Soviética
Alojado
en las célebres Casas Colgadas de Cuenca, el 1 de julio de 1966 se inauguró el Museo
de Arte Abstracto Español gracias, sobre todo, al impulso del pintor Fernando
Zóbel y a la generosidad de la Fundación Juan March.
Fernando
Zóbel de Ayala, nacido en el seno de una acomodada familia a cuya cabeza se
situaba un hombre de negocios español, vio sus primeras luces en Manila en 1924,
estudiando Medicina en Filipinas y licenciándose en Filosofía y Letras por la
Universidad de Harvard, con un estudio sobre García Lorca, tras el final de la
Segunda Guerra Mundial. De regreso a Manila, ocupará durante casi una década la
cátedra de Bellas Artes de su Ateneo, viajando constantemente por Europa y
Estados Unidos, y entablando, a mitad de los 50, una estrecha relación con muchos
de los pintores abstractos españoles.
Sus
comienzos como pintor se sitúan en 1942, si bien su obra se expone al público en
1951 en la ciudad de Boston y más tarde en Manila. Su mayor influencia en tal
época es Mark Rothko. La muerte le sorprendió en Roma en 1984.
En
1995, el museo conquense fundado por Zóbel, Gustavo Torner y Gerardo Rueda, dedicó
una exposición a otro pintor encuadrado en el llamado expresionismo abstracto,
doctorado en Filosofía en Harvard y rendido al talento del poeta granadino:
Robert Motherwell. La exposición de la obra de Motherwell, parte de la cual está
dedicada a la II República Española, vio desfilar por las célebres Casas, a
muchos visitantes que acaso vieron en los trazos rojos una alegoría de la
sangre, y en los negros, un enlutado y respetuoso homenaje a los que perdieron
su vida bajo la marcial bota de Franco. Situado ante las obras dominadas por el
color negro, la interpretación del espectador versado en la trayectoria del
pintor americano, bien pudo servir incluso para evocar los «sonidos negros»
lorquianos. En cualquier caso, parece evidente que el rótulo que acoge, entre
otras, la obra de Motherwell: «expresionismo abstracto», marca una ruptura con
el expresionismo figurativo de entreguerras. La etiqueta, como es bien sabido,
figura ya en cualquier manual de arte que se precie de dar cuenta de la
producción de la segunda mitad del siglo XX.
Sin
embargo, bajo la aparente espontaneidad de este movimiento, operaron
interesadas personalidades e instituciones que permitieron su subsistencia
fomentándolo. Será precisamente Rothko quien sirva para avanzar en esta línea.
Nacido
en Letonia en 1903, el judío Marcus Rothkowitz desarrolló su obra en Estados
Unidos teniendo como influencias a Arshile Gorky, Barnett Newman y Adolph
Gottlieb, quienes canalizarán componentes surrealistas y de otras tendencias vanguardistas.
Es
a finales de la década de los años 40 cuando surge una generación de pintores
que acabarán recibiendo tal designación. Muchos de ellos estuvieron vinculados
al Proyecto Federal de las Artes, desarrollado durante el mandato de Roosevelt[1]. El
apoyo financiero estatal, sin embargo, dará pronto un giro que servirá no sólo
para consolidar este estilo, sino para frenar las veleidades ideológicas, la
militancia comunista en definitiva, de algunos de los artistas emergentes que,
como Jackson Pollock, tuvieron conexiones con el muralismo mexicano de
trasfondo marxista. En estas labores depuratorias se empleó el Comité de
Actividades Antiamericanas tras la Segunda Guerra Mundial.
Sea
como fuere, más allá de las cuestiones ideológicas, lo que se percibió en este
nuevo arte que prescindía de las formas reconocibles, era precisamente su
alejamiento del realismo que propugnaba el comunismo de la U.R.S.S., pero
también el ya vencido nazismo[2], la
falta de ataduras con un mensaje propagandístico, incluso con la mímesis del
mundo. Un mundo que desde el otro lado del Atlántico amenazaba con ser
recubierto por el proyecto soviético tras la caída de Alemania. A estos
factores se sumaba el genuino carácter estadounidense de tal estilo[3].
