Artículo publicado el 15 de mayo de 2016 en el blog "España Defendida" de La Gaceta:
El europapanatismo que no cesa. Notas sobre una polémica orteguiana
Hace
poco más de un siglo, en el bélico año de 1914,
el diplomático español Bernardo Jacinto
de Cologán y
Cologán era
conminado a abandonar México por el constitucionalista general mexicano Venustiano Carranza, estadista que en
la revolución estabilizó el orden burgués frenando a zapatistas y villistas.
No era la primera vez que
un representante de la Nación Española sufría los rigores del cargo, pues en
1861 Juárez había hecho lo propio
con un antecesor de don Bernardo. Las fricciones entre los hombres hispanizados
venían desde los tiempos de la emancipación de esa Nueva España que el
alucinado clérigo montañés fray Servando,
había tratado de cortocircuitar religiosamente con respecto a España al
presentar a un Santo Tomás Apóstol
evangelizador prehispánico, circunstancia que convertía en prescindibles a los
españoles.
Pese
a todo, consumada la ruptura política, poco tardaron en restañarse las heridas
diplomáticas, pues en la temprana fecha de 1836 volvió a tener España
relaciones en tal campo, lo cual no impidió el rebrote de hostilidades a cuenta
de las reclamaciones españolas –estudiadas por el historiador Tomas Pérez Vejo en su España en el debate público mexicano,
1836-1867 (México, 2008)- por los revolucionarios daños causados a los
españoles en el convulso México del XIX en el que el vecino del Norte, nutrido
por la ideología del Destino Manifiesto,
arrebató un buen bocado de tierra ansiada desde tiempo atrás. La inquina llegó a tal extremo, que el ideólogo
zapatista Manuel Palafox propuso el exterminio
de los españoles. La idea tenía, no obstante, un profundo trasfondo. Se
trataba, pues muchos de ellos tenían orígenes comunes y potentes lazos
familiares, de eliminar competidores y obstáculos para los nuevos planes y
programas. Finalmente, la crisis se cerró con la firma de un decreto de expulsión
de los españoles, documento que se firmó en Chihuahua en diciembre de 1913,
que vino acompañado de afirmaciones negrolegendarias
según las cuales esos industriosos españoles mantenían el carácter y las codiciosas esencias de los conquistadores,
mostrando hasta qué punto desconocían los redactores la Historia de su propia
nación, pues fueron precisamente los compañeros de Cortés los que, salvo excepciones, menos beneficios recibieron de
la Conquista, razón por la cual ensalzaron, reclamando parte de su gloria y
mérito, al de Medellín, también decepcionado con el trato y los dividendos
recibidos tras tomar el Ombligo de la
Luna, esto es, lo que se acabaría convirtiendo en México.
Pese
a todo, México volvería a ser lugar de refugio de un importante contingente de
españoles tras la Guerra Civil, desarrollando allí, gracias a la potente
herramienta del idioma común, carreras cuyo brillo en ocasiones vino dado más por
el mito que por el mérito.
Los
hechos de 1914 encontraron, naturalmente, eco en la prensa española. Una de las
grandes figuras del papel durante la primera mitad del siglo XX comenzaba a
emerger desde la celulosa: José Ortega y
Gasset, hijo del director de El Imparcial, José Ortega Munilla fundado por su abuelo materno, Eduardo Gasset y Artime. El 19 de
febrero de 1915, el semanario España fue el medio en el que el ya catedrático
de Metafísica comentó el suceso padecido por el dos veces Cologán. En un
artículo titulado «Nueva España contra
la Vieja España», se dolía del trato recibido por el embajador al tiempo
que lamentaba que España fuera el único pueblo europeo que no tenía una
«política de América» en un momento en el que la emigración de españoles al
Nuevo Mundo era continua. Su propuesta quedaba patente de este modo:
«América
es una inmensa factoría: necesita brazos que laboren y cabezas que dirijan la
producción. No enviamos mas que brazos y hemos hecho de España una fábrica de
siervos para América. Y, sin embargo, bastaría con un fuerte querer para que pudiéramos
dentro de pocos años enviar directores: el libro y el técnico debían ser la
industria iberoamericana. ¿Se ha intentado alguna vez?»
