Libertad Digital, 25 de febrero de 2021:
El
bandolerismo español
Para la generación a la que
pertenezco, la melodía de Waldo de los Ríos con la que se abrían los capítulos
de la serie Curro
Jiménez es sólo comparable con la que daba inicio a El hombre y la Tierra. Recortadas sobre
el horizonte, las siluetas de El
Estudiante, El Algarrobo, El Gitano y El Fraile galopaban al lado de Sancho Gracia, actor encargado de
encarnar al bandolero más televisivo. Acaso este recuerdo infantil sea el que
me ha llevado a leer el reciente libro de Enrique Martínez Ruiz, El bandolerismo español (Catarata,
2020), obra en el cual se aborda un fenómeno popular del que tuve un primer conocimiento
gracias a mi abuela Catalina, que me recitaba una coplilla de Diego Corrientes
y su caballo, tratando, a menudo en vano, de darme de comer.
La del bandolero es, junto a la de las
majas, los gitanos y los toreros, una de las estampas más recurrentes de la
imagen romántica de España. De hecho, en Ronda existe un Museo del Bandolero
consagrado a aquellos hombres echados al monte, generosos con los pobres, mujeriegos
y hábiles manejadores del trabuco y la navaja. Sin embargo, a pesar del arraigo
de semejante imagen, la variedad de bandoleros que en España han sido excede al
citado modelo, acuñado entre el final del siglo XVIII y la centuria posterior.
Un modelo que contó con precedentes como el que aparece en El Quijote, cuando el
Caballero de la Triste Figura trata de calmar a Sancho con estas palabras:
—No tienes de qué tener miedo,
porque estos pies y piernas que tientas y no vees sin duda son de algunos
forajidos y bandoleros que en estos árboles están ahorcados, que por aquí los
suele ahorcar la justicia, cuando los coge, de veinte en veinte y de treinta en
treinta; por donde me doy a entender
debo de estar cerca de Barcelona.
La presencia de esos miembros
colgados de los árboles preludia la aparición de Roque Guinart, bandolero que
tuvo existencia real en un personaje homónimo que nos permite referirnos a un
bandolerismo, el catalán, organizado en torno a la pugna entre los feudalistas nyerros, con Juan de Serrallonga a la
cabeza, y los realistas cadells,
representados por un Pedro de Santacilla, que acabó ahorcado y despedazado en
la Plaza del Rey de Barcelona. Pese a la fuerza icónica de los bandoleros
andaluces, Cataluña fue escenario de bandidos propios que nos conducen hasta
los días de Isabel II, en los que por el Principado pululaban latrofacciosos y
trabucaires. Nada tiene de particular tan secular presencia de este tipo de
hombres en aquellas tierras, al cabo, la palabra «bandolero» tiene un origen
catalán, pues procede del vocablo «bandol», del que deriva y al que «bandoler»,
término ya localizado en el siglo XV, que se castellanizó como «bandolero» y
que inicialmente no tuvo carga
peyorativa, pues era sinónimo de banderizo o partidario.
Para el rastreo del bandolerismo,
Martínez Ruiz traza el retrato de una España devastada por las guerras, con
deficientes caminos y diferentes proyectos, desarrollados por el poder
político, para neutralizar a aquellos hombres que vivían al margen de la ley.
Una serie de cuerpos que nos llevan a la Santa Hermandad o a la Justicia de las
Montañas, y que desemboca en una imagen no menos conocida que la de los
bandoleros: la de la pareja de la guardia civil, cuerpo creado en 1844. El bandolerismo español reconstruye la
evolución paralela de un tipo de vida delictivo y los intentos de su
erradicación, ofreciendo un tipo de Historia, trufada de datos sociológicos,
demográficos y geográficos, de diferente escala a la ensayada por el autor en
su reciente y monumental biografía sobre Felipe II.
Martínez Ruiz distingue entre dos
tipos fundamentales de bandoleros: los románticos, grupo al que pertenece Curro
Jiménez, inspirado en un personaje real, el barquero de Cantillana, y los de
retorno.
Indudablemente son los románticos
los bandoleros que más atención han suscitado. De hecho, muchos de sus nombres
siguen siendo conocidos. Dentro de este colectivo militan, José María el Tempranillo, Juan Palomo o los Siete
Niños de Écija. Algunos de ellos concentraron en sus vidas todos los tópicos
del romanticismo español, tal fue el caso de José Mateo Balcázar, Tragabuches, perteneciente al clan
citado, que fue cantaor, banderillero, matador de toros tras tomar la
alternativa en Salamanca en 1802, contrabandista y marido de la bailaora María la Nena, a la que tiró por la ventana
tras descubrir sus amoríos con un sacristán llamado el Listillo, al que ultimó de una puñalada.
Martínez Ruiz rescata también la
trayectoria de aquellos que, tras vivir en el monte, se reintegraron en las
instituciones de las que tuvieron que huir. Así ocurrió con El Tempranillo, casado, tras asesinar al
gitano con el que roneaba, con María Jerónima Francés. Muerta esta en un
tiroteo, José María huyó con su cadáver atado a la espalda y su hijo en la faja.
Salvado aquel trance, obtuvo el perdón de la justicia y se convirtió en jefe
del Escuadrón Franco de Protección y Seguridad Pública de Andalucía para
combatir a los bandoleros que le dieron muerte el 22 de septiembre de 1833 durante
una emboscada organizada por un antiguo compañero de montaraces escaramuzas: el Barberillo.
Frente a este bandolerismo llamado
romántico, apareció el llamado bandolerismo de retorno, surgido en tiempos de
posguerra, cuando algunos hombres que, o bien lo habían perdido todo o habían
cometido graves delitos, hubieron de mantenerse lejos del alcance del bando
vencedor, circunstancia que determinó incluso su uso como arma arrojadiza entre
liberales y absolutistas. Con la situación política más aquietada, el
bandolerismo derivó hacia formas organizativas más complejas, algunas de ellas
vigentes, vinculadas al contrabando, el secuestro y otros delitos. Ello condujo
a la cristalización de un entramado delictivo que incluyó numerosas especies
tales como chivatos, hurones, martelos, bailaores, martingalos, comediantes, lagartos, predecesores de esos puntos,
winstoneros, buscamanis y gorrillas
que han trocado la jaca por la planeadora.
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