martes, 7 de octubre de 2014

Las Canarias no son colonias

Artículo publicado en La Voz Libre el lunes 6 de octubre de 2014:
Las Canarias no son colonias

En 1951, el historiador argentino Ricardo Levene publicó un libro de elocuente título: Las Indias no eran colonias. En esta obra, convertida ya en un clásico, se salía al paso de la tan frecuente como negrolegendaria acusación lanzada contra España, que confunde las instituciones españolas, basadas en el poder virreinal, con las de los imperios depredadores ingleses, holandeses y portugueses, los mismos que tenían en las factorías las plataformas ideales para mantener un verdadero colonialismo en absoluto civilizador.
Viene todo esto a cuento por la descabellada e ideológica acusación que Paulino Rivero, máximo representante del Estado en las islas Canarias, ha lanzado sobre una España que presenta como algo ajeno y superestructural a su tierra, una España que estaría actuando de un modo colonialista por tratar de impulsar prospecciones petrolíferas en los territorios de la comunidad autónoma que preside.
Para neutralizar tal iniciativa, Rivero se ha encomendado a la democracia procedimental, al llamado derecho a decidir sobre cualquier cosa, urna mediante.  Así pues, y si la iniciativa prospera, los avecindados en Canarias deberán pronunciarse en relación con la siguiente pregunta: «¿Cree usted que Canarias debe cambiar su modelo medioambiental y turístico por las prospecciones de gas o petróleo?»
La burda y manida treta de Rivero es la habitual entre los gobernantes de la España autonómica. Es ya norma entre los cabecillas regionales invocar aspectos relacionados con las señas de identidad, hoy singularidades según la dócil prensa, e incluso con algo parecido al derecho natural. Y si en el caso del caudillo catalán es el hueco y solemne envaramiento el que sirve para apelar a unos falsos derechos históricos, las aspiraciones canarias van en la línea de un mito, el de la Naturaleza, puesto al servicio de los turistas que acceden a las Afortunadas en vehículos que queman queroseno.
No obstante, tras este intento de consulta, que se sitúa al rebufo de la catalana y ningún gobierno debiera tolerar, subyacen otras cuestiones en absoluto baladíes. Como es sabido, la ideología nacionalista en que se apoya Rivero bebe, como el resto de nacionalismos fraccionarios españoles, de una historiografía construida ad hoc con altas dosis de falsificación y victimismo que  confeccionan un desagradable retrato de una España que, de seguir así, estaría concentrada en el kilómetro cero de la Puerta del Sol, epicentro de la opresión hispana sobre un conjunto de nacionalidades entre las cuales debe figurar la constituida por Canarias.
Una ideología nacionalista que se habría fraguado, en gran medida, durante el propio franquismo, cuando algunas facciones hostiles al régimen llegaron a confeccionar unos planes secesionistas al calor de discretas estructuras estadounidenses de aliento federalizante. Con la Unión Soviética aún vigorosa, el imperio yanqui empleó a las islas como un peón –de cuyos movimientos sabremos más en el futuro- más sobre el frío tablero que dejó la II Guerra Mundial.
Sea como fuere, en la segunda década del siglo XXI, Rivera propone, nada más y nada menos, que someter a la decisión de sus vecinos algo tan complejo como es decidir sobre un modelo productivo que pertenece a la capa basal de la nación española, aquella que no se agota en las moquetas de los hemiciclos. Sin embargo, y más allá de la demagogia habitual con la que se conducen nuestros representantes, cabe preguntarse hasta qué punto esta parte de la sociedad española que trata de imponer decisiones al resto, está capacitada para decidir sobre tan crudo y técnico tema.
Parece oportuno, pues, recordarle a Rivero las limitaciones que envuelven a la democracia, las que denunciara Platón tras ver cómo su maestro era condenado a beber cicuta tras una votación:

«… observo cuando nos reunimos en asamblea, que si la ciudad necesita realizar una construcción, llaman a los arquitectos para que aconsejen sobre la construcción a realizar. Si de construcciones navales se trata, llaman a los armadores. Y así en todo aquello que piensan es enseñable y aprendible. Y si alguien, a quien no se considera profesional, se pone a dar consejos, por hermoso, por rico y por noble que sea, no se le hace por ello más caso, sino que, por el contrario, se burlan de él y le abuchean, hasta que, o bien el tal consejero se larga él mismo, obligado por los gritos, o bien los guardianes, por orden de los presidentes le echan fuera o le apartan de la tribuna. Así es como acostumbran a actuar en los asuntos que consideran dependientes de las artes. Pero si hay que deliberar sobre la administración de la ciudad, se escucha por igual el consejo de todo aquél que toma la palabra, ya sea carpintero, herrero o zapatero, comerciante o patrón de barco, rico o pobre, noble o vulgar; y nadie le reprocha, como en el caso anterior, que se ponga a dar consejos sin conocimientos y sin haber tenido maestro.»

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