Depurado
el grupo de elementos sospechosos, será el rudo, errático y alcohólico Pollock
quien simbolice un movimiento tan libre que permitía el empleo de una técnica tan
arbitraria y gestual como es el goteo de pintura sobre un lienzo estirado sobre
el suelo.
El
siguiente paso consistió en desbordar las fronteras norteamericanas y saltar a
Europa[4] para dar
la réplica, no sólo al figurativismo ruso, sino también a las vanguardias que
comenzaban a envejecer. Frente al esclerótico arte que todavía cargaba con
cierta carga académica –al menos la incorporada a los inevitables manifiestos
que acompañaron a los movimientos de vanguardia- se situaba un nuevo y vigoroso
movimiento plástico libre de cualquier atadura. Pronto –Berlín 1950- cristalizará
el proyecto del Congreso para la Libertad de la Cultura, cuyas acciones irán en
paralelo a las de carácter bélico, diplomático y estratégico tendentes a frenar
la amenaza soviética. En este caso, se trataba, en definitiva, de
contraprogramar el arte propagandístico por medio de un nuevo estilo ajeno a
los cánones, un arte de borrosas intenciones que además no venía financiado
directamente por el Estado, sino que se nutría de los desinteresados y
altruistas fondos que un conjunto de fundaciones privadas, crecidas al calor
del esplendor capitalista, donaban a los artistas. Hemos de señalar, en
relación con estas iniciativas de financiación privada, un lejano precedente:
la figura del donante.
El
MoMA y la familia Rockefeller serán piezas clave de tal estrategia, pues es en
el museo diseñado por Wrigth donde se producirá la puesta de largo de tal grupo
de pintores. En particular, es Nelson Rockefeller, vinculado directamente a la
CIA y asesor de Eisenhower, quien apuesta de manera definitiva por el
expresionismo abstracto, una vez liberado de su fugaz relación con el muralista
Diego Rivera[5],
quien había incluido, en un mural encargado por el potentado norteamericano, y
posteriormente destruido, nada menos que el rostro de Lenin.
La
cálida acogida que los expresionistas abstractos tuvieron en el MoMA tuvo
continuidad en otro museo neoyorkino: el Whitney, cuya directiva también estaba
relacionada con la poderosa Agencia de Inteligencia. Otras fundaciones, como la
Fairfield o la Ford, sirvieron para dispensar becas a artistas extranjeros, financiar
giras europeas. A todo ello hemos de sumar el apoyo de medios de comunicación –señaladamente
la revista Life- y la positiva influencia
de determinados críticos de arte, que contribuirán a la consolidación de la
llamada Escuela de Nueva York, cuyas filas serán engrosadas por artistas
europeos como el francés Yves Klein, cuyos pinceles eran los cuerpos humanos de
mujeres desnudas y embadurnados de pintura que él manejaba y hacía deslizar
sobre lienzos extendidos en el suelo.
España
no sería ajena al influjo del nuevo expresionismo. Las hemerotecas dan cuenta
de la atracción que Nueva York ejercerá sobre un grupo que se irá consolidando.
Veamos:
El
viernes 24 de junio de 1960, La
Vanguardia Española publicará, en su página 24, un teletipo enviado desde
Nueva York por su corresponsal Ángel Zúñiga (1911-1994), que lleva un elocuente título:
«Triunfo de los abstractos»[6]. El
artículo da cuenta de una exposición de pintores españoles titulada «Antes de
Picasso y después de Miró». El lugar de dicha muestra no fue otro que el Museo
Guggenheim. Zúñiga subraya el creciente interés que en Estados Unidos había por
España y en particular por el lugar donde se radicaba el periódico para el que
trabajaba: Barcelona.
En
la exposición existe una gran presencia de artistas catalanes que Zúñiga no
duda en adscribir al término «barcelonismo», en tanto que «fenómeno cultural».
