Libertad Digital 20/12/2018:
Ante
los crímenes horrendos
Todas duelen, la última mata. Este y otros lemas similares
solían orlar los relojes de sol tallados en las torres de las iglesias.
Olvidados tras la irrupción de las ruedas dentadas y las esferas de vidrio, los
viejos relojes, junto a sus apocalípticas leyendas, luchan contra la erosión. A
cada hombre, así podemos leerlo en muchas de las frases que acompañan a las piedras
rayadas por las horas, le corresponde una delgada línea de sombra tras la cual
-Ab ultima aeternitas- aguarda la eternidad.
«Murieron de su muerte», con esta expresión, Bernal Díaz del Castillo cerró la
biografía de muchos de los compañeros que expiraron naturalmente hace medio
milenio. En suma, todo hombre sabe que ha de enfrentarse a una última e
incierta hora.
Sin embargo, aunque la mayoría de
nuestros congéneres mueren «de su muerte», algunos pierden la vida a manos de otros.
Concretamente, en España la tasa de homicidios es de 0,6 por cada 100.000
habitantes. En cuanto a la clasificación por sexos, aunque los hombres matan
mayoritariamente a hombres, una mujer española tiene un 0,000168% de
posibilidades de morir a manos de un varón. Dentro de este último grupo,
algunos homicidios han causado un gran impacto gracias a su dimensión
mediática. Toda España pudo asistir a los momentos posteriores al hallazgo de
los cadáveres de las niñas de Alcácer. Más de veinticinco años después, la
desvaída imagen del desaparecido Antonio Anglés habita todavía en el recuerdo
de muchos. Recientemente, otros crímenes cometidos contra mujeres han saltado a
las pantallas. Entre ellos destaca el de Diana Quer, cuya muerte siempre irá
aparejada a los jalones telefónicos que condujeron a la detención de José
Enrique Abuín, El Chicle, autor
confeso del crimen cometido en una cálida noche de agosto. Por el lado
femenino, pues no son los hombres ni las mujeres, sino los asesinos, los que
matan, Ana Julia Quezada sobrecogió a la nación cuando se supo que era la
causante de la muerte del niño Gabriel Cruz. Esta misma semana, la aparición
del cuerpo sin vida de Laura Luelmo ha recuperado el debate en torno al endurecimiento
de las penas aplicadas a los criminales. El concepto «prisión permanente
revisable», lindero con el clásico «cadena perpetua», ha vuelto a ser discutido
y ha servido para alimentar la secular polarización ideológica española. Aquellos
que se decantan por su aplicación, quedarán asociados a una derecha que apenas
ha sacado la cabeza de la caverna, mientras que los favorables a la reinserción,
alcanzable por la suave vía pedagógica, quedarán ligados a la autodenominada
izquierda. Conservadores y progresistas, por evitar términos más gruesos, se
distinguirán, además de por otros muchos aspectos, por el trato dado a los
autores de acciones horrendas. No obstante, pese a la operatividad ideológica
que ofrece el posicionamiento frente a tales actos, la cuestión dista mucho de
servir como criterio para el establecimiento de tan maniquea clasificación.
Si el alejamiento del Trono y el
Altar sirve para delimitar, siquiera históricamente, los dos conjuntos aludidos,
el debate a propósito de la llamada «pena de muerte» confunde más que aclara,
en este sentido. Entre otras razones, porque incluso los católicos
postconciliares deben atenerse al imperativo «no matarás» que, con su ausencia
de matices, afecta incluso a aquel cuya mano es guiada por el poder temporal,
político. En esa línea conservadora de la vida humana ya se pronunció el Papa
Francisco, al afirmar que: «la condena a la pena de muerte es una medida
inhumana que humilla la dignidad de la persona, sea cual sea el modo en que se
lleve a cabo. Es en sí misma contraria al Evangelio, porque decide
voluntariamente suprimir una vida humana que siempre es sagrada a los ojos del
Creador y de la cual sólo Dios es en última instancia verdadero juez y garante.