Las
palabras de quien firmaba bajo las siglas J.O.G.
no pasaron inadvertidas para el escritor venezolano Rufino Blanco Fombona. Recién instalado en España, el diplomático
caraqueño fundaría en España la Editorial-América
en la que vieron la luz casi 400 títulos, la gran mayoría debidos a escritores
hispanos o referidos a figuras de Hispanoamérica. Había en el artículo de
J.O.G. una afirmación que el vehemente don Rufino, siempre crítico con los
planes depredadores de la Doctrina
Monroe, no podía tolerar: la orteguiana afirmación -«melancólica y
palabrera»- de que América fuera una gran factoría. Blanco Fombona se extrañaba
de que ese J.O.G. al que rebautizó como Job, descubriera el Mediterráneo, o
mejor dicho el Atlántico, al señalar la falta de una política americana por
parte de España, al tiempo que recordaba al madrileño el socorro que algunas
naciones hispanas dieron a la Madre Patria cuando esta fue atacada por
«Yanquilandia». Impregnado por el influjo de la Leyenda Negra, Blanco Fombona reprochaba a España que no hubiera
sido capaz de comprender a esos pueblos que se habían hecho adultos y se
preguntaba: «¿hizo la raza española de Europa más que la raza española de
América?», al tiempo que aseguraba que en la existencia de la naciones
hispanoamericanas quedaba garantizado el legado de esa suerte de segunda Roma
que había sido España. Un legado concentrado en el idioma común: el español.
La
polémica citada, aparentemente circunscrita al ámbito académico, posee una gran
trascendencia, pues afecta al juicio que sobre el Imperio español, y sus frutos, se ejercita continuamente. No es lo
mismo asumir el despliegue español como digno de un imperio generador, el que funda ciudades, que calificarlo de depredador:
aquel que empleaba como herramientas precisamente las factorías. Ya el argentino Ricardo
Levene, publicó, en vida de Ortega, Las Indias no fueron colonias. A
finales del mismo siglo, Gustavo Bueno
daría a la imprenta su libro, España frente a Europa, en el que se
sistematizaba esta distinción entre imperios cuyas fuentes escolásticas se
encargaría de analizar Pedro Insua
en su Hermes católico.
La
segunda mitad del siglo XX sirvió para fortalecer los lazos hispánicos
interoceánicos, articulándose proyectos como las Cumbres Hispanoamericanas. El tiempo transcurrido desde 1991
serviría para ver cómo las maniobras entristas de determinadas naciones
europeas daban su fruto con el objetivo de desvirtuar tales cumbres y
desarrollar políticas comerciales inspiradas en las mentadas factorías. Tarea llevada a cabo por
empresas y gobernantes -los ministros plenipotenciarios del XIX dedicaron sus
esfuerzos a intereses políticos y comerciales-, España, en lo político, apenas
ha proveído a Hispanoamérica de transitólogos
empeñados en hacer justo lo contrario que predicaba el Bolívar idolatrado por Blanco Fombona. Las grandes naciones
propugnadas por el venezolano han dado paso a estructuras plurinacionales y
distáxicas.
Un
siglo después de que las rotativas imprimieran las letras de J.O.G., su papanatismo europeísta, alimentado
durante sus años de formación en Alemania, parece haber calado hondo en grandes
áreas de la sociedad española. Incapaces de estar a la altura histórica de la
nación, hoy, como predicara Ortega, son muchos compatriotas, políticos y
civiles, los que siguen pensando que España
es el problema y Europa la solución.
No hay comentarios:
Publicar un comentario