Si los Nonell y Fortuny, que retratan románticas escenas folclóricas y de
gitanos, se sitúan antes de Picasso –cubista y afiliado al Partico Comunista- Millares,
Feito, Cuixart, Canogar, Farreras, Juana Frances, Lucio, Hernandez Pijuan,
Planell, Rivera, Sams, Vila Casas, Viola y Zobel –muchos de ellos, por cierto,
presentes en el Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca- aparecerán después,
de Miró. En definitiva, el paréntesis que omite las vanguardias, dejando en el
vacío los movimientos vinculados a las ideologías previas a las II Guerra
Mundial, está servido. La exposición, tras tan oportuno hiato, podrá continuar
con la abstracción a la que se han sumado los jóvenes pintores citados.
Zúñiga, que ve
en la abstracción «el ardiente misticismo de la negación figurativa», también
informa de que cuatro obras, pertenecientes a Tapies, Feito, Rivera y Saura,
han sido adquiridas por el museo neoyorkino. Junto al elogio lanzado hacia
estos pintores capaces de apartarse del influjo del Museo del Prado, que «no ha
hecho sombra a estos audaces iconoclastas de una tradición, que sólo es tal
renovándola», cuenta también Zúñiga cómo
grupos de artistas figurativos –movidos por sus convicciones estilísticas pero
también por intereses gremiales- protestan ante el imparable avance de la
Escuela de Nueva York:
Precisamente en Nueva York ha
habido una manifestación en contra de los Museos por artistas figurativos que
protestaron no porque las Pinacotecas neoyorquinas fueran conservadoras, sino
por ser demasiado revolucionarias
y no admitir más que el expresionismo abstracto.
Seis
años después de la exposición del Guggenheim, y de la mano de la Fundación
March, creada en 1955 y dotada con 300 millones de pesetas por el principal
financiador de Franco, Juan March, quien tuvo como modelo la Fundación
Rockefeller, muchos de los artistas citados encontraron un espacio expositivo permanente
en Cuenca.
Poco
importa si los miembros de lo que se dio en llamar Grupo El Paso o Grupo de
Cuenca, supieron en su día que Motherwell, Pollock o Calder estaban sostenidos
por el Congreso por la Libertad de la Cultura. Poco importa también si el subjetivismo
subyacente bajo el modo de producir obras de arte de estos pintores incorporara
afinidades comunistas o directamente antiamericanas. Conviene, creemos, ver
hasta qué punto, las estrategias más o menos visibles emprendidas por el
imperio norteamericano fueron capaces de levantar un dique anticomunista tan
sólido que consintiera incluso cierto grado de disensión sin que la estructura
se resintiera.
Continuando
con la metáfora muraría, finalizaremos diciendo que del mismo modo que un
caliche –concentración de óxido de cal- no compromete la firmeza estructural de
un ladrillo, y menos la de un muro, las actividades de estos artistas interiormente
«exiliados» en el plácido segundo plano de ciudades de provincias, por encima
de su aireado antifranquismo, en absoluto supusieron obstáculo alguno, antes al
contrario, en la transformación de un régimen político del que pudieron
escapar, en dirección a la libertad democrática, a través de libérrimos cromatismos
y texturas hoy sacralizadas en el musealizado caserón que se asoma a la Hoz del
Huécar.
Iván
Vélez
[1] Véase La CIA y la guerra fría cultural, Frances Stonor Saunders (Ed.
Debate, Barcelona 2013, p. 291).
[2] Durante la II Guerra Mundial, elementos
de la llamada cultura popular como el propio Mickey Mouse, icono figurativo que
después, vía arte pop, sería elevado a la categoría de cultura circunscrita, fueron
instrumentalizados para ponerse al servicio de la propaganda antinazi, labor a
la que se sumaron personalidades como Chaplin, con su película El Gran Dictador (1940).
[3] Op. cit., p. 292.
[4] A Europa llegaron obras de
arte americanas, pero también conciertos y recitales de jazz que incluían a
músicos negros como Louis Amstrong.
[5] Ibid., p. 297.
1 comentario:
La Fundación March no tuvo que demostrar su generosidad en la fundación del museo. La formación de la colección y la creación del museo fue obra de Fernando Zóbel quien, no mucho tiempo antes de morir, cedió la obra a la Fundación. Pero el museo ya llevaba años de funcionamiento
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