Ningún hombre, ni siquiera un asesino pierde su dignidad personal, porque Dios
es un Padre que siempre está a la espera de que el hijo vuelva y, sabiendo que
cometió un error, pida perdón y comience una nueva vida. A nadie, pues, se le
puede quitar la vida, ni tampoco la misma posibilidad de una redención moral y
existencial que redunde en beneficio de la comunidad». La medida venía a
corregir determinadas desviaciones históricas, pues a decir de Bergoglio: «incluso
en los Estados Pontificios se recurrió a este remedio extremo e inhumano,
dejando a un lado la primacía de la misericordia sobre la justicia. Asumimos
las responsabilidades del pasado y reconocemos que estos medios fueron dictados
por una mentalidad más legalista que cristiana. La preocupación de conservar
intacto el poder y la riqueza material llevó a sobrestimar el valor de la ley y
a impedir profundizar en la comprensión del Evangelio». Bajo la estratificación,
«misericordia sobre justicia», ninguna vida podría ser ultimada por la acción
humana, pues sólo a Dios le corresponde cerrar el ciclo vital de sus hijos. Sin
embargo, como el propio Francisco admite, la Iglesia «recurrió a este remedio
extremo e inhumano», y pudo hacerlo e incluso sostener el carácter de «pena»,
apoyada en la idea de persona que todavía figura en el Catecismo: «La Iglesia
enseña que cada alma espiritual es directamente creada por Dios -no es
"producida" por los padres -, y que es inmortal: no perece cuando se
separa del cuerpo en la muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo en la
resurrección final». Esta concepción hilemórfica permitió la aplicación de una
pena que supondría una suerte de enajenación del cuerpo, una ausencia que
sufriría el alma. Pese a los esfuerzos hechos por Francisco para tratar de
evitar entrar en contradicción con la tradición, lo cierto es que la Iglesia
admitió en muchos casos la «pena». En su Suma
Teológica, Santo Tomás, consciente de las contingencias del mundo sublunar,
afirmó que «matar a los malhechores, a los enemigos de la república, eso no es
cosa indebida. Por tanto, no es contrario al precepto del decálogo, ni tal
muerte es el homicidio que se prohíbe en el precepto del decálogo».
Extramuros de la Iglesia, la
legislación española, que no admite la ejecución de los reos, permanece sujeta
a la doctrina establecida por el Tribunal Constitucional hace tres décadas,
cuando, en su sentencia 19/1988, al referirse a los objetivos de los centros
penitenciarios, afirmó que los fines reeducadores y resocializadores no son los
únicos objetivos admisibles de la privación de comúnmente aceptada, no es el exclusivo
objetivo de las antaño llamadas prisiones. En otras palabras, las cárceles
sirven para castigar al delincuente por el delito cometido. En relación al
trato que ha de darse criminales como los citados, el filósofo Gustavo Bueno
propuso una alternativa a la actual vía reinsercionista, y a la que, mediante la
prisión perpetua revisable, pretende excluir al criminal de la vida civil,
siquiera durante un tiempo sujeto a revisión. Una vía vinculada a una idea de
persona en la que no hay cabida para la pena de muerte, por cuanto no admite la
supervivencia de un alma separada del cuerpo. Bueno acuñó la expresión
«eutanasia procesal» como solución para aquellos autores de crímenes como los
descritos. La razón para neutralizar a tales sujetos no es la venganza ni la
intimidación, sino la imposibilidad de insertar en una vida, la inhumana
impronta de hechos como los protagonizados por Anglés o Quezada. La propuesta
estaba unida a la responsabilidad individual, según la cual, si el criminal
adquiere consciencia de lo realizado, debe terminar con su vida o ser asistido
por la sociedad para hacerlo, para quedar liberado de tan insoportable carga.
Por el contrario, si el individuo es incapaz de comprender su culpa, se
considerará que está despojado de la condición de semejante, que está deshumanizado,
por lo cual deberá ser ejecutado.
En definitiva, el tratamiento de los
casos que, de tiempo en tiempo, afloran a los medios para pública conmoción, no
puede ajustarse al canon dual izquierda/derecha. En una sociedad crecientemente
consumista como la española, existen poderosas razones para mantener con vida a
individuos monstruosos,
pues del mismo modo que «Dios es un Padre que siempre está a la espera de que
el hijo vuelva», el mercado también es receptivo al regreso del consumidor
extraviado. No obstante, frente al espectáculo que ha hecho célebres conceptos
como el de «psicópata» o «asesino en serie», el votante, ahíto de propaganda, bien
pudiera comenzar a dar la espalda a la opción conservacionista y
rehabilitadora, y acudir al escaparate democrático para optar por medidas
alternativas tales como la reclusión perpetua como castigo a tan graves delitos
o la neutralización del asesino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario