Artículo publicado en La Voz Libre el lunes 6 de octubre de 2014:
Las Canarias no son colonias
En 1951, el
historiador argentino Ricardo Levene publicó un libro de elocuente título: Las Indias no eran colonias. En esta
obra, convertida ya en un clásico, se salía al paso de la tan frecuente como
negrolegendaria acusación lanzada contra España, que confunde las instituciones
españolas, basadas en el poder virreinal, con las de los imperios depredadores
ingleses, holandeses y portugueses, los mismos que tenían en las factorías las
plataformas ideales para mantener un verdadero colonialismo en absoluto
civilizador.
Viene todo
esto a cuento por la descabellada e ideológica acusación que Paulino Rivero,
máximo representante del Estado en las islas Canarias, ha lanzado sobre una España
que presenta como algo ajeno y superestructural a su tierra, una España que
estaría actuando de un modo colonialista por tratar de impulsar prospecciones
petrolíferas en los territorios de la comunidad autónoma que preside.
Para
neutralizar tal iniciativa, Rivero se ha encomendado a la democracia
procedimental, al llamado derecho a decidir sobre cualquier cosa, urna
mediante. Así pues, y si la iniciativa
prospera, los avecindados en Canarias deberán pronunciarse en relación con la
siguiente pregunta: «¿Cree usted que Canarias debe cambiar su modelo
medioambiental y turístico por las prospecciones de gas o petróleo?»
La burda y
manida treta de Rivero es la habitual entre los gobernantes de la España
autonómica. Es ya norma entre los cabecillas regionales invocar aspectos
relacionados con las señas de identidad, hoy singularidades según la dócil prensa,
e incluso con algo parecido al derecho natural. Y si en el caso del caudillo
catalán es el hueco y solemne envaramiento el que sirve para apelar a unos
falsos derechos históricos, las aspiraciones canarias van en la línea de un
mito, el de la Naturaleza, puesto al servicio de los turistas que acceden a las
Afortunadas en vehículos que queman queroseno.
No obstante,
tras este intento de consulta, que se sitúa al rebufo de la catalana y ningún
gobierno debiera tolerar, subyacen otras cuestiones en absoluto baladíes. Como
es sabido, la ideología nacionalista en que se apoya Rivero bebe, como el resto
de nacionalismos fraccionarios españoles, de una historiografía construida ad
hoc con altas dosis de falsificación y victimismo que confeccionan un desagradable retrato de una
España que, de seguir así, estaría concentrada en el kilómetro cero de la
Puerta del Sol, epicentro de la opresión hispana sobre un conjunto de
nacionalidades entre las cuales debe figurar la constituida por Canarias.
Una ideología
nacionalista que se habría fraguado, en gran medida, durante el propio
franquismo, cuando algunas facciones hostiles al régimen llegaron a
confeccionar unos planes secesionistas al calor de discretas estructuras
estadounidenses de aliento federalizante. Con la Unión Soviética aún vigorosa,
el imperio yanqui empleó a las islas como un peón –de cuyos movimientos
sabremos más en el futuro- más sobre el frío tablero que dejó la II Guerra
Mundial.
Sea como fuere,
en la segunda década del siglo XXI, Rivera propone, nada más y nada menos, que
someter a la decisión de sus vecinos algo tan complejo como es decidir sobre un
modelo productivo que pertenece a la capa basal de la nación española, aquella
que no se agota en las moquetas de los hemiciclos. Sin embargo, y más allá de
la demagogia habitual con la que se conducen nuestros representantes, cabe
preguntarse hasta qué punto esta parte de la sociedad española que trata de
imponer decisiones al resto, está capacitada para decidir sobre tan crudo y
técnico tema.
Parece
oportuno, pues, recordarle a Rivero las limitaciones que envuelven a la
democracia, las que denunciara Platón tras ver cómo su maestro era condenado a
beber cicuta tras una votación:
«… observo cuando
nos reunimos en asamblea, que si la ciudad necesita realizar una construcción,
llaman a los arquitectos para que aconsejen sobre la construcción a realizar.
Si de construcciones navales se trata, llaman a los armadores. Y así en todo
aquello que piensan es enseñable y aprendible. Y si alguien, a quien no se
considera profesional, se pone a dar consejos, por hermoso, por rico y por
noble que sea, no se le hace por ello más caso, sino que, por el contrario, se
burlan de él y le abuchean, hasta que, o bien el tal consejero se larga él
mismo, obligado por los gritos, o bien los guardianes, por orden de los
presidentes le echan fuera o le apartan de la tribuna. Así es como acostumbran
a actuar en los asuntos que consideran dependientes de las artes. Pero si hay
que deliberar sobre la administración de la ciudad, se escucha por igual el
consejo de todo aquél que toma la palabra, ya sea carpintero, herrero o
zapatero, comerciante o patrón de barco, rico o pobre, noble o vulgar; y nadie
le reprocha, como en el caso anterior, que se ponga a dar consejos sin
conocimientos y sin haber tenido maestro.»
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