El Catoblepas • número 155 • enero 2015 • página 1
Giovanni Papini y «Lo que América no ha dado»
Iván Vélez
En enero de 1945 el liberal colombiano
Eduardo Santos Montejo (1888-1974) funda, junto con sus compatriotas Roberto
García-Peña Ayax (1910-1993) y Germán
Arciniegas (1900-1999), directores de la publicación, la Revista de América, editada hasta 1957. Inicialmente Revista de América llegó al público como
suplemento del periódico El Tiempo. Dos
años después, en el número 30 –junio de 1947, pp. 289-293-, apareció publicado
un artículo del italiano Giovanni Papini (1881-1956), quien a esas alturas de
su vida ya había orillado su juvenil ateísmo, su adhesión al futurismo y su
identificación con Mussolini, para convertirse en un fervoroso católico. El
artículo llevaba por título: «Lo que América no ha dado», y estaba firmado en
mayo de 1947, fecha coincidente con la estadía de Arciniegas en Italia.
El texto, que suscitó una importante
polémica de la que daremos cuenta, se estructuraba en 20 puntos y suponía un auténtico
ajuste de cuentas hecho por un florentino en relación con lo ocurrido tras el
descubrimiento que hiciera otro casi cinco siglos antes, como así se subraya en
el texto. Aunque el título no lo precisa, la América a la que se refiere Papini
es la que él llama «Latina», evitando cuidadosamente caracterizarla como «Hispana».
América Latina supone, además, el establecimiento de un nítido corte geográfico
y cultural con la otra América, la que constituyen los Estados Unidos y Canadá «más hijos de la civilización
europea del Norte que de la del Sur». Al margen de establecer la geografía de
la crítica, el italiano hace una aclaración de por dónde irán sus querellas:
Y que
se entienda bien que hablo sólo en el plano intelectual y espiritual —el plano
de la cultura y de la civilización—, y no en el de lo económico o lo político.
Dejo a los geógrafos la estadística de las exportaciones y a los historiadores
la estadística de las revoluciones.
Obviando estos aspectos, Papini
afirma que América, esta parte de América, lo ha recibido todo de Europa en los
campos propios de la filosofía, la ciencia, la religión y el arte. No obstante,
el italiano reconoce el esfuerzo hecho durante estas centurias por parte de un territorio que:
Ha
construido iglesias y colegios, ha fundado escuelas, bibliotecas y
universidades, ha compuesto poesías y novelas, tratados y manuales de todas las
ciencias. Sus capitales, especialmente en el último siglo, se han convertido en
focos vivos de la alta y la media cultura.
Llama, sin embargo,
poderosamente la atención el hecho de que en este párrafo no se nombre a
España, como si las naciones que en el XIX fueron cristalizando hubiesen sido
las responsables de la puesta en marcha de unas instituciones sin duda ya
implantadas en los virreinatos y reinos pertenecientes al Imperio español. El
aliento civilizador, a los ojos de Papini, vendrá dado por la «madre Europa» y
la «civilización latina», a pesar de que estos europeos dones no hayan
fructificado con el vigor en tan vastas tierras. Hechas estas consideraciones,
pasa el florentino a detenerse en los cuatro deficitarios aspectos citados más
arriba.
En lo tocante a la
filosofía, Papini considera que ningún filósofo ha nacido en unas tierras que
sin embargo han acogido generosamente la obra de Compte. Sorprende que Papini
ignore la interminable nómina de cultivadores de la escolástica en los
virreinatos españoles, hasta un punto tal de implantación que, según el
argentino Otto Carlos Stoetzer, el origen e incluso justificación, de las
emancipaciones políticas americanas tendrá esta concreta raigambre cultivada en
las dos orillas del Atlántico.
En literatura la esterilidad
sería menor, destacando el hecho de que algunos escritores hispanoamericanos
«han logrado pasar el Atlántico y ser traducidos a lenguas europeas», dando
clara muestra de hasta qué punto Papini desdeña, desde su particular atalaya
europeizante, el idioma de Cervantes. A pesar de valorar la obra de Rubén
Darío, Papini compara al inca Garcilaso de la Vega con su homónimo Garcilaso de
la Vega con juicio favorable para el segundo. La omisión de, por ejemplo, figuras
como la de Sor Juana Inés de la Cruz, es flagrante.
Si en la literatura Papini
apreciaba mejoría, en lo que denomina «arte», seguramente pensando en disciplinas
tales como pintura, escultura y música, la situación es menos favorable, al no
hallar estilos y formas propias, excepción hecha del muralista Diego Rivera, cuya
obra, en cualquier caso, palidece ante el talento de Picasso. En este punto,
Papini no parece tener en cuenta las particularizadas producciones a que dio
lugar la mezcla entre los estilos de los artistas españoles peninsulares y el
sustrato autóctono. Y ello no sólo en el terreno de las artes figurativas
–recordemos, por ejemplo, las peculiaridades de los ángeles arcabuceros y
músicos-, sino incluso en el de la música, con frutos tan atractivos como el Hanacpachap cussicuinin, primera obra polifónica impresa en América –Perú
1631-, escrita en quechua y español por Juan Pérez de Bocanegra. No obstante,
la mayor objeción que puede hacerse a Papini en este punto pasa necesariamente por
cuestionar esa su exigencia de nuevas formas, pues precisamente el ortograma
imperial buscaba la integración, no la perpetuación de lo pretérito, y ello sin
tener en cuenta que, desde el prisma católico, muchas representaciones
prehispánicas, es el caso de Quetzalcóalt, eran identificadas con el mismo
demonio. Por otro lado es igualmente cuestionable esa suerte de esencialismo
estilístico que persigue Papini, como demuestra la diversidad de fuentes de las
que bebe el propio Renacimiento, deudor de las formas clásicas grecorromanas y habitualmente
identificado con una Italia que no era sino un mosaico de repúblicas.
El terreno científico será para
Papini un verdadero yermo. Sin embargo, el florentino cae en un error común,
apelar a una idea en singular, la de «ciencia», que cree clara, sin reparar en
la complejidad y disparidad de ciencias -en plural- existentes, y sin conectar
el auge y desarrollo de las diferentes ciencias con las condiciones
sociopolíticas de cada momento. El Imperio español alcanzó las más altas cotas
en todo aquello que tuvo que ver con la navegación o, por ejemplo, con la
minería, al tiempo que supuso una suerte de fase de acumulación de datos y
materiales que propiciaron la posibilidad de la revolución científica, una
revolución deslocalizada en diversos
lugares europeos en nada ajenos a prosaicos intereses.
Hecho este balance, la deuda
de la así llamada América Latina para con Europa es impagable. No obstante, el
italiano tratará de buscar las causas de tan magras producciones ultramarinas.
Tras descartar que este vacío se deba al desconocimiento o a la escasez de
población americana, desecha también como causas las dificultades en las
comunicaciones o «la lentitud con la cual se ha formado, en la América del Sur,
una verdadera y propia raza nueva», palabras que parecen evocar la raza cósmica
soñada por Vasconcelos, para manifestar finalmente su conclusión:
Temo
que la causa más importante sea otra. La energía espiritual de un pueblo es en
cantidad relativamente fija: si es usada en un cierto orden de actividad no
puede manifestarse en otros órdenes. La América Latina, hasta ahora, ha gastado
la mayor parte del capital de su inteligencia en la lucha por el
aprovechamiento de su suelo y en la pelea política. Poca fuerza le queda para
las actividades superiores del espíritu.
El artículo, no obstante, se
cierra con un ejercicio de fe en que la situación se reconduzca y América pueda
«devolver a Europa al menos una parte de lo que ella les dio».
Como decíamos, el artículo
de Papini fue contestado desde diversos lugares, algunos de los cuales vamos a
consignar.
Acaso la respuesta más
inmediata la dio el colombiano Baldomero Sanín Cano (1861-1957), quien en su
artículo «Giovanni Papini y la cultura latinoamericana» (Revista de América, n. 31, Bogotá, julio de 1947, p. 3-8) sale al
paso de las acusaciones del florentino culpando la ausencia de frutos
precisamente a España, por constituir una civilización pobre y atrasada que
sólo pisó América para expoliarla. Sanín Caro, si bien encarece la llegada de
la lengua en que él mismo se expresa. Acusa también –con desconocimiento o mala
fe, añadimos nosotros, pues la fundación de universidades en la América hispana
es muy temprana- a los españoles de traer su lengua y costumbres mas no
contenidos de la cultura circunscrita, materiales que, en cualquier caso,
habrían llegado demasiado tarde ya que enseguida sobrevinieron las guerras de
independencia que dieron al traste con la posibilidad de una vigorosa
implantación.
A la reacción crítica se
sumó el también colombiano Luis Eduardo Nieto Arteta (1913–1956). Nombrado
Consejero de la Embajada de Colombia en Río de Janeiro en 1947, es allí donde
refutará a Papini en un artículo titulado «Hombre y cultura en Latinoamérica»
firmado el 21 de enero de 1948. En él Nieto subraya las dificultades de poder
implantar el desarrollo tecnológico en un continente tan extenso, y concluye
que acaso esa sea la causa de que su población «no ha conocido la calma, no ha
tenido sosiego, no ha o no había encontrado asidero» y no se ha beneficiado de
los dones de la tradición, siendo por ello un hombre «impresionable» y sin
sentido crítico, siendo así que el hombre latinoamericano es «un niño grande o
un salvaje». La falta de tradición, de escuelas, propiciará la emergencia de
trayectorias individuales, cuyos exponentes son, por ejemplo: «Miguel Antonio
Caro, Rufino José Cuervo y Rafael Núñez, en Colombia, Justo Sierra en México,
etc …»
Más tarde, Nieto irá
desgranando nombres de poetas, cultivadores de un género dado a la musicalidad,
antes de señalar los destacados logros en pintura y escultura desde los tiempos
que alguien que maneja el vocablo Latinoamérica, denomina «de la colonia». Logros
figurativos, que no abstractos, que explica de este modo: «Nosotros estamos
vertidos hacia lo exterior, somos impresionables y sensiblemente plásticos». No
obstante lo dicho, Nieto percibe un cambio generalizado que, sin renunciar a
las virtudes aludidas, incorpore todo lo proveniente de un nuevo clima
filosófico favorecido por la existencia de diversas instituciones que ya han
posibilitado la aparición de una serie de figuras que cita:
En la
Argentina Miguel Angel Virasoro nos entrega una nueva filosofía dialéctica.
Francisco Romero esboza una filosofía de la trascendencia. Carlos Cossio con su
"Teoría Egológica del Derecho" nos da toda una concepción del mundo
jurídico que enraíza en una determinada general visión de la vida y del mundo.
En México Eduardo García Maynez ha mostrado amplia capacidad creadora. No
olvidemos el magisterio fecundo de Antonio Caso. Los ejemplos podrían
multiplicarse.
Para
rematar el artículo con este esperanzador final:
El
hombre latinoamericano se está transformando. La cultura que él produce también
está en idéntico feliz trance de modificación. Asistimos al espectáculo de la creación
de una nueva vida. Es una historia tensa y heroica.
El siguiente foco crítico
habremos de buscarlo en Cuba, en un artículo aparecido en Revista
Cubana de Filosofía, (La
Habana, enero-diciembre de 1948, vol. 1, n. 3, pp. 4-11) bajo la firma de Roberto
Agramonte (1904-1995). En su respuesta al que
califica de «humorista italo», argumenta de este modo en lo tocante al asunto
científico, por ser este un lugar común de la crítica a lo hispano:
En las
ciencias, reitera Papini, no hay un descubrimiento, una nueva teoría legada por
América. Pronto olvidó el ingenioso florentino que el cubano Carlos Finlay
erradicó con su gran descubrimiento del agente microscópico transmisor, el
mosquito Culex, el azote de la fiebre amarilla en todo el mundo.
Pasa después Agramonte a
hacer una suerte de enmienda a la totalidad de la crítica papiniana al
calificar de teoría sociológica esa según la cual la energía espiritual de un
pueblo es una cantidad fija, antes de rematar su respuesta afirmando que:
… nunca
ha habido más cultura que en la hora de hoy, más publicaciones, más afán de
autoconocimiento; y en cuanto a una política dirigida por la filosofía, como
quería Platón, Europa no puede –luego de su destrucción parcial– ofrecer una
gran lección filosófica. Implicas in
terminis, podría decírsele.
También
desde Bolivia se alzaron voces contra Papini, en particular la de Fernando Díez
de Medina (1908-1990), escritor y agregado comercial en Washington. Replicará en
un artículo titulado «El magnífico ignorante. Respuesta a Giovanni Papini»,
incluido en su libro Pachakuti y otras
páginas polémicas (La Paz, Bolivia, 1948). El texto, firmado en La Paz el
24 de agosto de 1947, comienza con una reivindicación de la mezcla de razas,
idiomas y culturas apelando a los viajeros europeos pero también a los
cronistas de Indias para luego remontarse a los pueblos prehispánicos y a su
«alma telúrica, pegada a su Tierra Madre», capaz de transformar al conquistador
español. El artículo, no obstante, cae en excesos y visiones tan edulcoradas
como la que reproducimos:
Hablemos de historia. ¿En
qué cede el Manco Kaphaj quéchua al romano Julio Cesar? Leyes más justas, moral
más severa, genio político más avezado, sentido económico más natural no los
hubieron como en los imperios autóctonos andinos. Los incas batallaban para
pacificar. Eran valerosos y magnánimos. Aún hay memoria de su grandeza y su
sapiencia en el arte de gobernar.
