Artículo publicado el 10 de noviembre de 2018 en Eldebate.es
https://eldebate.es/identidad/migrantes-20181110
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Migrantes
«Adiós mi España querida,/dentro de
mi alma/te llevo metida./Y aunque soy un emigrante/jamás en la vida/yo podré
olvidarte», estos versos forman parte de la célebre canción El emigrante, compuesta por Juanito
Valderrama en 1949, y dedicada a muchos de los que abandonaron España después
de la Guerra Civil. Siete décadas más tarde, la palabra «emigrante» ha ido
perdiendo terreno en diversos contextos ideológicos, en favor del término «migrante»,
que también neutraliza, o lo pretende, a «inmigrante». Como de costumbre, los
laboratorios que elaboran la jerigonza políticamente correcta, van por delante
de las academias. Si alguien echa un vistazo a la entrada «migrante» incorporada
en la última versión del Diccionario de la Real Academia, hallará esta
definición, tan genérica como escueta: «Que migra».
Desprovista de las partículas –in y
–e, que indican el sentido del movimiento, la voz «migrante», referida a los
humanos, encaja perfectamente dentro de lo que Gustavo Bueno denominó
Pensamiento Alicia. Al pronunciar tal palabra, muchos de sus usuarios,
rigurosos observantes de este tipo de pensamiento mágico, abstraen una tozuda
realidad política, las fronteras, incómoda evidencia para la ilusión aliciesca.
El intento de sustitución terminológica responde, a un muy concreto prisma a cuyo
través, los grupos humanos pierden sus atributos políticos. El término migrante
es un préstamo proveniente de la terminología etológica, preferentemente
ornitológica, que permite dar el paso a una ficción en la que quienes quedan
bajo su jurisdicción, dejan de ser animales políticos vinculados a sociedades
concretas, en virtud de la vaporización, absolutamente intencional, de los límites
de las naciones que recubren el globo. El lema, «ningún ser humano es ilegal»,
concentra la visión eticista según la cual, los hombres no estarían divididos
en nacionalidades delimitadas por unas groseras rayas trazadas en los mapas,
que encierran áreas planetarias representadas por unas banderas consideradas
trapos de colores.
Sin embargo, y a pesar de la
imprecisa definición académica citada, el migrante no puede, en absoluto, ser
confundido con el humano que se desplaza para hacer turismo, superando también
fronteras. El emigrante, que desde la perspectiva interna de la sociedad en la
que ingresa es, digámoslo claro, un inmigrante, no lleva consigo una guía y una
cámara fotográfica, sino una carga que casi siempre tiene la forma de la
pobreza. Y es esta penosa circunstancia, la que plantea el clásico conflicto
entre ética y política, la que recientemente se escenificó en España con motivo
de la recepción del buque Aquarius. A
bordo de ese barco, que fue repelido por las autoridades políticas italianas,
venían más de seiscientas personas, a las que las normas éticas obligaban a atender
debidamente. Así se hizo, y no faltaron quienes calificaron de propagandística
aquella operación. Mientras en Valencia algunas autoridades trataban de
aparecer en las imágenes mediáticas, a las playas andaluzas siguieron llegando
pateras y, últimamente, cadáveres, algunos de ellos, acaso, empujados por el
efecto llamada que pudo producir la llegada del Aquarius. Meses después, el
baño de realismo político al que se ha sometido el actual Gobierno, ha llevado
a la ministra del ramo, Magdalena Valerio, custodia de la cartera de Trabajo,
Migraciones y Seguridad Social, a admitir lo obvio. España no es diferente y,
por lo tanto, no puede abrir sus fronteras para acoger a todos aquellos que
pretenden dejar la miseria y otros problemas a sus espaldas. La política, en
suma, es quien limita, quien pone fronteras a la ética en este caso, por más
que los jirones de ropa que cuelgan de las concertinas o las heridas por ellas
producidas en la carne africana, puedan conmover a los corazones más duros.
Nada de ello impedirá, no obstante, que la corriente
eticista continúe buscando su cauce, aunque sea a costa de ejercitar la más
falsa de las conciencias o de alinearse con visiones tan infantiles como la que
ofreciera en su día John Lennon en Imagine.
En la que probablemente sea su canción más conocida, el de Liverpool fantaseaba:
«Imagina que no hay posesiones,/me pregunto si puedes./Sin necesidad de gula o
hambruna,/una hermandad de hombres./Imagínate a todo el mundo,/compartiendo el
mundo...»
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