En su
apasionamiento, Díez de Medina se deslizará hacia posiciones hoy perfectamente asumibles
por el indigenismo presidido por el relativismo cultural, si bien será capaz de
emprender el camino hacia una realidad cosmopolita cimentada a partir de la
irrupción de los libertadores...
El venezolano Mariano Picón
Salas (1901-1965)
también salió al paso del artículo de Papini en 1952, con un trabajo que, titulado «La
marmita de Papini», incorpora un juego de palabras que evocaba el aparato
inventado por el físico francés Denis Papin en el siglo XVII. Según Picón
Salas, una de las grandezas del escritor hispanoamericano consistiría en huir
de la autocomplacencia de refugiarse en su tradición para abrazar un
universalismo que le permite incorporar elementos ajenos a su entorno:
… mientras que los
escritores europeos parecen amurallarse en su respectiva tradición nacional
mirando la de los otros pueblos a través de prejuicios seculares, lo que
caracteriza al hispano-americano culto es este universalismo que para admirar
lo francés no niega lo inglés o lo germánico y concilia en sí –pensemos otra
vez en el ejemplo de Bello– lo que en Europa se ofrece como exclusión o
discordia.
Tras este sumarísimo repaso de
algunas de las réplicas recibidas por Papini, cabe añadir una serie de
comentarios tanto en lo que respecta a su artículo como en relación con sus
críticos.
En cuanto al texto, y a pesar de que ya hemos dado
algunas pinceladas saliendo apresuradamente al paso de los cuatro grandes temas
en los que Hispanoamérica no habría dado los frutos esperados, el artículo del
Papini recuerda en algunos aspectos a la famosa entrada «España»
incluida en la Encyclopédie, editada
en París en 1782 y debida a la pluma de Nicolas Masson de Morvilliers (1740-1789). En ambos casos nos hallamos
ante la reclamación de una suerte de deuda reclamada desde la parte de Europa,
que si en el caso francés se atribuye al negativo influjo que ejercía la
atmósfera clerical que envolvía a la España de la época –incluyéndose la del
otro lado del Océano-, en el del por entonces católico Papini, deberá buscar
otras causas, yéndolas a encontrar en una en exceso débil impregnación de lo que
ofrece Europa.
Si en el primer caso se percibe
una evidente hostilidad hacia a lo hispano criticando su esencial fanatismo
religioso, el segundo es más bien la denuncia de su falta de sintonía con lo
que se considera el culmen de las manifestaciones culturales, para las que
España habría constituido un obstáculo dada la escasa implantación de las
mismas.
Por nuestra parte,
consideramos necesario añadir que Papini obra teniendo en cuenta a una serie de
naciones políticas que pretende segregar de su tradición y origen, siguiendo en
cierto modo la metodología que describieron estas al fraguarse como sociedades
soberanas. Una estrategia rupturista que da al traste, en aras de la búsqueda
de una pretendida originalidad, con las múltiples continuidades que se dieron
en Hispanoamérica en relación con muy europeas corrientes, aquellas que
aumentaron su caudal con la contribución hispana, ya sea peninsular ya
ultramarina. Por otro lado, si aceptamos su negativo juicio y admitimos que la
huella española fue poco profunda, como así señalan incluso algunos de sus
refutadores, habremos de buscar las causas e incluso la responsabilidad de la
pretendida postración, en la Hispanoamérica resultante de la transformación del
Imperio en un conjunto de naciones soberanas que se entregaron a la causa de
fabricar banderas e himnos, pero también de levantar grandes figuras a partir
de prohombres de una talla que el tiempo se ha encargado de demostrar que era
menor que la pretendida.
En definitiva, consideramos que
en las denuncias de Papini e incluso en muchas las respuestas que recibió, permanecen
disueltas unas grandes dosis negrolegendarias en absoluto inocuas, pues es
conocido el potencial de una ideología que abre la puerta a potencias políticas y culturales alejadas del
mundo hispano, a menudo sostenidas en el confuso Mito de la Cultura cuyos
contenidos disolventes han sido llevados a estas tierras por europeizantes y
evangélicos heraldos.
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